Presentaciones

Hace cinco años, Correrías de un infiel se presentaba en sociedad (primero en el Centro Cultural de la Cooperación y pocos meses más tarde en la Facultad de Ciencias Sociales) de la mano de María Moreno, Germán García, María Pía López, Christian Ferrer y Ana Longoni. La extrema alabanza de Germán («desde  Ferdydurke que no me reía tanto con un libro»), la apasionada amabilidad de Pia («es un libro extraordinario»), el agudo análisis de Ana

María Moreno et moi

(«hay una teoría del texto en el propio texto que abunda en el límite borroso entre realidad y ficción… un efecto de incomodidad por la superposición incorrectísima entre el narrador y el autor, entre la ficción y la biografía constatable o verosímil») y la generosidad de Christian («Las correrías de este infiel han sido intensas o decepcionantes, pedagógicas o salvajes, cortas o largas, cristianas o budistas,

¿Susi o Beatriz?

pero al final, después de tanto ver mundo, y en medio de las pampas, a Baigorria le salió el indio de adentro») me llaman a iniciar esta página con la reproducción de esos discursos tan actuales, amables y precisos:

 

20 de mayo de 2005 en el Centro Cultural de la Cooperación, Corrientes 1543, CABA

María Pía López (publicado en la revista El interpretador, nro. 20, noviembre de 2005)

Yo pensaba proponer algunas notas sobre un libro extraordinario. Mientras hablaba María, pensaba algo que yo no había advertido, que es el desplazamiento del título de la colección, “Aquí me pongo a cantar”, al tema de lo ranquel o de lo indio. Porque en el libro se dice hay que pasar de la gauchesca al mundo tribal, al mundo del indio. Y me parece interesante pensar qué significa este pasaje, que significa la idea de pasaje en el libro, y fundamentalmente pensarlo asociado a temas que son los temas de los libros de Osvaldo: los temas del nomadismo y de la conversión. Creo que en “Llévatela amigo por el bien de los tres”, en “En pampa y la vía”y en “Correrías…” lo central es el tema del nomadismo: qué tipo de alusiones despierta esta tradición y con qué ecos, con qué inflexiones aparece en la obra de Osvaldo. Hay un texto muy antiguo en Argentina, un artículo de Carlos Astrada que se llama “Sonambulismo vital”. Allí Astrada imagina, escribe que si hay un pueblo libre en la historia del mundo, es el pueblo gitano. Dice esto porque se trata de un grupo que erra sin localizarse, sin adquirir costumbres fijas ni tener un territorio, y que entonces esa expresión de sí mismo es la expresión de la libertad humana, del reencuentro con lo universal, con lo cósmico, con una unión con la naturaleza que los civilizados habrían perdido.

Esta idea es pensar al nomadismo como una opción vital y como una ética política. Me pareció que de este modo se podía entender el ensayo de Osvaldo “En pampa y la vía”, que se proponía precisamente el pensar una opción política alrededor del nomadismo. Y una opción política en el más fuerte sentido de la palabra, que es como opción ética vital. En “Correrías…” está esa cuestión, asociada también a algo que me parece excepcionalmente tematizado, que es la experiencia amorosa. En “Correrías…” el nomadismo y la conversión están ya no sólo pensadas como opciones acerca de una política, de un modo de habitar simbólicamente la tierra, sino fundamentalmente como adhesión o vivencia de la experiencia amorosa. Entonces me interesaba pensar este libro en esa dimensión: qué significa aquí el nomadismo y como está pensada la conversión.

“Correrías de un infiel” es un título lleno de dobleces. Correrías en el sentido de atravesar, de correr, pero también en el sentido de la travesura, del tener aventuras. Se puede leer “infiel” en el sentido de la infidelidad, en términos de la relación de parejas, y también “infiel”en el sentido de no-cristiano, no perteneciente a la religión impuesta después de la Conquista. A esos dobleces yo no los pensaría como juegos de palabras, sino que propondría que ese modo de tratar las palabras en el título nos está insinuando algo. Pensaría el doblez aludido en el título, entonces, como una mutación interna, una torsión de toda experiencia y de toda identidad. Me parece que las “correrías”no son el descubrimiento de una negación en el sentido dialéctico, de una negación interna a una identidad, una negación que nos abriría el pasaje a otra (identidad). Me parece que es algo mucho más afirmativo, que es mostrar la torsión, mostrar la mutación, y no la negación. Digo esto porque si la idea de conversión que habita las “Correrías…” fuera la idea de una negación, de un no-ser que habitara en ellas, el tono tendría que ser melancólico; un tono en el que se marque la privación. Y en este libro, si la escritura tiene una peculiaridad, es que hay alegría: es un libro que está recorrido por algo que, yo diría, es una jocosa alegría. En este sentido me parece que es interesante pensar la conversión no como algo que niega otra cosa, sino como algo que afirma esa coexistencia o esa explosión de una identidad.

