Los llamaron “beatniks” como contraseña para el escándalo en tiempos de intolerancia. No era una autodefinición. Quedó el mito y se perdió la obra, pero en Argentina Beat. Derivas literarias de los grupos Opium y Sunda (1963-1969) hoy se recuperan los textos, fotos, portadas de fanzines, poemas, manifiestos y semblanzas de la parte más marginal de esa bohemia porteña que en aquellos años rondaba la “manzana loca” (M.T. de Alvear, Alem, Córdoba y Maipú, con su Instituto Di Tella, Bar Moderno, etc.), antes de su dispersión por el mundo y el autoexilio interior.
Reynaldo Mariani, Ruy Rodríguez, Isidoro Laufer y Sergio Mulet (modelo, actor y guionista de la película Tiro de gracia que terminó acuchillado por su esposa rumana en un pueblito de Transilvania), eran las cabezas de Opium, grupo al que puede añadirse el enigmático Marcelo Fox, autor de Invitación a la masacre. En Sunda estuvieron, entre otros, Gregorio Kohon, psicoanalista autodidacta que se fue a Londres donde todavía vive, Leandro Katz, artista plástico y cineasta que difundió por primera vez Aullido de Ginsberg en castellano y se fue a vivir cuarenta años a Nueva York, y el legendario Hugo Tabachnik, más tarde referente del Expreso Imaginario.
El más famoso fue Néstor Sánchez, aunque como caso aparte, no del todo cómodo en ningún grupo (se peleó casi a golpes con los de Sunda). Mujeres solo hay dos pero parecen más beat que los muchachos: Diana Machiavello, que tocaba la guitarra y cantaba temas pacifistas en el Washington Square de Nueva York en los ’60, de quien aquí se publica su único relato, Terrazajaula, y Victoria Slavusky, performer, novelista (Música para olvidar una isla) que fue pareja de Sánchez, vivió y vive en varios países y solía firmar sus textos como Vicky Rabin: “Asesinados, muertos, todos muertos en su boca y en su sexo naufragamos por las calles de esta ciudad, sin planes ni ahorros ni ideas precisas, sin paracaídas ni hijos ni amores eternos caminando cada día menos de nuestra vida”.
Estos hallazgos son el fruto de un trabajo de cuatro años del joven investigador amateur –en el sentido más positivo de este término- Federico Barea, quien rastreó documentos en bibliotecas argentinas y en las universidades Northwestern de Chicago y Urbana-Champaign de Illinois, a las que viajó por su cuenta, entre otras (Caracas, México, Washington, Berkeley, Austin, etc). Así rescató estas producciones de aquel minicroclima impreciso que la prensa porteña llamó la “Argentina beatnik”. Un término acuñado por Héctor Zimmerman en la revista Claudia en noviembre de 1965, cuando aparecieron los cuatro fundadores de Opium rotulados como “beatniks” junto a los happenings, la psicodelia, el pop art y otras novedades a las que los autodenominados “opiúficos” no necesariamente adherían. Porque más allá del rótulo, sus textos se acercan a los beat originales sin llegar a serlo: son siempre algo más, y por lo tanto algo menos.
Un libro en cuyo prólogo y agradecimientos aparece mi nombre me hace sentir doblemente obligado a revisar la legitimidad de aquella marca de origen. Es cierto que estos escritores compartían cierta épica con los del norte. Habían leído a Kerouac, a Ginsberg y a Ferlinghetti. Eran en su mayoría amantes del jazz, aunque también tenían el tango y la bossa nova. Pero no eran parte de una subcultura como los vagabundos blancos de las calles de Nueva York que en los años ‘50 se rozaban o tropezaban todo el tiempo con afroamericanos. No tenían la heroína, sí las anfetaminas y la maconha, generalmente importada. Tenían a Brasil, no México, como el más cercano punto de fuga. No comulgaban ni polemizaban con Borges, David Viñas o Sebreli. No querían “tomar la Bastilla”, huían de la confrontación con las tradiciones de revistas como Sur o Contorno. Pusieron el cuerpo en la escritura para impactar sobre los modos de vida. Y llamaron la atención de la prensa “no tanto como fenómeno literario sino cultural”, dice Rafael Cippolini, autor del prólogo de este libro.
