¿Se droga uno para escribir o para no escribir? Un poco de vino desinhibe, suelta la lengua, desata el discurso, aunque si bebo de más (lo que creo que está de más), me voy de mambo y ya no sé lo que digo (lo que escribo). Por otra parte, la marihuana me puede inspirar alguna frase, que tendré que corregir más tarde, pero mejor no escribo.
Será cuestión de calidad y cantidad, de historia personal, de géneros, actitudes o procedimientos de escritura. Para Deleuze, que no veía diferencias entre el alcohol y otras sustancias psicoactivas legales o ilegales, habría un aspecto sacrificial en el beber o drogarse. En la entrevista-abecedario de Claire Parnet, al llegar a la letra “b” de “bebida”, Deleuze dice que “la única justificación posible para la droga es que te ayude a trabajar, aunque después haya que pagarlo con el propio cuerpo”. Pero “cuando la droga se convierte en una forma de no trabajar, uno está ante un peligro absoluto”.
En cambio, para Néstor Perlongher había en el uso de sustancias un deseo de éxtasis, de salir de sí, de transformarse en otro distinto a lo que uno es. De allí que el trance alucinógeno pudiera cruzarse con el trance poético: la poesía como éxtasis, como fuga y ruptura con la propia identidad.
Ese viaje no sería comunicable: el poeta, el poseído o “tocado por la palabra poética” hace “versos que no se entienden”, se va del otro lado, ya no está aquí, se vuelve otro.
En el plano de los cuerpos, los efectos de estas sustancias (“excitadoras del inconsciente” las llama Levrero, quien en un librito sobre parapsicología no aconseja tomarlas para afinar la percepción extrasensorial) han sido clasificados y estudiados a fondo. Pero en el plano de la expresión, los viajes pueden variar como los temperamentos y las artes. Perlongher, que escribió su libro Aguas aéreas inspirado en los ritos amazónicos de la ayahuasca dentro de la iglesia del Santo Daime, ubicó dos direcciones en el mapa del éxtasis: una ascendente y otra descendente. Y advirtió que se precisa una forma para contener la fuerza con que el trance proyecta al sujeto fuera de sí.
Cuando no hay forma (poética, teatral, ceremonial, incluso doctrinal), el viaje se desbarranca, cae en la autodisolución y el reviente: el peligro del agujero negro, allí donde la sangre no se transmuta en nueva energía.
“¿Y por qué uno ofrece su propio cuerpo en sacrificio?”, se preguntaba Deleuze. “Será que hay algo demasiado fuerte, muy potente en la vida, y al beber, o drogarse, uno supone que está alcanzando el nivel de aquello tan fuerte o potente que hay en la vida”.
Columna publicada junto a la nota de tapa del suplemento Perfil Cultura del 10/11/13: «Drogas y literatura: La creación inducida», por Rubén H. Ríos. Se lee por entero desde acá.