Round trip

Hace treinta años, justo a fines de abril del 89, me fui con un ticket triangular Buenos Aires-Toronto-Milán ida y vuelta abierto por un año y por las dudas, aunque convencido de que me iba para siempre o de que iba a hacer el esfuerzo necesario para que la ida fuese para siempre. Había comprado ese pasaje un año antes, y estuve postergando mi segundo exilio a la espera de que se publicase mi primera novela (salida de imprenta justo a fin de marzo) y también ahorrando todo lo que podía en las últimas etapas del Plan Austral, en medio de corridas hacia el dólar y una inflación que pasó del 9% al 78% en pocos meses.

El pasaje vencía los primeros días de mayo así que tenía que usarlo sí o sí antes del 30 de abril para no perderlo. Lo hice. Me salvé del inicio de la hiper por solo dos semanas aunque no de la licuación de mis ahorros ya que los pesos reunidos para comprar tres mil dólares en febrero solo me alcanzaron para 700 en abril.
Qué decir: me declaré afortunado, había logrado salir justo antes de la debacle. Y no sabía dónde iría a terminar, si era de vuelta en la comunidad donde había vivido en Canadá, en casa de amigos en España o Italia o en cualquier otro lugar del hemisferio norte. Llevaba lo puesto y el repuesto en bolsa marinera y mochila, o sea mi casa a cuestas. ¿Por qué un ticket round trip si tenía toda la intención de dejar este país para siempre? Por las dudas, dije. Siempre fui un tipo inseguro, y no tenía certeza de encontrar trabajo en los países-destino. Pero al término del año siguiente y del plazo final para el vuelo de regreso, perdí voluntariamente el tramo de vuelta, y seguí haciendo lo que con pedantería consideraba entonces la «heroica vida del nómade». Me quedé en distintos países y lugares en los que trabajé en lo que pude y recién unos cuantos años más tarde – después de probar Nueva York, Vancouver, Victoria, Argenta, Roma, Barcelona, Madrid, Amsterdam, etc. etc.etc. – regresé a Buenos Aires de visita, también convencido de que sería por poco tiempo…
Todavía estoy aquí. No se me ocurre una mejor frase para expresar la idea de que la historia se repite como tragedia y como farsa. Estoy aquí en medio de una crisis que aun no es como la del 89 pero que cada vez se le parece más. Y que me recuerda de nuevo la actualidad del clásico grafiti -creo que de Los Vergara- que leía en las paredes del fin de los 80: «La salida para este país es Autopista Ricchieri – Ezeiza – su ruta».

En aquellos años no era lo que se diría un desplazado o refugiado económico o político, a menos que se de a estos términos un sentido desmesurado, quizá. Pero cierto es que había regresado a Argentina a fines de 1984, luego de más de una década de ausencia, ya en pleno gobierno de Alfonsín y aunque tuve esperanzas tempranas en la nueva etapa, los sucesivos levantamientos carapintadas, la persistencia del aparato paramilitar y parapolicial heredado de la dictadura, más la amenaza de crisis económica constante, me convirtieron pronto en un retornado frustrado. Trabajaba de periodista free-lance y a veces en alguna redacción part time. Mi padre se había jubilado de su eterno oficio de obrero panadero y no tenía buena salud, mi mamá era una ama de casa que toda la vida se dedicó a cocinarle y cuidarlo, nunca tuvieron casa propia, siempre alquilaron y por suerte en Canadá había podido ahorrar algún dinero para comprarles un departamentito tipo casa en un PH a la mitad de lo que se llamaba un «pasillo chorizo», o sea un menjunje apretado con varias viviendas a lo largo. Costó unos cinco mil dólares, gracias a una de las tantas devaluaciones. Así que podía considerar que mis viejos estaban a salvo. Más o menos. La jubilación no les iba a alcanzar pero mis ingresos en Argentina, en aquel momento, menos. Todo me incitaba a ir a probar fortuna en otro lado.

