La revista Mancilla número 5 trae de epílogo, como es habitual, un texto sobre Lucio V. Mansilla; esta vez, de Horacio González, «Sobre una ocupación mansillesca: el convidado de piedra». En los cuatro números anteriores hubo epílogos de Ricardo Strafacce, María Moreno, María Pía López, César Aira (de este, «La mutilación narcisista», insuperable prólogo a Esa cabeza toba y otros textos) y uno mío -cruza de una presentación en el Rojas y de un seminario de Josefina Ludmer- que aquí digitalizo bajo el título:
El cronista filósofo vs. el negro del acordeón
“-¿Usted es sobrino de Rosas?
-Sí.
-¿Federal?
-No.
-¿Salvaje?
-No.
-¿Y entonces, qué es?
-¡Qué te importa!
El negro frunció la frente, y con voz y aire irrespetuoso:
-No me trate mal porque soy negro y pobre- me dijo.
-No seas insolente- le contesté.
-Aquí todos somos iguales- repuso, agregando algo indecente»
El encuentro se produce entre las pausas que deja una fiesta a la que el cronista fue arrastrado a beber hasta el vómito, donde aprende qué es un yapaí y derrapa sobre un lecho ocupado por gallinas asustadas, en un arrebato de saliva y aguardiente que iguala y amontona a los cuerpos unos sobre otros y que la crónica denomina precisamente “orgía”. El cronista cuenta que ha intentado huir para echarse a dormir pero un acordeón mal ejecutado lo despierta con una serenata y una voz chillona insiste en que vuelva al toldo del cacique a seguir la fiesta. Es la voz del negro del acordeón, una de las pocas sin nombre propio en ese viaje a los ranqueles y la que recibe el mayor de los desprecios y rechazos del cronista en función coronel.
En la orgía, como en la revuelta, el esclavo se caga –a veces, literalmente- en el amo (“las fuerzas de la naturaleza se han desencadenado”, diría Lamborghini). También se lo devora: es una celebración antropófaga, un sacrificio a expensas de la majestad, la jerarquía y el poder, un rito el cual se rompen las reglas de juego que luego volverán a ser “santas e inviolables” (Callois, según Bataille en El erotismo). En las crónicas de Mansilla, los cuerpos y las voces de los otros se rozan, tocan, cruzan e intercambian como si estuviesen revueltos: gauchos refugiados entre ranqueles, frailes, cautivas, paraguayos, tobas, mestizos, mulatos, lenguaraces, minorías o devenires minoritarios, cristianos o paganos. Pero “yo no soy más que un simple cronista, ¡felizmente!” proclamará Mansilla a la vez que se pregunta: “qué es filosofar”. La operación tiende a encajar en las reglas de juego de la época, sobre todo en la búsqueda de modos apropiados de representar esas “razas” de indios, negros y gauchos, dentro de la construcción de la nación desplegada entre 1870 y 1880.
En 1959, Rodolfo Walsh escribió desde La Habana un artículo acerca del (autodesignado) corresponsal argentino Jean Pasel, muerto al acompañar una expedición guerrillera frustrada a Haití: Calle de la amargura No. 303. Allí, Walsh ofrece una definición de lo que llama un periodista de raza; describe al “gran espejismo del periodista de raza, el reportaje que en un solo día hace circular un nombre por todos los rincones del continente”. Pocos años más tarde, en otro artículo sobre el director de la agencia Prensa Latina Jorge Ricardo Masetti, desaparecido en otra excursión –esa vez en la selva salteña, en 1964- ,Walsh definía al periodista nato: aquel “capaz de dar en cuatro líneas lo esencial de cualquier situación”.
Aunque el motivo principal de Mansilla no haya sido el “reportaje” ni la información “en sí”, el cronista filósofo también se dirigió al corazón de los acontecimientos, persiguió a su manera el espejismo de la noticia que hace circular un nombre por todos los rincones y publicó sus notas dentro de medios gráficos que detentaban o reclamaban el poder de la verdad (La Tribuna, Sud América, entre otros). El enunciado “yo no soy más que un simple cronista” parece abrir el paraguas o paréntesis de un simulacro de modestia para ofrecer una idea-fuerza que recorre toda su excursión: la “fusión de razas”.
