
Silvio Mattoni lee en la presentación de Estrés de pez en Córdoba:
«Tradicionalmente, se ha dicho que aquel que deja la ciudad huye de algo, tal vez en busca de cierta felicidad que se escondería en alguna forma de naturaleza. Feliz entonces, como se escribió también, el que huye del mundanal ruido. Pero las crónicas de Estrés de pez, ya desde el título que anuncia lo contrario de algo idílico, no apuntan a lo que se deja atrás, aun cuando la ciudad siga estando ahí, como un contrapeso de las islas y el río, incluso como el destino de la misma escritura, sino que más bien se tienden, se orientan a lo que se habrá de experimentar, al encantamiento del Tigre, a un aislamiento felino y acuático que prometería convertir a cualquiera en otro. Sin embargo, diría que la experiencia de la soledad en el humedal, ya que es imposible separar la imagen de una isla de cierto arrojo al ensimismamiento, a la escasez de interlocuciones, no convierte a nadie que no fuese antes, en sí mismo, otro, un desconocido para su propia conciencia.
Desde la primera marcha, las primeras aproximaciones al Tigre, se describe un sustrato opaco más allá de lo perceptible. Claro, lo visible es objeto de descripciones, la vegetación, los arroyos o brazos de río, las costumbres o las obligaciones que el lugar impone y ofrece, pero nunca se llega al fondo, como si el barro que la mirada no logra atravesar siguiera dictando el tono, a la vez cautivante y repulsivo, de un ambiente que se imagina, se califica de “libre y feroz, salvaje e inocente”. Sin embargo, esa opacidad, parte del inexplicable atractivo que apresa a los habitantes, que afinca hasta al más nómada de los cronistas por una década, no se resuelve en la simplicidad de la inocencia, en la pureza imaginaria del salvajismo. El poder magnético del sauce, por llamarlo de algún modo, se ejerce también desde el fondo de la historia. Antes, hubo otros capturados por ese tigre hiperbólico, mero fantasma ahora de un jaguar infrecuente, y hubo historias contadas y razones, que no son explicaciones, para que algunos vivieran y sigan viviendo ahí. Razones de vida, tal vez. E incluso antes de las historias, de los nombres de esos canales y ese barro, en el mismo aluvión de un agua inmensa que trae de todo, que moja y hace crecer una multitud de vivientes, se habrá depositado un mundo sin historia escrita alfabéticamente, un idioma nacido en ese mismo paisaje, como la palabra “yaguareté”.
El secreto del libro está en su misterio, porque se cuenta lo vivido, lo elegido, lo padecido. Asistimos, de lejos, por intermedio de otras historias, a la captura del narrador en la isla y a su fuga, su vuelta a la ciudad, como si fuera un enamoramiento que no encuentra motivos. No es conveniente, no era conveniente cooperar con el poder oculto de ese lugar que no se muestra del todo. Pero perderse, gastar el tiempo en las acciones mínimas del mantenimiento, hundirse en el rumor del agua y en el odio de todos los ruidos que vendrán a perturbarlo, no es un acto que esté presidido por la conveniencia. No se trata, por otra parte, de una supuesta naturaleza, sino de una zona que hace surgir y rebrotar todas las tensiones de la historia: las decepciones políticas, el capital, más salvaje que cualquier isla, el turismo y la contaminación, parecen traer a los relatos un antagonista tan impersonal como el lugar, aunque más fácil de negar. Tal vez el río no sea para nada inocente, pero la inocencia se refleja en quienes lo pueblan, como si tradujeran en palabras esa feroz indiferencia de su íntimo flujo intemporal. Además, no siempre se trata de una lucha, una así llamada “resistencia”, sino que por momentos se afirman modos inéditos de comunidad, construcciones inauditas para libros todavía no escritos, historias universales de la fraternidad.
El misterio es entonces algo común en la zona: se trata de una seña que se hacen entre ellos, cuando el azar o la necesidad de hablar los convoca, los habitantes del río. Pero cada uno tiene una relación singular con el misterio de su afincamiento en el lugar. Y el libro de Baigorria encuentra su momento de máxima intensidad cuando puede narrar una vida, concluida por una muerte y que por eso se puede contar, ligada al amor del río y al amor por los otros. Porque esto pareciera algo típico de esas señas misteriosas que se hacen los residentes, como saludando de una isla a otra la unión y la separación que impone el agua: están dispuestos a hacer cosas gratis, a luchar por causas que parecen perdidas pero que justifican la propia vida. En esos actos, que se reiteran con la sencillez de los días, en el enfrentamiento a las adversidades o a los esperables accidentes del clima, alguien que se queda a vivir ahí, que sigue fiel a la gratuidad de su lejana juventud, puede ser alguien para el otro, lo que se llama un amigo, transformando así mágica, misteriosamente el supuesto mal del sauce en un bien, la base de la vida posible.
¿Será que en verdad se puede vivir “poéticamente”, como decía un alemán loco? ¿O más aún, que se debe vivir así? Por momentos, la corriente de una discreta narración en el estilo de Baigorria se frena y vuelve, recuerda los poemas que podrían surgir de lo que calla en las cosas y en el agua, entonces brilla nocturno el viejo tigre de Blake en el rumor del Delta, o el imperioso Juanele Ortiz repite su canto de meditación, de suspensión del tiempo, invitando a dejar las letras y a dejar la ciudad. ¿Para ir adónde? Quizás a cumplir una prueba que corresponde al lugar, pero que también surge del que mira, del que escribe. Porque si bien el fondo de la experiencia nunca se muestra del todo, no entrega el río opaco la imagen de su lecho en movimiento, de todos modos hay otros, siempre los habrá, como apariciones o manifestaciones de una forma más intensa de existencia, a tal punto que se detiene y se aleja de todo interés para sí, se escribe tácitamente para decir que sólo pasa y que es feliz en la afirmación del paso, como un río que cambia y sigue ahí, siempre.
Córdoba, 1 de octubre de 2019″
–Silvio Mattoni
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