El prolífico novelista y dramaturgo de éxito Yukio Mishima (1925-1970) dejó tantas palabras sueltas antes del espectáculo público de abrirse el vientre con un puñal que muchas de ellas pueden ser consideradas sus últimas. El discurso que pronunció frente a las tropas sería el mejor candidato para su canto de cisne pero en realidad fue escrito con anticipación a la mañana del 25 de noviembre de 1970. Las declaraciones de unos días antes a un reportero al que le dijo “ya verá lo que voy a hacer” se acercan pero no califican del todo. Tampoco los retoques finales que hizo la noche anterior y en la misma madrugada a su manuscrito de La corrupción de un ángel, cuarto libro de la tetralogía El mar de la fertilidad, que dejó listo y firmado en un sobre para que al día siguiente viniera a buscarlo su editor. Ni el poema de despedida que decía “a los dioses clamo en mis últimas horas de vida en este mundo” sería exactamente lo último. Tal vez sí aquel pedazo de papel que dejó escrito en su despacho: “la vida es breve/pero a mí/ me gustaría vivir para siempre” y que según Marguerite Yourcenar podría traducirse como “la vida es breve pero yo querría vivir siempre”.
Quizá esto fue producto de un ataque momentáneo de esa melancolía japonesa o tristeza ante la impermanencia que algunos atribuyen a la influencia del budismo y otros al clima. Lo cierto es que el escritor que admiraba a los pilotos suicidas se entrenó física y mentalmente durante años para el seppuku, que aparece en casi toda su obra y sobre todo en Patriotismo, la novela breve de 1960 que terminó siendo filmada, teatralizada, dirigida e interpretada por el mismo Mishima como un oficial que se mata junto a su mujer luego de la derrota de sus tropas.
De todas maneras, su muerte fue un acto tan molesto e incomprensible, incluso para sus contemporáneos japoneses, que lo más fácil fue declararlo insano, loco por la notoriedad, narcisista, etc. Ante el desembarco en Japón de eso que luego se llamaría globalización, con su hipocresía, cinismo, mezquindad, eficacia burocrática y adulteración de la existencia, Mishima había defendido los valores arcaicos pero nobles del samurai, como la dignidad, la lealtad, el coraje, el pudor y el mantenimiento de la palabra dada. Claro que lejos de aquel tiempo y lugar algunos de esos valores pueden ser tomados a chiste, como la obstinación e interpretación literal de las palabras que hacía el personaje Tokuro en La causa justa de Lamborghini, una asimetría que describió Luis Thonis en un ensayo de la revista Tokonoma, pero Mishima los tomaba realmente en serio. En el manifiesto de su extravagante Sociedad de los Escudos, ese ejército sin armas de cien hombres cuya única acción sería asistir a la autoejecución de su comandante, sentenciaba: “La prosperidad económica ha transformado a los japoneses en comerciantes. Ahora se considera anticuado arriesgar la vida por un ideal”.
Así que en su última mañana Mishima salió resuelto de su despacho en auto con cuatro jóvenes, entre quienes se encontraba su discípulo e hipotético amante Morita, veinte años menor y decidido a morir junto a su maestro, hacia el cuartel al que ingresaron con el pretexto de mostrar al comandante un bello sable del siglo XVII. En breve, logran tomar el lugar, amarrar al comandante a una silla, y llaman a la sublevación a los asombrados soldados. Desde un balcón, vincha blanca sobre la frente, Mishima grita a las tropas, mal escuchado por el ruido de los helicópteros que ya sobrevuelan la base militar: “Hemos emprendido esta acción con la ardiente esperanza de que todos ustedes, a quienes ha sido concedido un espíritu purísimo, puedan volver a ser verdaderos hombres, verdaderos guerreros”.
Nadie le da bola. La lectura de la proclama debía durar media hora y termina apresuradamente a los pocos minutos. Mishima vuelve al interior de la oficina y se sienta sobre sus talones a realizar el seppuku. Es sabido que el rito necesita asistencia para ser completado, sea porque cierta inestabilidad en las manos producto del impulso de supervivencia puede detener, paralizar la entrada profunda de la hoja del cuchillo en el vientre o porque la agonía suele ser larga. Así que Mishima había acordado con Morita en que este le daría el golpe final para ayudarlo a morir. Pero Morita no puede más que propinarle a su amado tres cortes débiles, dolorosos e inútiles en el cuello, sin llegar a decapitarlo. Por suerte tenían un back up eficiente en Koga, otro asistente quien sin vacilar decapita a Mishima. Y luego también a Morita, siguiendo la tradición, cuando este se clava el puñal en su propio vientre. Impecable ese Koga, que por supuesto terminó preso junto a los otros dos conjurados.
De modo que es legítimo dudar antes de atribuir “palabras finales” a Mishima, entre el último párrafo de su proclama, las correcciones a su último libro o la nota dejada casi sin pensar en su despacho. Quizá escribir que la vida es breve y uno siempre quisiera vivir, o vivir para siempre, se trató de una vacilación pasajera, una ráfaga de incertidumbre antes de que la acción se precipitara con su certeza definitiva, irreversible.
Publicado en Perfil Cultura, 10 de enero de 2016