Digo que no hay melancolía pensando en cómo me habían impresionado los libros anteriores de Osvaldo. “Llevátela…” es un libro que trasuntaba una fuertísima melancolía. Desde mi experiencia de lectora fue una experiencia dura la que tuve con ese libro, un libro en el que no cesa la angustia del lector a lo largo de las páginas. Y era también un libro sobre nomadismo; un nomadismo mucho más evidente: por tierras, por cuerpos, por naciones. Un nomadismo puesto bajo la persistencia de una alianza inicial que no debía cortarse para que ese nomadismo fuera posible. Pero en cuanto aparecía una crisis en esa pareja inicial, la conversión no se aceptaba y derivaba en fuga. Aparecía en esa novela anterior de Osvaldo la idea de que la conversión significaba opción, significaba negación y por lo tanto habría esa situación melancólica de la privación. En “Correrías…” aparece esa otra idea que abre la escritura como escritura alegre, que es una torsión, donde se asume una torsión del camino, pero esa torsión es puramente afirmativa del mismo camino recorrido hasta el momento. Es decir que no hay negación en ese desvío y en esa torsión respecto de todos los tránsitos nómades realizados hasta el momento.

El dilema del libro está cantado desde la primer página. El “Aquí me pongo a cantar” de la colección está cantado desde la primer página en el tema del “soy”. La primera frase del libro de Osvaldo es “Soy…”. Hay que empezar un libro diciendo “Soy”… ¿Soy qué? ¿Qué soy? Toda la primer página narra que el dilema es una travesía al origen y que esa travesía puede llevar a puntos sin retorno, como son las conversiones (qué es una conversión si no es llegar a un punto sin retorno) y qué significa atravesar cambios de toda índole, cambios a los que no siempre se puede elegir o que nunca se puede elegir.

Esta travesía al origen y esta pregunta por el “Soy” se empieza a resolver con la búsqueda de un antepasado. Un antepasado activo que está ahí para definir a quién se hereda. Elegir un antepasado es elegir a alguien a quien heredar y a quien continuar, en cierta forma. Y el narrador elige a ese Baigorria, a ese nombre con erres que encuentra en el pasado, y que efectivamente -como decía María (Moreno)- es alguien que se convierte varias veces. Es un hombre de fronteras que –se ríe Osvaldo cuando narra alguna fuga disfrazado de mujer- también tenía el deseo de ser otra. Tanto le gustaba la conversión, tan hombre de fronteras era que no parecía narrar con disgusto cuando tenía que probarse ropa femenina. Pero aquel Baigorria -el coronel, el hombre de fronteras- es alguien que no lleva su conversión al final. No sólo retorna de su vida en la otra tierra sino que no lleva su conversión al final porque no la asume en su escritura. Cuando el narrador señala qué pasa con la escritura del otro Baigorria, dice: “Sus memorias tienen el tono de la disculpa…” Sus memorias piden perdón por haber sido hombre de fronteras, hombre del malón, por haber sido jefe de indios, y por lo tanto no asume en las palabras aquello que fue. Y lo que hace esta novela es, me parece, decidir qué heredar y qué no heredar de Baigorria. Y decide no heredar el tono de disculpa. Es decir: lo que se evita aquí es un pedido de disculpa acerca de todas las experiencias vitales atravesadas por el narrador. Sean de la índole que fueran: desde la contracultura, y desde la vida sexual de las contraculturas hasta la experiencia de tomar la hostia en un convento. Eso me parece que es una decisión respecto de la herencia, respecto de qué significa heredar y qué significa elegir un antepasado.

En ese sentido yo pensaría las “Correrías…” como unas memorias asumidas, unas memorias sin disculpas. Por eso marcaba antes que creía que habría que pensarlas en la clave de una cierta alegría. Buscar un antepasado y decidir atravesar los caminos: esas serían las correrías. Decidir el nomadismo y errar. Errar es cometer errores y errar en el sentido de “ir en busca de”. En busca de un destino o de escapar de un destino, eso lo sabemos desde la tragedia. La errancia también es buscar de qué modo evitar el destino. En el caso del nomadismo que se narra aquí me parece que esto tiene el sentido de provocar el accidente,es decir, provocar el encuentro fortuito, el encuentro con el azar. A eso se lo llama buscar la identidad. Es un modo extraño de buscar la identidad, ya que no sería buscarla en el sentido de encontrar datos que reafirmen sino forzar el accidente que nos va a obligar a descubrirnos. Es decir, no una idea ingenua de “buscarse a sí mismo” sino precisamente buscar ese momento accidental que –se usa una frase bien interesante en el libro- “nos exija vivir algo único”. Buscar la identidad es buscar el accidente, ese hecho fortuito, que nos obligue a una experiencia absolutamente única, sea la experiencia del amor, la experiencia de una religión, la experiencia de una cultura, la experiencia de una política.

