Matar o no matar: esa es la cuestión

La portada del libro No matar. Sobre la responsabilidad, de Oscar Del Barco y otros, publicado en 2007 por la Universidad Nacional de Córdoba y Ediciones del Cíclope, retorna a la memoria en estos días en que árabes y judíos se masacran mutua y sistemáticamente. Aunque el libro habla de otra cosa -una carta que envió Del Barco a la revista cordobesa La intemperie cuando esta publicó extractos de una entrevista a Hector Jouvé y la polémica que desató en torno al homicidio, la lucha armada, el apoyo a las guerrillas y la responsabilidad de «no matar porque cada humano es sagrado y cada humano es toda la humanidad»- sin embargo también habla de esta otra cosa que vuelve y una otra vez: la guerra. Aquí el comentario completo que escribí para la revista Ñ en diciembre de 2007: Matar o no matar, esa es la cuestión

Casi al mismo tiempo en que eran procesados decenas de militares por violaciones a derechos humanos, un libro reabrió la polémica iniciada hace unos años en torno del fusilamiento de dos jóvenes miembros de un grupo guerrillero a mediados de los 60. La ejecución de Adolfo «Pupi» Rotblat y Bernardo Groswald en el monte salteño en 1964, relatada en la revista cordobesa La intemperie por un ex militante del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), motivó hace tres años un texto del filósofo Oscar Del Barco que en algunas manos estalló como una carta- bomba. «Somos responsables de esos asesinatos» dijo del Barco, haciéndose eco de una frase similar del testimonio de Héctor Jouvé, en referencia a quienes apoyaron a aquel y a otros grupos armados. La carta suscitó res puestas de Héctor Schmucler, Eduardo Grüner, Ricardo Forster, Alejandro Kaufman, Nicolás Casullo, Horacio González, Diego Tatián, León Rozitchner, Tomás Abraham y Christian Ferrer, entre muchos otros, en aquella publicación y también en las revistas Conjetural, Confines, El ojo mocho, Acontecimiento y Lucha armada. Todas ellas, a excepción de las de Abraham y Ferrer, irrumpen ahora en Sobre la responsabilidad: No matar, de la Universidad Nacional de Córdoba y ediciones del Cíclope.

El doble título parece ampliar la onda expansiva de la primera carta al director lanzada por Del Barco: «No matarás al hombre porque el hombre es sagrado y cada hombre es todos los hombres». Muchas otras cosas se agregaron al primer texto y a otros en respuesta a los argumentos que provocó esa intervención, varios de los cuales circulan en Internet desde hace un tiempo. Algunas voces que no están en el libro, como las de Horacio Tarcus y Beatriz Sarlo, también emergieron en documentos y entrevistas. Quizá la extensión de la polémica en varias direcciones, incentivada por expresiones más o menos equívocas («asesinos seriales», «culpa», «crímenes») y por referencias bíblicas, psicoanalíticas, etc., desvió por un tiempo la atención lejos de los hechos de referencia. Hoy, como si fuesen dos fusilados que viven, los nombres de Rotblat y Groswald vuelven a recordarnos los ejes del debate quizá más prolongado y apasionante del campo intelectual argentino de las últimas décadas. En especial, el eje planteado por ese «no matar» que para Del Barco parece ser no sólo un mandamiento sino una súplica.

En un país en el cual no existe la pena jurídica de muerte pero de hecho ha conocido torrentes de sangre derramada, esos términos provocaron sospechas y reanimaron un alicaído espíritu de contienda verbal. ¿Acaso el principio de no matar puede sostenerse en toda circunstancia y sin atenuantes? El derecho a la violencia durante una rebelión popular sería la objeción más contundente. Aunque no se enuncie con estas palabras, resuena Sartre en su célebre prefacio a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, cuando decía que el oprimido recuperaba así su humanidad: «matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre».

