Cuando Marta Dillon me pidió que escribiera un texto sobre «lo trans» en relación a la trashumancia para un número especial de la revista Gazpacho del Centro Cultural de España en Buenos Aires, recordé que hace unos años, en una mesa redonda a la que fui invitado por el Área de Tecnologías del Género del Centro Cultural Ricardo Rojas, escuché por primera vez, asociada a la identidad trans, la palabra transumante (la escuché sin h). Como esta palabra no existe en castellano, pero su necesidad reaparece, no quise discutirla en aquel momento porque me hubiera llevado a pensar en voz alta, demasiado rápido y ante público, más allá de los límites que la lengua impone sobre el habla. Ya me lo había advertido el corrector de mi libro Anarquismo trashumante. Crónicas de crotos y linyeras: la Real Academia sólo admite que algunas palabras con el prefijo trans (“a través”, “al otro lado”) puedan escribirse en la forma tras. Puede haber trans o trasgresión, trans o traslación, pero sería inadmisible sacar la ene de transformar o ponerla en trasfondo, trasnoche o trascartón. En portugués sí existe transumânte, con acento circunflejo en la â, y en gallego también: se escribe con ene y sin hache.
Ahora bien: como escritura y significado varían con el tiempo, aquello que en principio es un error bien puede conducir a algún acierto. Trashumante, en su uso originario, es el rebaño que pastorea en distintos campos según la estación del año; en las últimas décadas se extendió a poblaciones humanas que migran por precariedad y movilidad de trabajo, por catástrofes ambientales o sociales, por guerras y persecuciones. En mi libro utilicé el término para referir a cierta sensibilidad, temperamento, inclinación a la errancia (término que tampoco admite la RAE ni el corrector de Word), como el caso de esos migrantes europeos que en las primeras décadas del siglo XX deambulaban por los campos argentinos siguiendo la línea de las cosechas o viviendo a veces de la caza, de la pesca y del descuido ajeno; sus descendientes, salvando las distancias, harían algo parecido al migrar a Europa en la segunda mitad del siglo.
Deleuze y Guattari decían que el migrante va de un punto a otro mientras que el nómade pasa por los puntos como etapas de un trayecto y siempre los abandona. Pero todo migrante puede entrar en un devenir-nómade, así como todo hombre en un devenir-mujer, todo adulto en un devenir-niño, etc. Se trata de seguir una o varias líneas de fuga, que llevarán al sujeto no a convertirse en otro (mujer, niño) sino a entrar en alianza, en relación con lo otro. Lo que deviene no alcanza una meta, no termina de ser –en ningún sentido esencial- una identidad final. La identidad se altera, entra en proceso de disolución, a menos que el devenir sea detenido o tragado por un aparato de captura: nueva identidad. Entonces el devenir deja de ser interesante en términos de mutación: lo que era ruptura del orden se convierte en nuevo orden, en vía de normalización del paradigma de lo idéntico (paradigma en tanto que separa, excluye lo no-idéntico): soy trans. En cambio, el nómade no es, deviene. No se detiene en ningún oasis: sigue viaje.
Errancia es un término que puede abarcar a nomadismo y trashumancia. Mi errante favorita es Alexandra David-Neel (1868-1969). Anarquista, periodista, actriz, cantante lírica, exploradora, mendiga, alpinista, vagabunda en Asia, aprendiz de budista, durante el mayo francés, a los 100 años, reeditó su primer libro, escrito a los 21: Elogio a la vida. Otro ejemplo más cercano: Jorge Viera, de nacimiento argentino, emigró a España a fin de los 80 y desde entonces ha cambiado de residencia (Francia, Inglaterra, Estados Unidos, norte de África) tantas veces como lo permitió la velocidad de sus líneas de fuga (devenir-negro en Brasil, devenir-beduino en Marruecos): extraterritorial, su acento en el habla y en la escritura ya es, como el título de su novela inédita, Hijo del oasis.
Claro que la vida errante incluye la intemperie, la soledad y el despojo. Ningún lugar al que aferrarse, sentirse idéntico a algunos y superior al resto. Otro ejemplo, más lejano y de poeta, es Bashô (1644-1694):
Toda la noche,
vagabundo en la charca,
mientras la luna llena.
En traducción de Alberto Silva, la luna como verbo y adjetivo, la luna que está completa y ofrece plenitud, porque el errante no necesita más. Bashô, que llegó a pasar quince de sus cincuenta años en la vía (incluso ganándose la vida con talleres literarios, claro está, de haiku), decía en sus Cuadernos de mochilero que el caminante hace del mismo caminar su abrigo. Una imagen que puede incitar al mito, la ensoñación, el ideal del vagabundo feliz en la pobreza, pero que él mismo se encargó de demoler con el registro de su experiencia hasta el final de sus días, cuando envejeció, enfermó y murió algo loco aunque dejó escrito:
Errante, enfermo,
mi sueño por la estepa,
vagabundo.
Que es otra forma de decir: los sueños también erran, en el sentido de vagar y equivocarse. Porque esas palabras mágicas e inadmisibles, como errancia o transumante, son quizá las que mejor describan la vida misma, que suele ir a través, es transitiva, incluye la falla, el error y el extravío y por sobre todas las cosas pasa de uno en otro, nunca se detiene, sigue siempre en el camino.
Así fue el origen del artículo «Errar es humano» en Gazpacho nro. 9, diciembre 2011 que a la fecha puede conseguirse en el CCEBA (Florida 943).