In memoriam

Hace dos años me despedía de esta mujer. En medio de la pandemia se moría Susi (Susana Beatriz González, 1955-2020) de un agresivo cáncer de pulmón que (me) sorprendió por su velocidad de metástasis. En medio de la pandemia, con barbijos, alcohol en gel y las más extremas medidas de precaución para evitar los contagios, la acompañé a hacer quimioterapia al Instituto Fleming por cuatro meses de ese invierno tan cruel del 2020 hasta que su cuerpo tiró la toalla. En medio de la pandemia quedó internada en el departamento que compartíamos, digamos, en casa, lejos de los hospitales donde las víctimas del Covid morían como moscas, hasta el momento final. Ahora quiero recordarla en sus mejores momentos, como esta foto en Venecia en 2016, de vacaciones de su trabajo en el hospital Pirovano, donde fue intensivista durante tres décadas, atendiendo urgencias y post operatorios, cuidando hasta el último aliento a quienes más necesitaban, además de cuidar cada día a todas sus amistades y familiares, y a mí, por supuesto, que me sentía tan cuidado a su lado, tan protegido y contenido y amado que su partida fue -hasta la fecha- el golpe más fuerte que recibí en mi vida.

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The Osvaldo Baigorria Experience

La nota en la Rolling Stone de marzo 2021 que escribió Nicolás García Recoaro empieza así:

Sobre la mesa hay un sobre de papel madera. Osvaldo Baigorria saca un pilón de curtidas fotografías de su interior. El escritor explica que si tiene que hablar de sus viajes, fugas, vagabundeos, es mejor hacerlo con las imágenes a mano. En el living de su departamento en Palermo, dedica varios segundos a contemplarlas en silencio. Fueron capturadas por las lentes de una Leica IIIC y una Pentax K hace décadas. En ellas aparece un muchacho de porra afro-latina, a mitad de camino entre Hendrix y Santana, retratado en mil y un paisajes. Nevadas de metro y medio, frondosos bosques de vida comunitaria, urbes californianas, caminatas alucinógenas por territorios americanos. Postales de una vida on the road.

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Reír y pensar

Por razones de diferencia en clase social, edad, lejanía y tal vez prejuicio, fui de aquellos que no se acercaron a la Recoleta ni a la Manzana Loca de Buenos Aires en los años 60-70, y por lo tanto no pude conocer al Niño Federico. También por suspicacia contracultural, su aparición televisiva como un grandote de cara seria, peinado prolijo, traje, corbata y ojos alucinados en los programas de Tato Bores no despertó mi interés en aquel momento, salvo por la gracia con la que desarmaba las costumbres con las armas del absurdo. Pero las anécdotas y el rumor de elite acerca de sus chistes, charlas, recitados y canciones imprevistas en La Biela, el Florida Garden o la Galería del Este, lo hicieron cada vez más insoslayable en la bohemia porteña y finalmente tuve que rendirme a la evidencia: aunque su capacidad como humorista pudo haber opacado cierto rol precursor como artista conceptual y también el lugar anómalo que ocupó como poeta, todo el conjunto de sus intervenciones finalmente lo mantuvo vivo en el firmamento del mito.

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Vuelven las correrías

La reedición de Correrías de un infiel me llega en un momento tan triste como oportuno, el mismo año en el que pierdo esta compañera con la que viajé hacia Los Toldos hace una década y media para rastrear el pasado del coronel Manuel Baigorria en el que se apoyó esta novela: se apoyó y se disparó hacia el futuro. Editada por María Moreno en Catálogos, la primera edición fue presentada por Germán García y María Pía López en el Centro Cultural de la Cooperación, y luego también por Christian Ferrer y Ana Longoni en el Auditorio de la Facultad de Ciencias Sociales, UBA. La actual edición por Blatt & Ríos ha sido revisada y aumentada con una posdata que comenta algunas cuestiones del género. Me hubiera encantado encontrarme en un brindis con toda la gente amiga pero en medio de la catástrofe del coronavirus, obviamente, este año no habrá presentación. Espero que disfruten de su lectura.

