Cabeza ranquel

«La cabeza del cacique» es el probable título de esta obra de Florencia Bohtlingk que en su versión más terminada recibe hoy desde la vidriera a cada visitante que entra a la galería de arte PM («Para mí», en este día), a ver la muestra que Flor comparte con Javier Barilaro y Nicolás Dominguez Nacif: «selvas oscuras, bárbaros sin oficio ni beneficio, litorales marrones y mares fluviales sin calado suficiente para ser navegados», al decir de Alfredo Aracil en su texto de sala. Agrego: en la muestra hay misas paganas, paisajes umbanda, lluvia de plagas y contagios de pampa y trópico. Sólo sé del origen de este cuadro, porque la cabeza en cuestión fue la del cacique Mariano Rosas en la ceremonia de entrega de restos a descendientes y referentes indígenas en el Museo de Ciencias Naturales de la Plata hace dos décadas, ceremonia que presencié y que relaté a Florencia a través de una imagen que me quedó grabada, una imagen que va del recuerdo al relato y se convierte en dos: cabeza y cráneo, lonko y hueso, La Plata y Leubucó.

En esta última ex-capital de los ranqueles, la tumba de Mariano Rosas fue profanada durante la campaña del desierto, como casi todas las tumbas de caciques en los cementerios indígenas en los que se solían enterrar cadáveres prominentes junto a objetos valiosos, con platería codiciada por soldados que podían venderle esos restos a coleccionistas. Y el más famoso de estos coleccionistas fue Estanislao Zeballos, que tuvo el cráneo por un tiempo hasta que terminó en el Museo de la Plata exhibido junto a otros huesos de aborígenes, como dinosaurios. Cien o ciento veinte años después de aquel saqueo, un escritor de La Pampa llamado José Carlos Depetris comenzó a investigar la filiación de cada una de las personas de ancestros indígenas que sobrevivían en aquella provincia, revisando viejas libretas censales y registros civiles, actas sacramentales de nacimientos, bodas y defunciones en registros de parroquias y entrevistas a descendientes de las principales familias aborígenes, corroborando el origen en todos los casos de apellidos hispano-criollos, lo cual arrojó un impecable cuadro de sobrevivientes a la conquista que Depetris publicó como Gente de la Tierra. Los que sobrevivieron a la conquista con nombre y apellido (Ediciones De la travesía): Aranda, Baigorria, Barroso, Blanco, Cabral, Contreras y por supuesto Rosas, mezclados con los apellidos araucanos Canhué, Carripilón, Linconao, Llanquitrúz, entre otros del área ranquelina y también del área salinera, de donde emergieron los descendientes de Calfucurá, Bustos, Avendaño, Catrileo, Currufil, Epumer y la lista se alarga pero la hazaña queda, porque algunos descendientes dispersos de los linajes nativos pudieron entonces descubrir dónde se encontraban los restos de sus ancestros. Entre ellos, Mariano Rosas, el principal anfitrión de Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla, ya no un rostro entero como el de «esa cabeza toba»» que alucinó al militar-cronista en la guerra del Paraguay sino ahora solo un hueso, calavera o cráneo ranquel.

Corría, o tal vez tropezaba, el año 2001. Una gestión ante el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) y ante la directora del Museo de Ciencias Naturales de la Plata, Silvia Ametrano, logró que se restituyera ese cráneo a sus descendientes en solemne ceremonia a la que pude asistir por obra de la astucia o la suerte. Conté con mi suerte: estaba haciendo una investigación sobre mi improbable antepasado Manuel Baigorria, coronel unitario refugiado entre ranqueles, una historia que luego sería volcada como ficción en mi novela Correrías de un infiel, recientemente reeditada por Blatt & Ríos, y mi apellido me abrió algunas puertas, o eso creo.

Unas veintena de loncos (cabecillas), familiares y diversos militantes indígenas de distintas comunidades debían recibir el cráneo en una urna dentro de una sala cerrada a numerosos periodistas reunidos en el Museo para fotografiar y entrevistar a toda esa comitiva antes de que viajasen con la urna en el avión presidencial Tango 1 a La Pampa, además de poner el Tango 2 a disposición de un grupo de personalidades invitadas, entre las cuales –de nuevo- tuve la suerte o la habilidad de infiltrarme. Un llamado al INAI diciendo la verdad, que estaba haciendo una investigación sobre mi probable antepasado Baigorria me abrió las puertas del Museo y del avión.