Que Argentina en los 60 haya estado lejos de una situación de guerra colonial, o que los procesos de descolonización y revolución en el norte de Africa y otras regiones hayan derivado en frustraciones, colapsos, conflictos internos, dominio de nuevas burocracias y diversas formas de fracaso no invalidaría esa fe en el paradójico poder del homicidio. Tampoco la experiencia europea de lucha contra el nazifascismo. Ningún principio planteado como «abstracción ahistórica» podría ignorar la necesidad concreta de los esclavos de la plantación, de los siervos de la gleba, de los condenados al ghetto de Varsovia o de los campesinos zapatistas a usar las armas para obtener su libertad, aun para constituirse en sujetos libres en el acto. El problema, según se le responde a Del Barco, surge cuando algunas minorías sustituyen ese gesto y/o pretenden actuar en nombre de los oprimidos.

Sin embargo, aquella primera carta no tuvo como único destinatario a los grupos autoproclamados «vanguardias» en los años 60-70. Más bien fue dirigida a todas las conciencias involucradas en el apoyo o simpatía por la lucha revolucionaria, sea en las formas de foco guerrillero, resistencia armada, insurrección popular o guerra prolongada. Apoyándose en Emmanuel Levinas para condenar el homicidio, Del Barco ha cuestionado una de las formas de expresión más básicas de la revuelta. ¿Se libera realmente de la violencia el ser humano que mata por la liberación? En respuesta, varios invocaron la ya clásica distinción entre la violencia dominante en un sistema de explotación y la contraviolencia ejercida por los explotados. No sería lo mismo el homicidio cometido por el Estado que por un individuo o un grupo rebelde.

El anarquista vengador de las masacres en la Patagonia habría realizado un acto único (aunque insertado en una serie) que debería distinguirse de la planificación estatal de un genocidio. Una cosa es Kurt Wilkins y otra es Varela (o Videla). Un francotirador o un verdugo de campos de exterminio. Un partisano de la resistencia o un jerarca nazi. Un fallo de la Cámara Federal marcó justamente esa diferencia, al considerar delitos de lesa humanidad sólo a aquellos cometidos por agentes estatales en ejercicio de actos de gobierno o por grupos con capacidad de ejercer un dominio y ejecución análogos al estatal.

Los grados de responsabilidad también entraron en juego en la polémica. No podría igualarse a quienes apoyaron la lucha armada con quienes fueron combatientes, de la misma forma que no debería demonizarse en un todo homogéneo a quienes dijeron «por algo será» junto a los responsables de secuestros y torturas. La manera de autorresponsabilizarse invocada por Del Barco fue considerada, por algunos, excesiva. No es lo mismo matar a un ser humano que simpatizar o apoyar a quienes lo hacen, se le observó con cuidado. Ni atentar contra un represor que celebrar en las calles el éxito del atentado. Del mismo modo deberían responsabilizarse quienes aplaudieron el envío de soldados argentinos a matar y morir en las islas Malvinas. O quienes ante los golpes de Estado pidieron «armas al pueblo tanto en Chile como en Argentina». Esa responsabilidad no puede ser igual a la de quienes dirigieron operaciones, dieron órdenes y apretaron gatillos.

Pero aun cuando los revolucionarios profesionales no sustituyan a las mayorías en decisiones que atañen a la vida y la muerte, también hay procesos de violencia de masas que pueden llevar a formas populares de «gatillo fácil». Y a violaciones, ejecuciones, linchamientos. Es difícil detectar el momento en el cual la contraviolencia pierde el prefijo «contra». Cuando pasa a ser ofensa. Cuando la rebelión incita al baño de sangre, instaura el terror, extermina a «traidores» y «colaboracionistas» sin juicio. En suma, cuando el oprimido cambia la relación de fuerzas hasta el punto de convertirse en opresor. En algunos argumentos, la idea de contraviolencia se homologa a la de autodefensa: matar es a veces necesario para preservar la propia vida o la de seres queridos. Esto Del Barco parece admitirlo: «Yo creo que mataría a quien viene a matar a mi hijo» dice, pero agrega que no podría saberlo de antemano porque esa libertad que todos tenemos (la de matar o no matar) sólo podría resolverse en el acto. Y lo que permanece en discusión no es la prescindencia del quinto mandamiento en casos extraordinarios, como la defensa de la propia vida, sino qué lugar tiene el homicidio dentro de las vías para el cambio social y dentro de los valores con los que se quiere fundar una sociedad.