La identidad es variable, se dice. El nómade debe pensar eso; si no, ¿para qué correr, para qué andar por el mundo buscando ese accidente si no se supone que la identidad es variable?. Pero se agrega: “pero no puedo ponerme y sacarme máscaras a voluntad. ¿De quién será entonces esa voluntad que pone y saca las máscaras?” ¿De quién será la voluntad? Esa es la pregunta fundamental. Si no soy yo, ¿quién es? Si no soy yo, ¿qué es lo que decide en cada momento esa transformación de una identidad, en cada momento esa conversión? Esa pregunta (“si no soy yo, ¿quién es?” y también “¿de quién es la voluntad que se pone y saca las máscaras?”) me parece que es –y espero no exagerar con esto- la pregunta que organiza la escritura misma del libro. Es decir, ya no el “tema” del libro sino el modo en que este libro está puesto, escrito, trabajado materialmente con las palabras.

Yo pensaría a esta escritura -entre los muchos modos posibles de pensarla- como una articulación, una relación, una suerte de vínculo entre un juego de máscaras y la asunción de una voluntad. Y digo juego de máscaras porque me parece que eso que es muy llamativo en el libro, que es el modo de tratar las fantasías sexuales, ese modo de narrar -con un lenguaje crudo, yo diría- las escenas eróticas opera por momento como máscara. Las escenas eróticas son casi como alivios frente a la densidad de la experiencia amorosa. Eso que puede aparecer en primer plano como nivel escandaloso del libro aparece permitiendo al lector entrar en algo que es prácticamente inenarrable: ese carácter único de una experiencia amorosa.

Y en ese sentido me parece que las máscaras están puestas también en el relato mismo que hace Osvaldo. De hecho, hay una preocupación persistente en el libro por los alias, por los seudónimos. El alias es algo que revela y encubre, y aquí los seudónimos están tratados casi diría con un estructuralismo“picaresco”. Althusser se horrorizaba cuando pensaba porqué le habían llamado Louis, pero aquí todos los alias son revelación de una correría (Gavilán, Dos Caminos) o de una condición desdorosa, pero son tratados al modo en que los usamos en Argentina y revelan una suerte de identidad que no estaría en el nombre oficial sino en los nombres que las relaciones con otros nos van colocando.

Además del juego de máscaras está el otro tema, la pregunta acerca de qué es lo que se asume cuando se asume la voluntad y de quién es la voluntad que se pone y se saca las máscaras. En el libro la respuesta es muy clara: es el deseo. En el libro quien escribe y juega con las máscaras no es otra cosa que un yo tratando de reconocerse en el deseo, de reconocer su deseo. Pero el deseo no se mira cara a cara nunca, por lo tanto no se escribe directamente nunca. Y esto sólo se podría decir con este juego de escenas: por ejemplo, la escena del harén como escena en donde se puede tratar medianamente el deseo. El lugar, la idea de Tierra Adentro como tierra de la utopía. Hay citas literarias, lo que señalaba María: la protagonista por supuesto debe llamarse Beatriz, no puede tener otro nombre para poner en escena de qué se trata esa experiencia del deseo y esa experiencia amorosa.

La asunción de esa voluntad o deseo me parece que organiza este género tan extraño que es este escrito. Es un escrito que por momentos parece una narración de memorias, en otros una novela y está totalmente jugado a la ficción -claramente propone un pacto en el terreno de la ficción- y por momentos es prácticamente un libro de crítica literaria: las páginas sobre Saccomano son páginas de discusión de alguien que está reseñando, comentando y discutiendo un libro. Ese juego –la combinación, el collage- entre géneros distintos creo que es equivalente a esas máscaras que se ponen y se sacan. Esos pasajes de la crítica a la ficción y de la ficción a elementos que podrían reconocerse como autobiográficos son las máscaras que un escritor puede ponerse para asumir una voluntad escrituraria. Es decir, para asumir, ahora sí en otro terreno, el deseo que significa la propia escritura.