En años en los que empezaba a imponerse la idea de una solución final para el llamado “problema del indio” (es decir, el problema de la tenencia de la tierra), cuando ya se prefiguraba o planeaba el genocidio ranquel-tehuelche-mapuche, la fusión de razas y el mestizaje son valores funcionales a la aculturación y utilización de los pobladores originarios de Pampa y Patagonia como mano de obra sustituta y alternativa a la importación de inmigrantes dentro del modelo agrícolo-ganadero. Se trata de una propuesta concreta, sexuada, corpórea, de alta carnalidad. Los ranqueles, dice Mansilla, son “una raza sólida, sana, bien constituida, sin esa persistencia semítica (subraya el autor) que aleja a otras razas de toda tendencia a cruzarse y mezclarse, como lo prueba su predilección por nuestras mujeres, en las que hallan más belleza que en las indias, observación que podría inducir a sostener que el sentimiento estético es universal”.
Este párrafo -antisemita, sexista, racista- no tiene desperdicio. Pero la operación es transgresora (para la época). Dice Mansilla que le dijo Mariano Rosas: “Hermano, cuando los cristianos han podido nos han muerto; y si mañana pueden matarnos a todos, nos matarán. Nos han enseñado a usar ponchos finos, a tomar mate, a fumar, a comer azúcar, a beber vino, a usar bota fuerte. Pero no nos han enseñado a trabajar, ni nos han hecho conocer a su Dios. Y entonces, hermano ¿qué servicios les debemos?”. El cronista filósofo no le responde al cacique pero sí a sus lectores: “Yo habría deseado que Sócrates hubiese estado dentro de mí en aquel momento a ver qué contestaba con toda su sabiduría”.
Mansilla postula, en vez del exterminio, una alianza singular: la conquista pacífica, la cristianización, la educación del indígena para el trabajo dentro del mercado laboral emergente. Para ello, hace un uso de las voces ranqueles que es de carácter inédito o más bien inaudito en la cultura letrada de fin de siglo.
Para usar los cuerpos nativos como mano de obra e incluirlos en la construcción de la nación, primero debe “dárseles la voz”; o sea, “representarlos”, construir su sub-alteridad o sub-alternidad con todos las tensiones y dilemas que plantea la representación: hablar por el otro, del otro, usar la voz, dársela (Ludmer).
El cronista seguirá llamando “bárbaro” al ranquel; tiene sus dos pies bien plantados en la civilización occidental y cristiana, sabe perfectamente de dónde viene, incluso retrata al indio en sus aspectos más estereotipados, obvios, tal como se lo espera (buen jinete, atávico, instintivo). Pero entre los “bárbaros” descubre un orden en el que germinan brotes civilizatorios (entre ellos, la retórica ranquel, ese arte de hacer de una razón varias razones), rasgos que podrían ser desarrollados por la intervención de la cultura letrada, mediante la educación, el trabajo y la promoción del mestizaje.
A Mansilla no parece interesarle, sin embargo, la fusión o cruza entre blancos y negros. De esta otra minoría oscura, desaparecida durante el siglo XIX, dejó varias semblanzas en causeries como Juan Patiño, Goyito, En chata. En esta última, la crónica de un viaje fluvial en chata a Asunción del Paraguay que dura siete días y siete noches, Mansilla construye un diálogo socrático bufo con su único acompañante, un barquero mulato iletrado que sólo habla portugués. El cronista filósofo, para entretenerse, ha llevado varios textos entre los cuales destaca a Platón y a sus propios pensamientos anotados al margen de las páginas de los libros. Lee, sintetiza, propone aforismos sobre el alma, el cuerpo, la fuerza vital, la reencarnación, la fe, la razón, Dios (“un ideal necesario que no puede ser demostrado como verdad absoluta”). Se para con todo su saber frente a un interlocutor ignorante, ingenuo, obsecuente, que sirve de apoyo a su discurso. Pero ese interlocutor, en vez de expresar los enunciados breves que funcionan como conectores lógicos en los diálogos socráticos (“sin duda”, “es evidente”, etc.), responde en portugués (sim senhor, nao sei, muito bonito) y, además, ese interlocutor no es Fedro: ni siquiera entiende lo que le están diciendo. Lo cual es festejado por Mansilla, quien llama al mulato “un verdadero filósofo”.