Necrológica

En algún lugar de Europa, tal vez Cataluña, esta imagen de hace cuatro años, septiembre de 2016, fue la elegida para esta entrada o noticia necrológica sobre Susi González (aunque yo prefería llamarla Susi Soaje, por el apellido de soltera de su madre), compañera, amante, socia en la aventura de la vida que perdí en medio de este octubre pandémico del 2020. Nos conocimos hace más de 22 años. Convivimos de a ratos, compartimos muchos viajes, la amé como a nadie. Me tocó estar a su lado durante su lucha de más de tres años contra el cáncer, lucha que perdió, por cierto. Cáncer de pulmón, con metástasis final en el hígado, que fue combatido con un par de operaciones y quimioterapia, hasta terminar en cuidados paliativos. Internada en nuestro domicilio, un departamento convertido en mini-hospital con cama ortopédica, inodoro portátil, silla de ruedas, generador de oxígeno, tubo de oxígeno, pañales, ampollas de morfina y otras drogas, vías, jeringas, elementos que tuve que aprender a usar en cursos acelerados de enfermería informal, a medida que el derrumbe se aceleraba, a lo largo de la cuarentena que impuso el coronavirus, para asistirla en sus últimos días.

Susi me enseñó la lección de la ayuda, del cuidado al otro/a, como vocación, llamado, sentido único de la vida que va del nacimiento a la muerte. Médica con 30 años de experiencia en terapia intensiva en el hospital Pirovano, además de neumonóloga y homeópata, fue una militante de la salud pública. Incluso en su consultorio particular, prefería cobrar poco o no cobrar, a veces, cuando se trataba de ayudar a aliviar el sufrimiento de alguien. Por supuesto que en su trabajo vio morir a mucha gente; lloraba cada tanto cuando me contaba de algún chico accidentado al que no habían podido salvar, porque era una médica impresionable, créase o no, ante el sufrimiento ajeno: la empatía la arrojaba en brazos del dolor compartido, la empatía tal vez la debilitó, la hizo más vulnerable a la enfermedad, no lo sé, siempre tuvo una salud frágil en un cuerpo pequeño en el que no cabía su alma grande. Estoy siendo cursi, claro. Esto es lo que me sale después de pasar un mes y medio dándole de comer a cucharaditas en la boca, ayudando a cambiarle los pañales, administrando los medicamentos a goteo en diferentes horarios, durmiendo a salto de mata para estar alerta ante sus signos vitales. Fue una etapa terrible y sagrada en la que pude compartir su dolor y apaciguarlo con caricias y drogas. Finalmente murió sin dolor gracias a la morfina (gracias a Dios dijo algún creyente; bueno, tal vez la morfina, o el opio, o la amapola son evidencias de que Dios existe). Se fue en su sueño, enchufada al respirador y a una vía subcutánea, una mañana de octubre. Me desperté y ví que su pecho no subía ni bajaba, es decir no respiraba, no le salía aire de la boca. Busqué su pulso, no lo encontré. Llamé a la médica de cuidados paliativos, quien me instruyó en apagar el respirador y suprimir el goteo, y luego vino a hacer el certificado de defunción: deceso por insuficiencia respiratoria aguda. La enfermera y una asistente amiga me ayudaron a cambiar sus pañales, limpiar el rostro, vestir con ropas blancas… después todo fue el trámite engorroso, doliente, lleno de fastidios para poner en marcha el servicio fúnebre, para que venga una ambulancia a llevarse al cuerpo y lo dejara en un depósito hasta el día siguiente, el día de la sepultura. Protocolos rápidos, sin velorio, para una despedida en tiempos de pandemia. Protocolos demasiado fríos para un cuerpo al que despedí como nunca antes había despedido a ningún otro, hablándole como si me escuchara, llorándole, rezándole, tocándolo como si estuviera vivo. Era el erotismo de los corazones el que se rompía, el cuerpo amado y deseado que me arrebataba la muerte; no sentí eso ante el cadáver de mis padres o de mis mejores amigos. Era el deseo y el apego que destruía de un golpe ese tránsito del espíritu que pasó por un cuerpo y luego lo abandonó para irse hacia otros cuerpos. Sabía que el momento de la partida se acercaba y sin embargo, cuando ocurrió, fue como si una maza me pegara en medio del pecho. Esos golpes en la vida tan fuertes, como decía César Vallejo, yo no sé…. Solo sé que se fue. Y espero que estas primeras palabras tan torpes y arrancadas a tropezones de mi tristeza puedan alcanzar, por ahora, a resumir en una noticia mínima el suceso y actuar como introducción al duelo.