El espíritu de época invocado en parte de la argumentación contra Del Barco es lo más difícil de transmitir para quienes no crecieron en medio de dictaduras, golpes, proscripciones y una sensación de agotamiento de vías pacíficas y legales. En años no tan lejanos, la decisión de abrazar la lucha armada fue considerada por muchos una acción legítima, una forma de sublevarse contra una tiranía política y económica. Esa decisión hoy puede pensarse como irreversible, pero unos cuantos cambiaron de idea a mitad de camino o sufrieron un miedo legítimo al advertir el sacrificio exigido. Algunos, como Rotblat y Groswald, lo descubrieron en medio del entrenamiento en la selva salteña, entre mosquitos, víboras, ataques de asma y de pánico. ¿Sabían a lo que se exponían? Sí y no. Claro que flaquear a esa altura era demasiado tarde. En la lógica del grupo oculto en el monte, la deserción pondría a todos en peligro dado que la Gendarmería fácilmente podría rastrear u obligar a confesar la ubicación de los campamentos a los desertores si eran detenidos. Pudo haber otras razones, pero la decisión de fusilarlos, a cargo del comandante Jorge Ricardo Masetti, parece fatal, inevitable. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Rendirse, por ejemplo; renunciar a matar. Hubiera sido como abandonarse a sí mismo y a sus compañeros a merced del enemigo. O tendría que haber renunciado a la guerrilla antes de haberla iniciado. Esto es lo que plantea Del Barco: negarse al homicidio si se quiere fundar una verdadera comunidad.

Algunos han recordado la inconveniencia de discutir hacia atrás, a la vista de tantos fusilamientos sumarios ocurridos en revoluciones lo largo de los siglos. Actos provocados por seres atrapados en la trágica rueda de la historia. Y arrastrados por la lógica del sacrificio. O el goce de trasgredir la prohibición del homicidio, según otros. Una línea argumental contra el «no matarás» llama la atención sobre la ceremonia sacrificial en culturas ancestrales y en muchas religiones. El sacrificio como ritual de expiación, vehículo de cohesión y comunión social, medio de apertura a lo sagrado. De allí no derivaría una defensa del «matar» en oposición al «no matar», sino una entrezona más compleja: siguiendo a Georges Bataille y a otros que pensaron el tema, el sacrificio sería un acto fundante de comunidad. La víctima sería disuelta en cuanto ser constituido y discontinuo, apartada violentamente de sí misma y abierta en su entrega completa a los demás. ¿Esta idea formaba parte de las creencias y del universo discursivo de los guerrilleros de los años 60-70? En realidad, habia sueños de justicia y disyuntivas de hierro: vencer o morir por la Argentina, por Latinoamérica, por la revolución. Trampas de una historia en la cual quienes salieron a luchar contra la violencia terminaron atrayendo aun más violencia. De alguna manera, el enemigo había empujado a sus oponentes al encierro en un campo de fuerzas que sólo podía tener una salida.

¿O hubo otras que la ceguera de época no pudo ver? Ni las contraculturas estuvieron completamente a salvo de la tentación del homicidio. «Nazi muerto, punk contento». «Vivan los combatientes, abajo la muerte». Todos los que marcharon decididos hacia la masacre fueron motivados por la certeza de que, dada la situación, no quedaba otra salida. Y que se tomaba ese camino para combatir la violencia dominante. Pero en realidad se la terminó reforzando. Acaso por el propio potencial inscripto en la situación de combate, el rebelde siempre está en peligro de convertirse en el otro (el verdugo, el torturador, el monstruo). A menos que logre mantener principios radicalmente distintos a los de su enemigo. Cuando Del Barco reivindica la resistencia pasiva, la piedad, incluso la mansedumbre, parece hablar de ese anhelo de otra vida, de un pacto vital en base a principios opuestos a los del enemigo. Un pacto de resistencia no homicida, una contraviolencia que no mate (ni, lógicamente, torture). Otra utopía, tal vez. ¿Acaso los pactos no están ahí para ser violados? Sí, se dirá, y por eso mismo serían imprescindibles.