Fortuna es para mí la libertad. Poder elegir cuánto y cuándo quiero trabajar, poder disponer de mi tiempo. El trabajo siempre fue para mí solo un provisorio cambio de tiempo por dinero, obvio. Y en Argentina no me sentía libre. No solo por las amenazas militares y los fascistas en las sombras o al descubierto. Argentina era, incluso en los añorados 80, una sociedad represiva. Hasta cierto punto lo sigue siendo, pero algo se quebró en 2001. Me estoy adelantando. Fortuna es para mi la libertad… y cuando me fui de viaje en abril del 89 me sentí libre.

En el bolso de mano llevaba un cuaderno de notas y desarrollé la costumbre de anotar lo que veía, escuchaba, leía, pensaba, sentía o imaginaba, no digo a diario ni semanal o mensualmente, pero si con alguna frecuencia, según lo que encontraba fuera y dentro de mí en todo ese largo viaje. Tengo aquí en un estante siete cuadernos con registros periódicos, salteados, seis espiralados y uno cosido. Por mucho tiempo los mantuve guardados, esperándome, hasta que hace poco me empezó a inquietar la posibilidad de muerte súbita, accidente, enfermedad discapacitante –uno nunca sabe- y los saqué del armario, del lugar donde estaban cajoneados. Y empecé a  revisar lo escrito. Una obsesión quizá. Por ahí lo hice para que otra/o no me edite y corrija a su manera o ponga cualquier cosa cuando no entendiera a letra, postmortem. Una autoedición en vida realizada por el propio autor cuando se enteró que la vida era corta. También me interesó el procedimiento de pasar a digital el contenido manuscrito, anotado de prisa, sin filtro, de modo automático, con lo primero que me pasaba por la cabeza. Y pensé que la única manera en que podía mantener la frescura de aquel registro a mano, con lápiz o birome, sobre papeles que se fueron gastando y poniendo amarillos, era a través de la forma más efímera, directa y ligada a la oralidad que es este soporte de weblog, que incluso ya ahora mismo es obsoleto.

Claro que en la revisión taché, arranqué hojas, corregí datos inexactos, cambié nombres y circunstancias y todo aquello que podía afectar la intimidad de otras personas o lo que me parecía que no tenía valor documental o estético. Me pregunto si lo que dejé tendrá algo de esos valores.

Por ejemplo, en el primero de esos cuadernos, cosido, con tapa negra y de 98 hojas, el viaje comenzaba con esta simple anotación:

28 de abril, 1989.
Salí en vuelo 017 de CP Air desde Buenos Aires con los oídos envueltos por “Estallando desde el océano” de Sumo dentro del walkman. Sí: “Over the hills/Over the prairies/Down in the pampa/Up in the tundra”. Pero no fue “Up in the tundra” sino bien abajo en downtown Toronto donde pasé mi primer día, en el Salvation Army, sobre College Street, dentro de un oloroso Day Room lleno de gente con mirada tristísima clavada en un programa de TV en el que una chica contestaba preguntas para ganarse un Cadillac. La gente dentro de la pantalla aplaudía, la que estaba afuera solo miraba aunque algunos rostros se encendían cada vez que ella acertaba. Otros dormían. Desocupados, o vagabundos, o borrachos, o las tres cosas a la vez. Más de la mitad, negros. El olor era penetrante, como de ropa vieja o sin lavar por mucho tiempo (¿sería el famoso “olor a negro”?).

Ese fue el lugar más calentito (mejor dicho: el único calentito) que encontré en medio de la gris y helada –sí, a fines de abril- Toronto. Cualquier podía entrar y sentarse, aquí nadie le preguntaba nada. La crisis argentina, la inflación, el miedo al golpe militar carapintada, mis viejos, mis amigos y compañeros de trabajo, todo, todo se disolvió para siempre en el pasado..

Pasé parte de ese primer día luego de volar toda la noche jugando a las damas con un marinero indonesio también varado en el Day Room. Extranjero de nuevo, exiliado otra vez, aunque ahora podía poner “auto” delante de la palabra exilio, salí en un bus de Greyhound a Nueva York esa misma noche. En Nueva York me iba a encontrar con Néstor Latrónico, que vivía en un minúsculo departamento del East Village y me había invitado a quedarme unos días.