Este libro enlaza géneros, enlaza modos de narrar y pactos distintos con el lector en cada momento. Y enlaza también algo que está jugado en temporalidades distintas: en el presente en el convento, en el pasado del nomadismo en la contracultura, y en ese pasado histórico que se intenta reconstruir alrededor de la vida del otro Baigorria. Ese pasado histórico que es el pasado de lo indio y de lo cristiano. Y esa presencia de lo indio y lo cristiano, tan explícita al principio del libro (cuando se denuncia la “mentira del carapálida”, la “fantasía del huinca”, cuando hay una clara diferenciación y el narrador puede decir “yo soy ranquel”) al final todo eso también aparece estallado en sí mismo. Al final del libro, ser indio o ser cristiano no son negaciones excluyentes. En ese sentido creo que aparece otra idea de la conversión.

¿Cómo entender esto de que ser indio o ser cristiano, ser huinca o ser perseguido por los huincas dejan de ser negaciones excluyentes? En el libro por momentos se da una hipótesis que diría que habla mal del libro. Es cuando el narrador dice, bueno, soy un ex y un ex es alguien que sabe que no hay ninguna certeza que se mantenga mucho tiempo, ni ninguna identidad es persistente y por lo tanto el ex es una amenaza contra todos los que todavía sostienen una fuerte pertenencia a un mundo determinado. Sería una explicación, pero es una explicación que me parece que colocaría al libro en una suerte de época de relativismo, un momento en el que todos podemos ser más o menos tolerantes porque ya sabemos que ninguna identidad puede llevar a la muerte del otro, porque todas son efímeras, etc. El libro dice “quién quiere ser puro?”. ¿Quién puede querer ser puro, hoy?. Yo digo que esa hipótesis habla menos de la fuerza del libro que la fuerza que tiene el modo en que deja de aparecer el problema de la negación.

Yo pensaría de otro modo el porqué lo indio y lo cristiano dejan de ser negaciones excluyentes. Dejan de ser negaciones excluyentes cuando la conversión es pensada, escrita, narrada como la aceptación de un tembladeral. Pero un tembladeral que no es producido por la caída de identidades fuertes, poderosas y persistentes, sino el tembladeral que significa vivir una experiencia única. Si la experiencia es tal, se suspenden los códigos. Y si se suspenden los códigos, mientras se vive la experiencia ya uno no puede decir “soy” (“cristiano” o “indio” o “monogámico” o “contracultural”). Se vive una experiencia con las formas propias y singulares de esa experiencia.

Me parece que es en función de eso que uno puede leer una novela de alguien que está sentado escribiendo y que escribe una frase como“todavía estoy de viaje”, o sea, imaginado otra idea del nomadismo. Yo había empezado con la idea de Astrada sobre los gitanos, un pueblo que no para nunca, que no se puede detener en ninguna ciudad, y me acordaba de la frase de otro filósofo más conocido que Astrada, que decía que “el nómade no es necesariamente alguien que se mueve”. Hay viajes inmóviles, viajes en intensidad, y hasta históricamente los nómades no se mueven como el migrante sino que son al revés, los que no se mueven, lo que se nomadizan para quedarse en el mismo sitio y escapar de los códigos. Me parece que esta idea de nomadismo es lo que a más me interesaba de “Correrías…” Bueno, eso se me había ocurrido. Nada más.

Germán García:

Con Osvaldo nos conocíamos pero no nos reconocíamos. Pero debo decir que se convirtió en una especie de hermano. Empecé a reconocer en sus libros una cantidad de referencias y una cantidad de cosas en común. De hecho, yo soy de Junín -provincia de Buenos Aires-, y un capítulo del libro cerca de ahí, por Chacabuco. Además hace mucho tiempo metí un disparate sobre Baigorrita, un personaje que siempre me interesó. Y planteé otro disparate sobre la poligamia a partir de la historia del guerrero y la cautiva, de Borges (que también ocurre cerca de Junín). Imaginé un adolescente que lee la palabra “poligamia” y empieza a desear ser polígamo. Yo quería hacer el chiste de convertir a Borges en un instructor de ideas sexuales anormales. Y efectivamente Borges tenía esas cosas. (cita): “Después de un silencio le hablé de la historia del guerrero y la cautiva. En el año 72 el abuelo de Borges era jefe de la frontera norte y oeste de Buenos Aires, y del sur de Santa Fé. La comandancia estaba en Junín, y a pocas leguas había una cadena de fortines. La abuela de Borges, que era inglesa, vio entre los indios a otra inglesa.Quizá las dos mujeres en ese instante se sintieron hermanas”, dice Borges. La inglesa, que hacía quince años que no hablaba el inglés, era esposa de un capitanejo a quien ya había dado dos hijos. Cada año la india rubia solía llegar a la pulpería de Junín para procurarse baratijas y vicios. Y cuenta Borges que una vez, al encontrar un gaucho degollando una oveja se tiró al suelo a beber la sangre caliente. “A esa barbarie se había rebajado una inglesa”, dice Borges.