Pero la ceremonia de entrega del cráneo estaba vedada al mundo huinca, solo podían entrar representantes indígenas. Así que ese día me hallaba merodeando por el hall del Museo entre un montón de cámaras y reporteros cuando apareció un joven de pelo negrísimo llamado Juan Namuncurá, músico dodecafónico ranquel que María Moreno había contactado para hacer su cobertura del acontecimiento, si mal no recuerdo, si mal no lo cuento. El descendiente indígena caminaba rápido hacia la sala donde se haría la entrega del cráneo y me acerqué diciéndole, hermano, peñi, vos sos Namuncurá, ¿no es cierto? Él me miró, semblanteó y preguntó: “¿sos indio?”. Yo solo respondí: soy Baigorria. Eso fue todo. Con un ademán me dijo que lo acompañara y así entramos juntos a la sala vedada al colono blanco.

En mi recuerdo esa sala no tenía ventanas, y la entrega ocurrió sobre una gran mesa ovalada. Veinte o más dirigentes indígenas, loncos, o sea, cabezas, esperando en silencio la urna que contenía la cabeza del lonco mayor Mariano Rosas. Se abrió una puerta y con un susurro la urna fue entregada y abierta para que cada uno pudiera tocar ese hueso, por turnos, pasando de mano en mano la caja de madera sobre la mesa. Todos la tocamos sin decir una palabra. En un silencio espeso, solo se oía la respiración y se contenía la emoción. Cuando llegó a mi lado, toqué ese hueso frío cuyo recuerdo aún se mantiene en la yema de mis dedos.

Ahora bien: pobre memoria. Al revés de los descendientes de ese cacique ranquel, mi relación con los objetos del pasado no es muy firme, no siento especial apego. A veces conservo cuadernos antiguos por fiaca, por no saber qué hacer con ellos pero a muchos los he tirado al cesto de basura: cosa de nómade o vagabundo o simplemente de persona que ya de familia le viene la liviana herencia del acarreo de bultos de un lado al otro, la mudanza de una ciudad o aldea a otra y por lo tanto sospecha que es mejor llevar solo aquello que pueda acarrear con sus propias fuerzas, con su propia espalda.

Y sin embargo, como se dice en un velorio, aquella vez acompañé el sentimiento. Y el acompañar me hizo cómplice. Y la complicidad se transformó en recuerdo imborrable. Con delicadeza, después de aquel reconocimiento de manos vivas sobre el cráneo, la urna fue cerrada y entregada al descendiente directo  Adolfo Rosas, quien la transportó cubierta por un poncho amarillo hacia el auto oficial que lo llevaría hasta el aeropuerto para tomar el avión presidencial Tango 1 con destino a la ciudad de La Pampa. A la mañana siguiente, viajé en el otro Tango hacia el mismo destino y luego, ya en la provincia, por ómnibus hasta Victorica, la ciudad fundada por Roca durante la campaña del desierto, para alojarme en un hotel junto a Maria Moreno y dos antropólogas de la UBA y seguir al siguiente día hasta Leubucó, un paraje distante veinte kilómetros o algo así, en un remise que pasaría a buscarnos a las 3 y media de la madrugada.

Ahora bien, si la memoria no traiciona o el relato no traiciona a la memoria, las tres chicas esa noche bebieron de más (o de menos, según se lo mire) y a las 3 am costó despertarlas a los golpes sobre la puerta de sus habitaciones. Tenían una resaca tremenda, y medio dormidas (todas, en realidad, porque yo también me había acostado tarde y quizá bebí de menos) salimos en malón con un remise madrugador en medio de la oscuridad hacia el campo. Otro recuerdo me asalta: el remisero atropelló una liebre en el camino y no le dio importancia porque el camino estaba lleno de liebres encandiladas por los focos del auto. Después nos dejó en las cercanías de aquel campamento de ¿cientos, miles? de indígenas que vinieron de los cuatro puntos cardinales a pasar la noche fría junto a fogones improvisados. Caminamos en el campo oscuro hacia las luz de las brasas, poniendo con cuidado un pie detrás de otro porque entre el sueño, la resaca y el hecho de que no llevábamos linternas, podíamos doblarnos un tobillo en cualquier pozo o madriguera.