En años de creciente represión en los que grupos ultracatólicos y conservadores pretendían, sin plantearse ningún ahorro energético, que la municipalidad porteña exigiera a los locales nocturnos mantener una alta iluminación para “apreciar con certeza absoluta la diferencia de sexo de los concurrentes”, estos escritores señalaban en forma elíptica pero inequívoca todo aquello que rechazaban. Huían de “los dispensadores de la moral que no soportan el goce y la alegría, el amor y el ocio, el vino y la poesía”. Veían “un montón de gente que no entiende nada y corre de un lado para otro con los pelos incendiados y gritando como marranos muertos de miedo”. Y renegaban de los sistemas de consagración tanto del mercado editorial como de la universidad, “porque somos escritores que no escriben, porque no fuimos a estudiar a academias para que nos dieran un diploma… porque siempre seremos estafados por otros más vivos que nosotros”.
Tenían a la Beat Generation entre sus influencias, pero no contaban con la herencia de Walt Whitman, William Blake, Thomas Wolfe. Leían novela negra norteamericana (Chandler, Hammet), aunque estaban más cerca de las vanguardias europeas: entre sus faros aparecían Cesare Pavese, André Breton, el escritor sin obra Jaques Vaché, el expatriado Ezra Pound, de quien citaban su “cantemos al amor y al ocio, nada más merece ser habido”. De Argentina admiraban a poetas como Enrique Molina. De hecho, el surrealismo gotea o chorrea en algunas de estas páginas, cruzando la autobiografía y la autoficción. Tampoco llegaron a ser una “generación perdida”. Fueron quizá una generación extraviada, fugada, dispersa por otros países y olvidada en el propio.
Opium nació en 1963, año en el que ganó las elecciones Arturo Illia, en medio de la proscripción del peronismo y con un record de votos en blanco (más del 19 %). Fue un fanzine literario, iniciador de las publicaciones autogestionadas y vendidas de mano en mano. Mariani, establecido en Zapala después de haber vivido en San Pablo, Buzios, Río de Janeiro y Madrid, siguió siendo hasta hace pocos años un guía para fanzineros patagónicos y un maestro de la circulación independiente, según pudo constatar Cippolini.
Sunda fue una revista de un solo número en 1965, año de desgaste para Illia y preparación de la dictadura militar por venir. En ella se publicaron “cinco declaraciones juradas” en lugar de manifiestos. Y a partir de allí se formó una editorial, Sunda S.A., que en su breve vida publicó ocho libros, entre ellos una antología de poetas norteamericanos y otra de argentinos, contando entre sus autores a Enrique Molina, Gianni Sicardi, Germán García, José Peroni, Daniel Ortiz y Poni Micharvegas. Este último se estableció en Madrid, donde hoy vive. Allí suele cuestionar, en sus presentaciones del documental Opium de Diego Arandojo, al término “beatnik” como rótulo para esta bohemia porteña, recordando de paso la adhesión temprana del grupo Sunda al surrealismo.
¿Puede decirse que lo de “beatniks argentinos” fue una etiqueta inventada por periodistas? En todo caso, los protagonistas también la aceptaron. Mariani lo asegura: “Nos decían beatniks porque eso armaba más quilombo en los medios. Y a nosotros nos venía perfecto; gracias a esas notas muchas veces chupamos gratis”. Bien, esa era la actitud: entre lo beat que llegó tarde y el punk por venir, saltearon o sacaron al hipster del medio. Así le pusieron su hombro bizarro a la rueda de la historia y a la literatura argentina de los años ‘60.
Versión completa del texto que fue acortado y editado bajo el título «Un puñado de beatniks criollos» en la revista Ñ del 23/07/16