Dice el libro: “a ella no parecía importarle mucho esta historia, por eso seguí relatando como Borges había imaginado la vida de esa inglesa entre los toldos, en festines de carnes chamuscadas y de vísceras crudas…”

La referencia a la poligamia me parece que alude a cosas citadas por la abuela, apenas nombradas por la timidez del nieto. Pero lo interesante de esta cuestión es que en Ramos Mejía está lo mismo: si hay que imaginar un lugar del goce, el lugar del goce eran los indios. Ramos Mejía, en un libro un poco demencial (“Las multitudes argentinas”), habla de los indígenas como tipos de una potencia sexual monstruosa que hacían unas cosas increíbles. Pero después Ramos Mejía entra en una cierta contradicción, porque dice que por un lado hay que superar a estos tipos, pero por otro lado el hombre de ciudad que se ha debilitado y ya casi no coge tiene comodidades de otros tipos.

Además quiero decir que desde “Ferdidurque” no me reí tanto con un libro. Realmente admiro el humor que tiene, su capacidad humorística. Sin embargo parece que Baigorria no se considera demasiado humorista, porque cuando le dije lo que me había reído no le pareció muy elogioso. Pero para mí, que viví toda mi vida queriendo ser un escritor cómico y hacer cosas como las de Rabelais, yo creí que era un elogio. Él me respondió “cuidado, que no todo es un chiste aquí, hay cosas que van en serio”. Yo me tomé en serio que hay cosas que son serias, pero yo quiero también decir algo acerca de qué es para  mí lo que tiene de humor este libro. Un humor que además es muy interesante plantear en este momento político. (Aquí hace una cita a la novela, la parte de  “un libertario, unitario, libertino”.) Me parece que este pasaje es una muy buena manera de tratar la política en este momento.

Otra cosa que me gustaba de Baigorria era que su nombre indio nos hace recordar a Lautremont. Se llamaba Lautramán. Y al final hay un personaje acá que no sé si ustedes conocen, María Sabina, la sabia de los hongos. Cuando digo que encontré en Osvaldo a un hermano pienso que es un suceso algo extraño, porque yo soy un hombre clásico y él un hombre posmo. Pero en su libro encontré toda la cultura que yo había leído: Kerouac, María Sabina, el LSD, la búsqueda del budismo y del satori. Durante un tiempo yo pensaba “si uno a través de un poco de LSD y meditación logra llegar a la sabiduría ser ahorra unas cuantas bibliotecas”. Pero viendo el efecto que tuvo en muchos amigos este método, llegué a la conclusión de que no era el más seguro y empecé a leer Bukowsky.

Otro aspecto que me parece novedoso es el manejo de los espacios que tiene esta historia. Se trata de una historia que tiene cosas muy desopilantes, que nunca habían sido articuladas en este espacio cultural (La Pampa, etc.) Lo cómico en el libro se produce cuando pongo en contacto una cultura que es inconmensurable con lo mío, y entonces la propia cultura se relativiza. El libro tiene eso: introduce un espacio inconmensurable, poligámico, cuyas reglas sexuales son otras, con lo cual se logra hacer la catarsis de la propia deliberación. Yo entiendo esa especie de conversión como el alivio que provoca la deliberación con la propia cultura cuando uno la mide con una cultura que no es mensurable con la propia. Como cuando uno dice “bueno, después de todo lo que yo hago, considerando lo que hacen aquellos…”