Claro que el diálogo es más bien un monólogo entre uno que discurre y otro que lo escucha con asombro. Mansilla se pregunta qué tiene en común con ese mulato, llamado Maceió, y también con el príncipe de Orange-Nassau. Esta comparación establece una jerarquía indiscutible –se supone que el mulato quiere parecerse a él, así como él quiere parecerse al príncipe de Orange-Nassau-, pero esa misma jerarquía es refutada con ironía en algunos tramos en los que Mansilla se confiesa más próximo al mulato que al príncipe. Ególatra, aunque autoirónico, el cronista filósofo pone las cartas sobre la mesa y delata su necesidad de ser escuchado y admirado aunque no lo entiendan y aprovechando esa incomprensión en su beneficio. Reflexiona sobre si el éxito de tantos sistemas filosóficos que se contradicen a sí mismos no proviene de una tendencia del ser humano a temer y a pasmarse ante todo lo que no puede percibir ni entender bien. Y llega a la conclusión de que entre él y el mulato hay una identidad “completa”. Las diferencias entre el blanco y el negro sólo están en la superficie. ¿Por qué? Primero, porque –dice- cada persona no es uno sino dos: uno por fuera, que se llama cuerpo, y otro por dentro, que se llama alma. Pero, además, porque las diferencias externas se suturan gracias a esa condición subyacente que hace que todos los hombres “chicos” quieran parecerse a un hombre “grande”, superior.
Ante el negro del acordeón, en cambio, la jerarquía es desafiada. Primero es destruída por la fiesta, el manoseo, la mezcla orgiástica. El cronista, que había aceptado beber como un indio, termina cayendo borracho al suelo de un rancho donde se han refugiado las aves del gallinero. Pese a todo, duerme y sueña que es conquistador del desierto y emperador de los ranqueles pero lo interrumpe ese negro que insiste en que vuelva al toldo del cacique a seguir la fiesta. El negro es feo, desafina cuando canta, baila o habla en compañía de un acordeón mal ejecutado pero simbiótico en su propio cuerpo. ¿Cuántas razones esgrime Mansilla para maltratarlo? Además de que la música irritara su poco desarrollado órgano frenológico de los tonos, como sostiene, ¿lo rechaza sobre todo porque es borracho, adulador, insolente, inoportuno? ¿O lo trata mal porque es negro y pobre? Del mismo interlocutor surge la pregunta, y casi recibe un garrotazo.
Mansilla parece tener ideas raciales claras, comunes a la clase a la que pertenece. Del lenguaraz Camargo dirá que es un gaucho lindo, “blanco como un hombre de raza fina”. Pero han pasado varios interlocutores negros, indios, pobres, gauchos, prófugos, desertores, ebrios por las crónicas de Mansilla. Y el tratamiento de esos sujetos no es homogéneo. Para el afrocordobés Juan Patiño, miembro de la nación benguela, tiene palabras de afecto e incluso de admiración por esa constante ebriedad ambulatoria que nunca había hecho mal a nadie, según el cronista. Y a Goyito, el negro asistente de su padre durante sesenta años, lo retrata como iletrado pero memorioso, fiel y adorable hasta el punto de terminar siendo sepultado, como un miembro más de la familia, en el Cementerio Norte de Buenos Aires, donde el general y su criado comparten al mismo nivel el suelo que contiene sus restos. De modo que con el negro del acordeón hay un problema particular, que se extiende más allá de las cuestiones de piel (aunque las incluya).