¿Qué encontramos? Alrededor de los fogones, militantes indígenas charlando sobre política del siglo XIX. Grandes conocedores de historia, de cuándo, cómo y por qué tal o cual tribu participó de las batallas de Cepeda o Pavón, hablando y pasando la noche en vela con mate, gaseosas, sin alcohol. Fuimos bienvenidas a calentarnos los cuerpos con las llamas, como pollos de rotisería en laa noche fría de invierno. Si alguien preguntaba de dónde veníamos, además de la ciudad de origen me alcanzaba con decir mi apellido para que se me abrieran las puertas a la conversación, o al menos eso alucinaba: con pronunciar esas erres, parecía todo dicho. Los militantes indígenas hablaban, discutían sobre la política aborigen del coronel Baigorria, y del trágico final de sus ahijados Luis y Manuel Baigorrita. Íbamos de un fogón al otro. En cada uno escuchaba como en sueños detalles fascinantes de esos historiadores amateur… cuando de pronto una de las antropólogas –efecto del escaso dormir, del frío y la resaca- sufrió una hipotermia (esto lo sabría después) y cayó redonda al suelo, casi golpeando su cabeza demasiado cerca de las brasas de un fogón, aunque sin llegar a tocarlas. Sorpresa general, la conversación se detuvo. Corrí a su lado, me presenté – de nuevo,“soy Baigorria”,  pedí disculpas por el desmayo –como si yo estuviera a cargo, un equívoco patriarca aborigen- y pedí socorro: tratamos de reanimarla, estaba realmente desmayada, no sabíamos qué pasaba, alguien corrió hacia el puesto de primeros auxilios. Había una ambulancia cerca del campamento por disposición de autoridades provinciales pero el vehículo no podía  acercarse al fogón, era territorio sagrado, se había acordado que ningún cuatro ruedas penetrara hasta allí. Entonces apareció un guapo ranquel de pelo largo y vincha, una especie de hippie indio que en mi memoria se llamaba  Cayuqueo o Curruqueo, para levantar a la muchacha desmayada, y llevarla con sus fuertes brazos pampeanos los cien metros necesarios hasta alcanzar la ambulancia.

El asunto es que quedamos solo Moreno y yo en los alrededores de aquel día que ya empezaba a nacer. De nuevo, por portación de apellido pude ingresar a la fila de hombres y mujeres que en ronda harían las rogativas a Nguillatún, el dios araucano, el nombre de Dios en esa tierra, antes de sepultar a la calavera en su urna dentro de un monolito construido al efecto. El monolito tenía cuatro paredes ilustradas para las cuatro dinastías de la nación ranquel: Carripilún, los tigres, los patos y los zorros. Mariano Rosas pertenecía a esta última, como indica su nombre nativo: Paghitruz Gnerr, Zorro cazador de leones.

De repente, en la semipenumbra del amanecer, sonó un palo sobre el parche del kultrún, bombo nativo. Formamos filas en redondo. Seguro que había más de cien en círculo. Una joven de poncho, jeans y zapatillas Nike pasó con un recipiente de plástico en el que había yerba mate seca y azúcar para que cada cual tomara un puñado. Todos los elementos eran huincas, ahí no crece la yerba, el azúcar, el jean ni el plástico. Pero no importaba nada, todo era apropiado. Cuando empezaron las rogativas en mapudungun con acento ranquel todos arrojamos pequeñas nubes de esa yerba para mate y azúcar al aire y a la tierra para que vuelvan al Gran Polvo cósmico del suelo sobre el que vivimos.

Parte de esto fue contado por María aquel mismo año en su crónica del suplemento Radar, Página 12, «Siempre es difícil volver a casa» (título luego repetido hasta el hartazgo para otras notas del mismo diario). Y parte informó o prefiguró algunas escenas de mis Correrías de un infiel. Por ejemplo: una bandada de loros sobre fondo de nubes rosadas, el sol que sale como representante de un dios más grande. Gracias a ese emisario existimos, pero me preguntaba: ¿gracias a quién existirá ese dios más grande? No sé si fue el frio, los golpes de tambor, los gritos a todo pulmón, pero entre lágrimas se me hizo milagro que existiera todo esto: la pampa, la yerba, el plástico, las miradas de los indios, el sol, las nubes, el frío y los loros. Después de todo, podría no existir. De hecho, ya no existe. Pasaron los años. Quedó sólo una memoria borroneada por el paso del tiempo en el cráneo, transformado en hueso cada vez que lo cuento, es decir, que lo hago relato, borrador, boceto, imagen impresa en otro plano.

Ahora, en medio de un bosque crecido en la sala, entre otros cuadros de plantas mágicas y chamanas virtuales, la cabeza de aquel cacique es sostenida en la urna que pasa de mano en mano en una muestra que, «para mí» es la mejor que he visto en la galería PM a la fecha. Claro que no he visto todas….