Recién vos (a María Pía López) hablabas de las máscaras. Y yo me acordaba de cuando los norteamericanos inventaron la personalidad múltiple, que suscitó un problema jurídico. Porque ¿a quién se metía en cana? Hasta que uno se avivó y dijo “bueno, si hay una personalidad múltiple, tiene que haber uno que conduzca a los otros, porque sino tendríamos múltiples personas, no múltiples personalidades”. Yo creo que acá hay un narrador que busca ese inconmensurable, apropiándose de un elemento azaroso -como ocurre tantas veces en la literatura-, que es el apellido Baigorria.En ese espacio ajeno en el que se ingresa a partir del rastreo del apellido hay una transformación de la relación que se tiene con la propia cultura. (Cita de la novela) «Dicen que el 50 aniversario de la Revolución de Mayo lo festejó con una orgía patriótica. Participaron centenares: los hombres vestidos sólo con ponchos celeste y blanco, las mujeres apenas con unas vinchitas de colores mapuche rojo, verde y azul. Dado que su esposa principal se había ido de vacaciones a Chile con uno de sus amantes, el jefe -que tenía ya tantos años como la patria- tiró la chancleta: se encerró en un toldo con veinticuatro mujeres desnudas durante tres días y tres noches. Y como el revoltijo era absoluto, y tanta gente no cabía entre esas paredes de cuero, parece que aquellas que quedaban con las piernas hasta medio cuerpo fuera recibían un polvo rápido de los que caían por ahí en medio del baile».

¡Es como una cosa de Asterix pasado a otro espacio cultural¡ (Vuelve a citar). “El semen derramado nunca será olvidado. Según la leyenda, durante semanas danzaron, bebieron y fornicaron, resbalando en un charco de orín, esperma y chicha, negras cuarteleras con señoritos de la alta sociedad, indias embarazadas con soldados del fortín, caciques de la pampa con niñas de estancieros. En la fiesta había tantas mujeres, dicen las versiones más osadas, que hubo que sacar de la cárcel a cuarenta presos de refuerzo para que cada uno tuviera su parte. En fin, ¡se dijeron tantas cosas!”

Es un libro que me gusta mucho, la verdad. No teorizo sobre los libros al menos hasta que ha pasado cierto tiempo. Así que teóricamente no puedo decir mucho, pero realmente te lo agradezco.

Presentación de la novela en setiembre de 2005 en el Auditorio de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA)

Ana Longoni:

Efecto de incomodidad (acerca de Correrías de un infiel, Catálogos, 2005)

Recibí el libro mediante un impersonal servicio de mensajería en moto, luego de un par de llamadas por teléfono. Osvaldo Baigorria y yo no nos conocíamos, o creíamos no conocernos. Más tarde recordamos una cena compartida  hace tiempo con otros amigos a la salida de una inauguración en Recoleta. Nada más. Me sumergí en la lectura de Correrías de un infiel de inmediato, una lectura que pronto se demostró gozosa. Había avidez en ese gozo: vamos por más. Cuando se terminó el libro, el gozo cedió lugar a cierta inquietud. “He aquí el rumor que más me perturba”, reza la novela. En mi caso, la perturbación tenía forma de pregunta: ¿Qué hace una con esto? Más explícitamente: ¿qué hace una lectora mujer con esta escritura masculina? ¿Qué se espera que diga una mujer ante semejante despliegue masculino?

Porque –digámoslo- este es un libro de hombres. No es que hable de hombres, habla de hombres y de mujeres, es más: habla mucho de muchas mujeres. Ni siquiera es una cuestión de códigos: es un libro amable en su intención de entender a ese otro-mujer, a la otra. Digo que es “de hombres” por otra cosa. Es el discurso de un hombre que se exhibe como sujeto (sexual, entre otras cosas) frente a otro sujeto (una mujer), que a veces lo desconcierta y ante el que está ciertamente prevenido. Cuando el relato (que es el relato de una conversión amorosa) se permite introducir la posibilidad del amor, mengua su desenfreno erótico y arrecia su dimensión reflexiva. Lo que desaparece o se desplaza del texto es el motor del deseo (sexual) y también el humor.

El mismo día que terminé la lectura y empecé estos apuntes, se presentaba un número de la revista Ramona. Un par de discursos delirantes, la subasta de una obra de Kosice que ganó una artista tucumana ausente, varias botellas de buen vino, un DJ con música tecno y a bailar. Una ronda de chicas que me incluía y en medio de ellas un único hombre, refulgente en medio de ese improvisado y efímero harem. Danzarín elástico. Era Baigorria. Nos presentaron en medio del baile.

Esa noche, más tarde, un alegre y magro banquete para homenajear a un Gastón cumpleañero nos encontró a un metro de distancia. Vaciamos otra botella.

Terminada la velada, el taxi iba para el mismo lado. Le dije que tenía algo que preguntarle. No me invitó a subir. Y no fue descortesía sino todo lo contrario.

Pero cuando llegué a casa veinte minutos más tarde había dejado grabado un mensaje y cinco minutos más tarde insistió en el llamado. Era él que preguntaba: por mi lectura de su libro. El mareo no era tanto como para impedir que formulara un par de ideas, que la superposición entre el autor y el narrador, la identidad, la conversión… bla bla. Pero no, no era de eso que quería hablarle. Quería preguntarle por el sexo tántrico. Lo demás, digamos, los numerosísimos pasajes eróticos de la novela resultaban más reconocibles, imaginables, siquiera concebibles como fantasía extrema. Pero de aquello otro lo ignoraba todo. Y sonaba muy bien.

