In memoriam

Hace dos años me despedía de esta mujer. En medio de la pandemia se moría Susi (Susana Beatriz González, 1955-2020) de un agresivo cáncer de pulmón que (me) sorprendió por su velocidad de metástasis. En medio de la pandemia, con barbijos, alcohol en gel y las más extremas medidas de precaución para evitar los contagios, la acompañé a hacer quimioterapia al Instituto Fleming por cuatro meses de ese invierno tan cruel del 2020 hasta que su cuerpo tiró la toalla. En medio de la pandemia quedó internada en el departamento que compartíamos, digamos, en casa, lejos de los hospitales donde las víctimas del Covid morían como moscas, hasta el momento final. Ahora quiero recordarla en sus mejores momentos, como esta foto en Venecia en 2016, de vacaciones de su trabajo en el hospital Pirovano, donde fue intensivista durante tres décadas, atendiendo urgencias y post operatorios, cuidando hasta el último aliento a quienes más necesitaban, además de cuidar cada día a todas sus amistades y familiares, y a mí, por supuesto, que me sentía tan cuidado a su lado, tan protegido y contenido y amado que su partida fue -hasta la fecha- el golpe más fuerte que recibí en mi vida.

Tres días después de esa partida escribí por aquí esta necrológica en la que afirmaba que Susi me había enseñado la lección de la ayuda, del cuidado al otro/a como vocación, llamado, sentido único de la vida que va del nacimiento a la muerte. Hoy no estoy tan seguro de haber aprendido la lección. Nunca sentí la vocación de cuidar. Nunca quise tener hijos. Nunca quise tener mascotas (alguna me quedó de herencia). Tuve mis amores, a quienes no sé si cuidé lo suficiente (¿qué es lo suficiente?). En cambio, Susi era una de esas extrañas personas capaces de asistir no solo a cualquier desconocido que de repente choca o cae en la vía pública, sino que tenía toda la disposición y compasión necesarias para sanar, acompañar y aliviar el sufrimiento de gente que está al borde de la muerte y que cada tanto -inevitablemente- muere. Ojalá hubiese más gente como ella. Creo que el mundo sería un mejor lugar para vivir. Y quizá para morir.

Para Hannah Arendt la labor del cuidado se distingue del trabajo productivo porque el resultado de cuidar se consume casi tan rápidamente como se gasta su esfuerzo. Por eso la llamó labor; es improductiva, y sin embargo, de ella depende la vida. No produce nada en términos económicos. En su libro La condición humana, Artendt recuerda que esa labor tradicionalmente era ocupación de sirvientes, de esclavos. Y lo que hace el personal médico es un poco como el esfuerzo de Sísifo, escribe Boris Groys en su Filosofía del cuidado: todo paciente que ingresa al sistema médico en algún momento muere, y entonces el sistema vuelve a atender a un nuevo paciente y luego llega al mismo resultado. Lo cual ha de ser muy frustrante.

Una observación que hizo Susi en nuestra primera cita en el café El coleccionista (vaya nombre), frente al parque Rivadavia, a fines de 1997, cuando le pregunté cómo trataban o curaban a los pacientes en terapia intensiva: «difícil, es terrible, están todos muy enfermos”. Lo dijo con una de sus sonrisas más inolvidables, atravesando la angustia hasta la resignación. En ese momento me pareció un comentario casi banal, una obviedad, lógico; si estaban en terapia intensiva, debían estar bastante mal. Solo advertí la contundencia de ese comentario el primer día en que fui a buscarla a su trabajo, meses más tarde. La unidad de terapia intensiva del hospital me pareció lo más cercano a un infierno en la Tierra: gritos, lamentos, zumbidos, personal médico y paramédico que corre de aquí para allá, luces encendidas todo el tiempo, artefactos eléctricos en marcha constante, bultos bajo sábanas que ocultan despojos humanos, bocas abiertas, ojos cerrados, respiradores mecánicos, tubos de oxígeno, un estado de crispación general, y todo para salvar a duras penas algunas vidas -en el mejor de los casos, a los cuerpos más jóvenes o más robustos o afortunados- y resignarse a perder otras a corto o largo plazo. Recuerdo la sentencia de Cioran en Ese maldito yo: “Una visita a un hospital y, cinco minutos después, se hace uno budista si no lo es ya, o vuelve a serlo si había dejado de serlo”. Tal vez si se añade a esa visita un breve paseo por terapia intensiva, además de budista uno se hace cristiano si no lo es ya, o vuelve a serlo si había dejado de serlo.

