In memoriam

Hace dos años me despedía de esta mujer. En medio de la pandemia se moría Susi (Susana Beatriz González, 1955-2020) de un agresivo cáncer de pulmón que (me) sorprendió por su velocidad de metástasis. En medio de la pandemia, con barbijos, alcohol en gel y las más extremas medidas de precaución para evitar los contagios, la acompañé a hacer quimioterapia al Instituto Fleming por cuatro meses de ese invierno tan cruel del 2020 hasta que su cuerpo tiró la toalla. En medio de la pandemia quedó internada en el departamento que compartíamos, digamos, en casa, lejos de los hospitales donde las víctimas del Covid morían como moscas, hasta el momento final. Ahora quiero recordarla en sus mejores momentos, como esta foto en Venecia en 2016, de vacaciones de su trabajo en el hospital Pirovano, donde fue intensivista durante tres décadas, atendiendo urgencias y post operatorios, cuidando hasta el último aliento a quienes más necesitaban, además de cuidar cada día a todas sus amistades y familiares, y a mí, por supuesto, que me sentía tan cuidado a su lado, tan protegido y contenido y amado que su partida fue -hasta la fecha- el golpe más fuerte que recibí en mi vida.

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Necrológica

En algún lugar de Europa, tal vez Cataluña, esta imagen de hace cuatro años, septiembre de 2016, fue la elegida para esta entrada o noticia necrológica sobre Susi González (aunque yo prefería llamarla Susi Soaje, por el apellido de soltera de su madre), compañera, amante, socia en la aventura de la vida que perdí en medio de este octubre pandémico del 2020. Nos conocimos hace más de 22 años. Convivimos de a ratos, compartimos muchos viajes, la amé como a nadie. Me tocó estar a su lado durante su lucha de más de tres años contra el cáncer, lucha que perdió, por cierto. Cáncer de pulmón, con metástasis final en el hígado, que fue combatido con un par de operaciones y quimioterapia, hasta terminar en cuidados paliativos. Internada en nuestro domicilio, un departamento convertido en mini-hospital con cama ortopédica, inodoro portátil, silla de ruedas, generador de oxígeno, tubo de oxígeno, pañales, ampollas de morfina y otras drogas, vías, jeringas, elementos que tuve que aprender a usar en cursos acelerados de enfermería informal, a medida que el derrumbe se aceleraba, a lo largo de la cuarentena que impuso el coronavirus, para asistirla en sus últimos días.

Susi me enseñó la lección de la ayuda, del cuidado al otro/a, como vocación, llamado, sentido único de la vida que va del nacimiento a la muerte. Médica con 30 años de experiencia en terapia intensiva en el hospital Pirovano, además de neumonóloga y homeópata, fue una militante de la salud pública. Incluso en su consultorio particular, prefería cobrar poco o no cobrar, a veces, cuando se trataba de ayudar a aliviar el sufrimiento de alguien. Por supuesto que en su trabajo vio morir a mucha gente; lloraba cada tanto cuando me contaba de algún chico accidentado al que no habían podido salvar, porque era una médica impresionable, créase o no, ante el sufrimiento ajeno: la empatía la arrojaba en brazos del dolor compartido, la empatía tal vez la debilitó, la hizo más vulnerable a la enfermedad, no lo sé, siempre tuvo una salud frágil en un cuerpo pequeño en el que no cabía su alma grande. Estoy siendo cursi, claro. Esto es lo que me sale después de pasar un mes y medio dándole de comer a cucharaditas en la boca, ayudando a cambiarle los pañales, administrando los medicamentos a goteo en diferentes horarios, durmiendo a salto de mata para estar alerta ante sus signos vitales. Fue una etapa terrible y sagrada en la que pude compartir su dolor y apaciguarlo con caricias y drogas. Finalmente murió sin dolor gracias a la morfina (gracias a Dios dijo algún creyente; bueno, tal vez la morfina, o el opio, o la amapola son evidencias de que Dios existe). Se fue en su sueño, enchufada al respirador y a una vía subcutánea, una mañana de octubre. Me desperté y ví que su pecho no subía ni bajaba, es decir no respiraba, no le salía aire de la boca. Busqué su pulso, no lo encontré. Llamé a la médica de cuidados paliativos, quien me instruyó en apagar el respirador y suprimir el goteo, y luego vino a hacer el certificado de defunción: deceso por insuficiencia respiratoria aguda. La enfermera y una asistente amiga me ayudaron a cambiar sus pañales, limpiar el rostro, vestir con ropas blancas… después todo fue el trámite engorroso, doliente, lleno de fastidios para poner en marcha el servicio fúnebre, para que venga una ambulancia a llevarse al cuerpo y lo dejara en un depósito hasta el día siguiente, el día de la sepultura. Protocolos rápidos, sin velorio, para una despedida en tiempos de pandemia. Protocolos demasiado fríos para un cuerpo al que despedí como nunca antes había despedido a ningún otro, hablándole como si me escuchara, llorándole, rezándole, tocándolo como si estuviera vivo. Era el erotismo de los corazones el que se rompía, el cuerpo amado y deseado que me arrebataba la muerte; no sentí eso ante el cadáver de mis padres o de mis mejores amigos. Era el deseo y el apego que destruía de un golpe ese tránsito del espíritu que pasó por un cuerpo y luego lo abandonó para irse hacia otros cuerpos. Sabía que el momento de la partida se acercaba y sin embargo, cuando ocurrió, fue como si una maza me pegara en medio del pecho. Esos golpes en la vida tan fuertes, como decía César Vallejo, yo no sé…. Solo sé que se fue. Y espero que estas primeras palabras tan torpes y arrancadas a tropezones de mi tristeza puedan alcanzar, por ahora, a resumir en una noticia mínima el suceso y actuar como introducción al duelo.