No volvimos a hablar hasta la mañana del día de la presentación. Llovía. Yo estaba resfriada, y muy sensible a los altibajos propios y ajenos. Me interrogó acerca de mi sangre india (que no es un octavo como la suya sino apenas una parte sobre 16, y no es ranquel sino del litoral, un curandero del mal de rabia a orillas del Paraná; quizá guaraní, o yaro, o guaycurú, quién sabe). Inquirió acerca de mis creencias religiosas: inconfesables. Preguntó, al final, si seguía interesada en saber de aquello. ¿Una transacción? Me sentí corrompible.

Empecemos de nuevo. Todo lo que el lector leyó hasta aquí es una broma y su incierta relación con la realidad es pura coincidencia. Pero de esto, esa incomodidad cómica ante la confesión inconveniente que espero haber provocado con esta “broma” tan inadecuada para el género presentación-de-libro, de eso justamente creo que trata el libro de Baigorria. O el efecto de lectura que intento abordar con este ejemplo in situ, esta puesta en escena un poco arriesgada: la duda que genera la exposición del borde impreciso entre lo verosímil y la ficción, la invención de un personaje mezclada con la confesión íntima autobiográfica.

Espero –con este juego de escritura sobre escritura- haber causado al menos cierta curiosidad sobre aquello que está aquí en cuestión: un texto.

Eso que llamo “efecto de incomodidad” en Correrías de un infiel se provoca, antes que por las escenas eróticas o las referencias sexuales que abundan en los  primeros capítulos, por la superposición incorrectísima entre el narrador y el autor, entre la ficción y la biografía constatable o verosímil. El punto es que el pacto habitual de lectura que propone una novela aquí se desdibuja: ¿dónde termina la confesión autobiográfica y empieza la ficción? Quizá la gracia del asunto radique en esa imprecisión, que el texto alienta continuamente.

Como en muchas otras novelas, hay una teoría del texto en el propio texto que abunda en este límite borroso entre verdad y ficción. Cuando se declara “temerario tanto en la mentira como en la verdad”, o dice que “sabe que el nombre que puede ser nombrado nunca será el nombre verdadero”, o que “ningún relato podrá hacer justicia al auténtico sujeto de los hechos. No hay sujeto: hay más restos de leyenda que certezas”. También: “nada era del todo cierto ni del todo falso”. O cuando relata que:

“Mi viejo amasaba opiniones lapidarias sobre el encuentro entre realidad y ficción.

-Tenés que inventar, de otra manera no te creen.

Como pasé mucho tiempo en rebelión contra sus ideas, me costó reconocer el valor de ese imperativo. Así que tengo mis límites: sé que lo que voy a contar no lo creerá nadie. Pero lo contaré igual porque me siento protegido bajo el paraguas de certidumbre aparente que abren los sueños”.

Hay por lo menos tres Baigorria cruciales en el libro: el autor, el narrador (se trata de un relato en primera persona) y el personaje histórico, militar unitario aparentemente mestizo refugiado entre los ranqueles durante más de veinte años, enemigo de Rosas.

Baigorria-narrador viaja con Beatriz a un monasterio en medio de la pampa en el sur de la provincia de Buenos Aires, para investigar un hipotético vínculo genealógico con el personaje histórico. Va en busca de un “antecesor de leyenda”. Un monje, especializado en el Baigorria del siglo XIX, le facilita –dentro de un cajón de fruta- todos los papeles que recopiló, inclusive las memorias. Así, el narrador trabaja con la escritura del otro Baigorria, aunque en realidad no es su propia escritura, sino la trascripción censurada del dictado que hizo en sus últimos años a alguien (¿un hijo? ¿otro Baigorria?). Las memorias –y esto es otra extrañeza en las convenciones de los géneros, esta vez el autobiográfico- están escritas en tercera persona: “Para colmo el texto está en tercera persona y el apellido del protagonista aparece como sujeto en la mayoría de las oraciones. Se puede leer ‘Baigorria’ hasta veinte veces en una sola página”.

El monje sospecha, además, que esas no son las verdaderas memorias, que han sido capturadas por alguien que espera venderlas. Son sólo una versión recortada, censurada por un editor.