Susi era cristiana. Creo que eso la ayudaba en su trabajo. Un cristianismo particular, sincrético, un misticismo de cruza pagana y new age, con postales de la Virgen María, imágenes de Jesús junto a las del Gauchito Gil, Charly García, Sumo y Pink Floyd. Cada tanto iba a una iglesia a escuchar una misa. También podía emocionarse con la frase “loco, no te sobra una moneda/quiero estar la vida entera/escuchando rock and roll”. Era un catolicismo posmoderno tal vez como el que trató de describir Gianni Vattimo: la creencia en un Dios amigo (no dueño), un Dios que podía encontrarse en lucha codo a codo con la humanidad para derrotar al mal y hacer prevalecer el bien, y que muchas veces fracasa, como en el Holocausto  (Dios también puede ser débil). Susi detestaba tanto al Dios del Antiguo Testamento, que le parecía castigador, vengativo, como al Vaticano y a los jerarcas del catolicismo; afirmaba haber conocido en su niñez a un “cura bueno” que después dejó los hábitos y se casó. No creía en el pecado, sí en el perdón. Tenía fe en el amor y en la caridad. Su Jesús era el curador, el que sanaba las heridas. Sentía en carne propia el sufrimiento de los demás. Se emocionaba fácil, hasta las lágrimas. Lloraba un montón. Lloraba por los pacientes que en el hospital no lograban salvar de la muerte. Y suavizaba su propio dolor a pura sonrisa.

Quizá no pudo soportar el estrés de tantos años de dolor compartido o no pudo sobrevivir al burn out del intensivista en hospital público o simplemente no logró dejar de fumar salvo cuando le descubrieron el primer tumor en el pulmón (y quizá ya era demasiado tarde) o fue sólo una víctima más del bombardeo de contaminantes cancerígenos que la industria capitalista arroja a diario sobre el medio ambiente, o todo eso junto… pero lo cierto es que en unos pocos meses de ese fatídico año 2020 se enfermó y se murió. Me tocó llorarla desde que supe que se iba a ir, y continúa. Me tocó cuidarla como a un bebé después de haberme sentido cuidado durante los casi 23 años en los que compartimos vida hasta la madrugada en la que su espíritu dejó su cuerpo. Es un decir. Lo que le pasó a Susi es incomunicable, porque solo ella vivió la experiencia de la agonía hasta perder la conciencia y luego partir. Sobre eso, no hay relato. Alguien podrá decir que no hubo realmente experiencia, porque ella no pudo poner en relato lo vivido. Pero sí hubo vivencia, y «muriencia». El cuerpo sintió, percibió, vivenció, murió. Estuve a su lado cuando ocurrió.

Desde entonces sé que cuidar, curar y amar son sinónimos. Ese final no fue solo una separación: también fue una unión. Tal como si el amor de Susi se hubiera metido en mi interior. No sé cuándo termina un duelo como el que empezó en esta fecha hace dos años; nunca había conocido la viudez. No sé si perdí solo una compañera o alguien que fue mucho más y que cada tanto actuó como mi hermana, mi madre o mi hija. No soy de ir al cementerio a llevar flores allí donde sus restos ya se han hecho polvo. No visito una tumba cada tanto allí donde su espíritu ya no se halla. Simplemente voy a visitarla todos los días al lugar de mi corazón donde ella vive.

Susi en 2019