En la frontera entre Canadá y USA me demoraron (y conmigo a todo el Greyhound) por portación de cara, pilchas y equipaje. Demasiado pelo negro afro, sombrero hippoide de paja, vaqueros rotosos, demasiada ropa para ser un turista y encima dos paquetes de yerba mate que tajearon y llevaron para analizar puertas adentro… todo eso a las 2 de la madrugada mientras me moría de sueño, pensando que iba a ser un viaje tranquilo de Toronto a NY gracias a mi pasaporte canadiense. Para nada; miraron el pasaporte y luego se miraron entre sí y preguntaron dónde había nacido, qué iba a hacer en Estados Unidos, por cuánto tiempo me quedaría. Encima, al revisar el bolso de mano encontraron también el pasaporte argentino y el italiano. ¿Tres pasaportes? Les dije que para un estadounidense eso podía ser raro pero cada uno de mis tres países admitía la doble ciudadanía, por eso los llevaba: uno para salir de Argentina, otro para entrar en Canadá, otro para Italia. También se los llevaron para adentro, no sé qué habrán consultado, y al volver me pidieron que firmara un papel para constatar la coincidencia de firmas en los tres documentos. Volvieron a llevárselos y media hora más me devolvieron todo para dejarme volver al bus, que me esperaba con toda paciencia, excepto por la inmensa mujer negra que tenía de acompañante de asiento que se puso a resoplar y a rajar puteadas contra los inmigrantes que no entendí o preferí no entender. Mucho fucking shit hasta que el bus arrancó y volvió a quedarse dormida, de nuevo con la cabeza sobre mi hombro. Amanecí dolorido.

Pero amanecí en Nueva York: al salir de la estación del Greyhound un negro que venía escuchando su ghetto blaster pegado a la oreja y al que me quedé mirando, mientras caminaba tambaleando bajo el peso de mi mochila y arrastrando el bolso marinero, pasó a mi lado y me dirigió una trompada al rostro que detuvo a tiempo, a pocos centímetros de mi nariz. Y siguió de largo. Solo un bluff. Vaya bienvenida.
Primera impresión de la calle: jamás vi tanta basura junta (o sí, pero en Río los basureros estaban de huelga; aquí trabajaban normalmente). Había llovido; los vendedores de mercadería robada habían dejado tiradas en la calle pilas de cartones y papeles que se pudrían en los charcos. Un portorriqueño gordo miraba su diminuta TV a pila sobre el capot de un auto. Un negro iba en una silla de ruedas a la que tenía atados sus propios tobillos; un perro lo acompañaba. Una mujer que parecía recién salida de la sequía etíope, en harapos, increpaba a cada uno de los pasajeros de la estación del Metro antes de alargar la mano para pedir limosna: “I was born in a graveyard! I was born where birds are dead!”. Todo tan funky. Era como una ciudad del Tercer Mundo. O el Tercer Mundo había invadido la capital del Primero. Estábamos en guerra, o algo así, entre el Primero y el Tercero, porque detrás del Muro de Berlín, en esos meses todavía en pie, el Segundo ya estaba controlado, asediado, sitiado por el Primero. La única esperanza de derrota del Primero residía en el Tercero. Y este había empezado a invadir las capitales del Primero.

Venía en harapos, los pies negros, las uñas largas, la mirada roja. Parecía vencido pero arrastraba al vencedor a su terreno, lo erosionaba, lo hacía tambalear y caer en medio de la basura. “Too late. I can’t make it” decía el vagabundo viejo, pobre y borracho cuando el semáforo cambiaba al rojo mientras él estaba a punto de cruzar la calle. Seguro que se refería a toda su vida.

Los cafés que vi abiertos en el Village y que evalué para no llegar demasiado temprano a lo de Néstor, me parecieron caretas. Mi lugar parecía estar en un McDonalds o en los bolichones donde servían desayunos baratos de 7 a 11.

Lo digo aquí, ahora: primera impresión, me sentí raro. Sapo de otro pozo. Como con miedo a que se dieran cuenta de que no manejaba los códigos. Que supieran que yo no sabía. Que no era de ahí. Al final, nadie lo era.