El cronista filósofo muestra una repulsión intensa hacia este hombre, maestro de ceremonias, bufón en Leubucó, “judío de la política” que, mientras vive a la espera del regreso del Mesías, del Restaurador que había protegido a los de su raza, sirve de espía y confidente predilecto al otro Rosas, el Mariano jefe de ranqueles. El negro del acordeón es un comediante que baila y canta para todos pero recibe mimos y privilegios especiales en el palacio de cuero del cacique. Y lo sigue a Mansilla como a una sombra. Parece el lado oscuro de Mansilla. Una sombra cuyas piruetas van desde el plantarse desafiante para anunciar “aquí todos somos iguales” hasta la lisonja al superior diciéndole “mi amo”. Ese bufón que media entre el cacique y la tropa, entre el civilizado y el bárbaro, entre el parlamento y la orgía, entre el hombre y el animal de pronto lo saca a Mansilla, lo mueve de su lugar o se lo recuerda. Tampoco el sitio del cronista filósofo y coronel en la corte nacional argentina estaba lejos de la máscara cómica del mediador. La mediación no es necesariamente un punto medio de compromiso y también puede tener carácter sacrificial. El bufón, el payaso, el hombre que se disfraza, es simultáneamente astuto y ridículo, sabio y necio, cortés y obsceno: su mediación se presenta al mismo tiempo como imposible e imprescindible.
Después de la orgía, las posiciones de los cuerpos se han nivelado: el cronista despierta de la borrachera al lado de un fogón donde lo han llevado inconsciente, rodeado de cristianos y atendido por su comadre Carmen; bebe un café, se repone y ya menos irritado acepta el ingreso del negro y lo invita a sentarse a su lado (bajo condición de que no cante ni toque el acordeón). Se conoce así la historia del bufón “desde abajo” y “en cuatro palabras”: su apoyo a Rosas porque “nos dio la libertad a los negros”, su reclutamiento forzado al ejército luego de la derrota del rosismo, su deserción y refugio entre los indios (a lo Martín Fierro). De pronto, esa sombra oscura se vuelve figura de luz. Hay igualdad entre los ranqueles, insiste: al hombre de bien se lo trata bien y al que no lo es se lo castiga enviándolo a trabajar en las “obras públicas”. ¿Qué obras? quiere saber el cronista. El negro ríe, entre pícaro e ingenuo: las obras públicas son los corrales del cacique Mariano Rosas.
Como el negro del acordeón, Mansilla también baila al ritmo de una música hecha de fusión, hibridez, mestizaje, heterogeneidad y cruza de materiales: saltos, marchas, contramarchas, fugas entre la ironía y la mayéutica. Puede que el “simple cronista” intentara aportar una mirada sobre esos otros –negros, indios- desde múltiples perspectivas, cada una de ellas válida sólo en cierto sentido y bajo determinadas condiciones. Un perspectivista avant la lettre. Pero ¿por qué asignarle una función teatral tan definida? ¿Sería todo más fácil si hubiese presentado un punto de vista fijo, unidimensional, sólido, encasillable? No sería Mansilla. Sería un cronista de otra raza.
-Osvaldo Baigorria
Publicado en Mancilla nro. 2, abril de 2012
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BIBLIOGRAFIA
Bataille, Georges. El erotismo, Sur, Bs. As, 1960
Ludmer, Josefina. El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Buenos Aires, Perfil, 2000
Mansilla, Lucio V. Una excursión a los indios ranqueles, Caracas, Ayacucho, 1984
_______________ Entre-nos. Causeries del jueves, El Elefante Blanco, Bs.As., 2000
_______________”En chata” de Entre-nos: Causeries del jueves, Tomo III, Bs. As., Juan Alsina, 1889
Sosnowski, Saúl. “Prólogo” a Una excursión… (op. cit.)
Walsh, Rodolfo. Ese hombre y otros papeles personales, Bs. As., Planeta, 1996.
______________“Prólogo” a Los que luchan y los que lloran, Jorge R. Masetti, Bs.As., Puntosur, 1987