La guerra, la revolución o transformación social son elementos clave del paisaje, de los campos o terruños sobre los que se discute el principio de no matar y la responsabilidad por trasgredirlo. No es una discusión que se cierra en épocas pasadas o regiones lejanas: hoy mismo, en Colombia y otros países hay movimientos contrahegemónicos con capacidad de control territorial y formas microestatales de funcionamiento. Un argumento central para legitimar sus acciones armadas es aquel que defiende al homicidio no como acto deseable sino como gesto eficaz e incluso como fatalidad histórica, al menos mientras existan millones de excluidos y sometidos por la violencia del sistema. No es que uno desea matar sino tiene que hacerlo. Las razones se multiplican: porque el pacifismo se mostraría impotente, porque el proyecto de una sociedad amable y solidaria debe enfrentar a un enemigo sangriento, porque de ningún otro modo se podría haber derrotado a Hitler. Contra ellas, Del Barco no discute en términos de eficacia o de necesidades estratégicas sino en términos de una responsabilidad moral que no excluye lo político si bien a esto lo entiende de otra forma. Si nos invaden, dice, nos defenderemos a muerte, pero el principio se mantendría fuera de la contienda con su exigencia de no matar. Aun cuando sea un imposible, dice, sin esa exigencia no habría sociedad.

Por eso algunos de sus oponentes replicarán que el enunciado «no matar» es inaplicable, se refugia en la abstracción, huye de la historia, se inclina a la exaltación mística o al pesimismo. La moral parece enfrentarse a la estrategia: una causa justa no podría triunfar si tiende a evitar el ejercicio del poder que nace de la boca del fusil. Sin embargo, hay zonas de confluencia entre lo que es justo y conveniente. En vez del heroísmo ostentoso de la acción y el alarde frente al peligro enfrentado, está la invitación a apoyarse más en la influencia, incluso difusa y discreta, que en la violencia cuyo poder es limitado y genera rivalidad (como dice la célebre frase: engendra violencia).

La responsabilidad comenzaría antes del momento fatal. Habría que llamar a no ponerse en posición de tener que morir o matar. ¿Y una vez desencadenada la guerra? ¿Podría optarse por minimizar el daño, reducir el conflicto, evitar el incremento de homicidios? Todo esto ya no sería sostener en forma absoluta el principio de no matar. Sería buscar, ante cada situación, el acuerdo entre moral y eficacia. Sin referencias explícitas al pensamiento chino clásico sobre la guerra, se ha sugerido que las armas, como decía Lao Tzu, sólo deberían usarse cuando no queda más remedio. Que las victorias también merecen lágrimas. Y que el vencedor de una batalla debe llevar luto como en un funeral.

De todas maneras, las razones acerca de la fatalidad histórica de la violencia son duras de refutar o por lo menos tan sólidas como la conmoción que puede suscitar en una conciencia singular la pena de muerte, la pena de dos muertes. Esto es lo que a veces se esfuma en el debate: la singularidad de militantes rotulados como «quebrados», «desquiciados», «casos psiquiátricos», «un peligro». La conmoción, el desgarro de Oscar del Barco ante la revelación del fusilamiento de esos dos chicos que, según sus palabras, podrían ser sus hijos, produjo esa carta y una cascada argumentativa que acaso nadie esperaba.

Por suerte hoy se puede hablar en público, desenterrar una discusión que no remite sólo al pasado sino que nos compromete en el presente. En particular, compromete a las izquierdas a debatir y establecer acuerdos contra el homicidio. A distinguir entre la aspiración a un mundo sin violencia y la pesadilla de la guerra; entre el sueño de justicia y la tentación del poder. Poder de enjuiciar, de condenar, de decidir por la vida y la muerte de los otros: esa costumbre de matar. Que el mismo sujeto pueda cruzar de una vereda a otra, que se pueda pasar de aquel sueño a esta pesadilla, es lo que provoca la pena, el grito de dolor, la súplica, el ruego que a su vez desata toda una polémica. Enhorabuena.

Publicado en la revista Ñ el 5 de diciembre de 2007

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