La revuelta en cuarentena

Me parece sospechoso -sin abonar a ninguna teoría conspirativa en curso- que del reguero de revueltas y manifestaciones masivas del 2019 (Hong Kong, Chile, Francia, Cataluña, Ecuador, Bolivia, Colombia, Líbano, Irak, Haití…) se haya pasado al estado de cuarentena global, con toques de queda incluídos en algunos sitios, del 2020. Una relación de causa-efecto entre esa insubordinación global y la emergencia del coronavirus es por el momento improbable pero la coincidencia no deja de ser significativa. Como si este virus, aun con sus efectos disruptivos en las ganancias de las corporaciones, fuese mandado por el cielo de Oriente para que los Estados (el chino en primer lugar, y luego los demás) pudiesen aplacar la protesta y extender a un nivel inédito la vigilancia y el control sobre sus poblaciones.Quizá después de este experimento, el mundo esté listo para una guerra de grandes proporciones y los sufridos pueblos deban soportar aun más el aumento de la penuria.

Aviso: esta reflexión no es un cuestionamiento a medidas de seguridad básicas para protegerse y proteger de un virus a las personas más vulnerables, máxime teniendo en cuenta los sistemas de salud pública precarios en la mayoría de los países; tampoco es una crítica al manejo de la crisis por el actual gobierno argentino y mucho menos un apoyo a protestas de balcón, cantos de himnos nacionales, cacerolazos y twitazos de indignados por la pérdida de ganancias y privilegios, entro otros que quizá se vuelvan aun más dementes en su encierro. Las auténticas protestas se ven en la calle. Y las que se diseminaron por distintos países durante el 2019, con todas sus diferencias y excepciones, tenían como fondo común el malestar por las condiciones de vida que impone el capitalismo y el autoritarismo en el querido planeta Tierra. Hoy toda esa revuelta en ciernes quedó en cuarentena.

Continuará…

Lejano Oeste

Lala Toutonian me entrevista para Perfil Cultura, en una edición que incluye fotos del Lejano Oeste y del Cercano Sur porteño: la máxima periodística que indica «nunca dejes que la realidad te arruine un buen título» aquí fue aplicada con gran criterio, desmesura en el elogio, exageración y precisión simultáneas. Empieza así:

Están las personas que no necesitan presentación: su mera existencia las descubre. Los parroquianos observan con curiosidad a este hombre de particular estampa. Cuántas personas con el pelo teñido de verde (en clara referencia al aborto legal) habrán entrado antes al Homero Manzi, se pregunta uno. Hoy vecino del barrio de Boedo, Osvaldo Baigorria, ajeno al efecto que provoca, se dispone a responder apuradas retóricas que se enredan entre la curiosidad y el deseo de conocimiento. La contracultura, esa anatomía amoral que renuncia a la cultura social normativa, es la continuación de una dinámica de fastidio pero por otros medios. Y enfrenta a la cultura como conflicto. La contracultura condiciona el engranaje cultural dominante (social, capitalista, burgués) que penetra inculcando estigmas de pertenencia para legitimar una conducta de disidencia. Continuar leyendo «Lejano Oeste»

Rapsodia sobre el lado salvaje

En Walking (Caminar), esa conferencia que Henry David Thoreau solía dar en sus últimos años de vida y que fue conocida postmortem en forma de ensayo, puede encontrarse lo mejor de ese “noble rebelde”, como lo llamó Virginia Woolf. Este pequeño libro (publicado en Argentina por Interzona) ofrece una síntesis del pensamiento y estilo de un escritor al mismo tiempo vitalista y puritano, libertario y naturista que llamaba a desertar de la sociedad pero podía amar “el sonido de una trompeta en una noche de verano que por su salvajismo, sin ironizar, me recuerda los aullidos de las bestias en sus bosques de origen”. Continuar leyendo «Rapsodia sobre el lado salvaje»

Sánchez por mariani

―¿Qué entiende específicamente por antiliterario?
―Entonces le contesto por la otra punta: toda literatura literaria, todo gesto culterano o pretendidamente ideológico, se nos transforma poco a poco en mentira, en convicción espantosa, en cháchara orgullosa. La literatura literaria, en este sentido, parece no tener límites, tal vez porque cualquiera puede sentarse y escribir de acuerdo con lo que leyó mal, al sentimiento que cree inaugurar, a la pólvora que cree descubrir. Cualquier otra actividad artística requiere una unidad y dedicación que la literatura, por tratarse de palabras, parece obviar. De ahí que todavía se puede asegurar lo que él pensó y lo que ella sentía. Si el acto de la escritura es un acto esencialmente ético, de posible verdad consigo mismo, entonces toda vieja convicción literaria se hace dinosáurica por sí misma, se hace cada día menos soportable.
-Fragmento de la entrevista a Néstor Sánchez en ARTiempo, 1969, que recupera Golosina Caníbal gracias al aporte de Federico Barea. Se lee entera por aquí.