Los tres Baigorria, entonces, escriben –de una manera alternada y alterada, no convencional- sus memorias. Y la novela las superpone y entrecruza, buscando toparse con un hallazgo que permita configurar la identidad del ¿narrador? en esta raíz. Quién era aquel hombre del siglo XIX es claramente una pregunta por el quién soy, una de las cuestiones que articulan el libro. Afirma: “Hablo de mí, no lo oculto”, “me pregunta de dónde vengo. Le digo mi apellido; de allí soy”, “todos somos hijos de algún secuestro, algún rapto, alguna violación. Nadie conoce en serio a su mamá, a su papá”.

Hacia el final, Beatriz (la novia del protagonista) le señala: “Vos ya medio te pareces a ese milico puntano”. Y el narrador se contesta a sí mismo, un poco más abajo: “Sí, es cierto; yo también soy desertor, infiel, polígamo” .

Hasta allí, la identificación entre el narrador y su fantaseado antepasado puede resultar más o menos plausible. Pero el estatuto ambiguo de Baigorria como nombre del narrador y apellido del autor complica un poco más las cosas. Y esa identidad se refuerza adrede –aún para los que ignoramos todo de la vida privada del autor- con, por ejemplo, la referencia a su trabajo profesional  (una entrevista periodística a la escritora Tununa Mercado). Lo que digo es que el texto siembra adrede la ambigüedad entre autor y narrador. Es sobre todo en la posdata que esa imprecisión se refuerza: allí incluye biografías someras de los personajes históricos tratados en la novela, el coronel Manuel Baigorra y de Baigorrita, el cacique ranquel ahijado del primero. Y luego describe el proceso de construcción de la escritura a partir de lo aportado por “varios interlocutores”: hermanos mapuche y rankülche, especialistas en historia argentina, feministas anárquicas y finalmente monjes y sacerdotes católicos.

María Pía López, en su aguda intervención en la primera presentación del libro,  sostiene que “lo que hace esta novela es, me parece, decidir qué heredar y qué no heredar de Baigorria. Y decide no heredar el tono de disculpa. Es decir: lo que se evita aquí es un pedido de disculpa acerca de todas las experiencias vitales atravesadas por el narrador. Sean de la índole que fueran: desde la contracultura, y desde la vida sexual de las contraculturas hasta la experiencia de tomar la hostia en un convento”.

Eso que puede ser cierto en otras zonas del libro, aquí, en esta frontera final, no lo es, porque en la posdata hay pedido explícito de disculpas cuando agradece “a los monjes y sacerdotes católicos que me dieron la hospitalidad y contención necesarias” y agrega un “sincero pedido de perdón por expresiones que hayan ofendido o causado dolor o algún tipo de daño”. Los monjes ficcionales no se ofenden. Por suerte, los monjes reales tienen que saber perdonar.

Christian Ferrer:

El deseo y el viaje son las vigas maestras de Correrías de un infiel. Su protagonista parte hacia la antigua tierra ranquel en busca de una probable línea genealógica indígena en su familia, y en el transcurrir del viaje van filtrándose los recuerdos de otros anteriores: migraciones, aventuras, regresos, peripecias en soledad o a dúo. Y además, la aventura sexual. En todos ellos, el protagonista, cruza de pícaro porteño y de hombre meditativo, nunca ha dejado de ser “desertor, infiel y pagano”. El periplo lleva al último Baigorria del barrio de Mataderos hasta una comuna canadiense, y de allí a rastrear la historia de coronel indio Manuel Baigorria, su antecesor. En el camino, la novela va transformándose en un tratado de sexo pampeano hasta concluir en una conversión amorosa. No son demasiadas las novelas argentinas que meditan el deseo, aún cuando en muchas abunden sexualidades sórdidas, complicadas, infantiles, frustrantes, y otras propias de sementales. Pero el eros de la novela de Osvaldo Baigorria es polígamo, y nos plantea problemas del deseo distintos a los que se corresponden con las subjetividades torturadas por la impotencia o el matrimonio clásico. Correrías de un infiel recrea una gauchesca erótica que tanto flirtea con la suerte placentera de las cautivas de los tiempos en que en este país existía el “problema del indio” como con una voluntad de paganismo sexual coherente con el delta genealógico que culminó en el propio autor. Las incesantes preguntas que éste mismo se hace son ecos disonantes o apagados de la revolución sexual del último medio siglo. Otras tantas nos conducen hacia los momentos en que somos también transformados en cautivos. Las correrías de este infiel han sido intensas o decepcionantes, pedagógicas o salvajes, cortas o largas, cristianas o budistas, pero al final, después de tanto ver mundo, y en medio de las pampas, a Baigorria le salió el indio de adentro.