“La visita de un amante es lo más delicioso que hay en el mundo” escribió Sei Shonagon cerca del año 1000 d.C. en su diario. Pero ese visitante también podía llegar a avergonzarla, como aquella vez en que el Capitán Medio de la División de los Guardias de la Izquierda se quedó a dormir en casa de esta escritora sobre una estera de paja en la cual ella había dejado olvidado su cuaderno personal. Al levantarse por la mañana, el oficial lo sustrajo y así habría comenzado a circular lo que pronto sería conocido como El libro de la almohada, según relata la última anécdota de este clásico de la literatura japonesa, tal vez como un guiño de auto ficción para dar a entender que la autora no quería difundir sus confesiones.
Sei Shonagon (968-1025 d.C.) fue el apodo de una mujer de no más de treinta años que trabajó como dama de compañía de una casi adolescente emperatriz llamada Sadako durante la era conocida como Heian. Sei podía ser su nombre o su apellido; y Shonagon, el término que designaba su cargo en la corte de Kioto como ayudante de menor rango, según la traductora Amalia Sato. La descripción de su rival literaria Murasaki Shikibu, autora del otro clásico en la misma época, el Romance de Menji, coincide con la imagen que uno puede hacerse al leer este diario: una mujer culta, frívola, altiva, hasta engreída, Sei Shonagon fue la creadora de un género híbrido que incluye ensayos digresivos, microrrelatos, catálogos, impresiones, argumentos y pautas de conducta que, en su caso, oscilan entre el pudor y el disparate.
Por ejemplo: detestable será quien se desee salud a sí mismo después de estornudar. Y grato será todo lo que llora de noche, excepto los bebés. Los niños y todos los hombres exitosos deberán ser regordetes, pues si son delgados se sospechará que tienen mal carácter. Raro es que un sirviente no hable mal de su amo. Vergonzoso es el corazón del hombre que cuando está con una mujer con quien se aburre no le demuestra su disgusto sino más bien le hace creer que puede contar con él. Encantadora será “cualquier cosa, si es diminuta”. Y odiosa será esa situación en la que una “ha cometido la locura de invitar a un hombre a pasar la noche en un lugar poco conveniente, y comienza a roncar”. También se sabe que siempre son “extrañas las emociones de los hombres y extravagantes sus conductas: por ejemplo, a veces un hombre abandona a una mujer bonita para casarse con una fea”.
Las listas de cosas inapropiadas, deprimentes, raras, sórdidas, encantadoras, desagradables, etc. son marcas de una originalidad y capacidad de opinar que parece atípico en una japonesa del siglo X. Irónica, ociosa dentro de esa corte en la cual las mujeres debían tener muchas horas libres, Sei Shonagon muestra un notable grado de emancipación no a pesar de las reglas del palacio ni por disidencia o desobediencia sino a través de una paradójica aceptación de esas estructuras inamovibles. Ella dice que odia el espectáculo de los borrachos que gritan. Odia también a quienes sin ningún encanto especial discurren sobre distintos temas como si lo supieran todo. Y mucho más detesta al que la interrumpe cuando ella está contando una historia para agregar un detalle casual. Una y otra vez, Sei Shonagon se planta ante los varones como pares e incluso como subalternos intelectuales. Critica a aquellos que consideran frívolas a las cortesanas. Defiende la soltura con la que ellas miran a los ojos sin diferencia de rango y su derecho a no quedarse escondidas detrás de biombos y abanicos. También confiesa sentir desprecio por las amas de casa que sirven fielmente a sus maridos toda la vida e imagina que si pudieran vivir un tiempo como damas de servicio en la corte conocerían otras delicias.
Por cierto que en El libro de la almohada también hay tormentas de nieve, cielos de luna llena, escenas de amor y llanto entre pájaros pero se destacan las anécdotas de infidelidad y seducción en la corte. El decoro indica que un buen amante deberá comportarse con elegancia tanto en la oscuridad como a la luz. Tendrá que demorar su partida, vistiéndose con lentitud, como si no quisiera que la noche se acabase nunca. Luego emprenderá su regreso en la madrugada para escribir el poema de despedida que exige la etiqueta y enviárselo a ella antes de que el rocío se desvanezca sobre las enredaderas. Aunque esté somnoliento, escribirá sin prisa, evitando dar pinceladas desprolijas en esa caligrafía japonesa de líneas suaves. Ella esperará hasta el amanecer, sabiendo que una de las cosas más molestas es enviar un mensaje o respuesta a alguien y, luego de que el mensajero ha partido, encontrar un par de palabras para corregir.
Sei Shonagon habría muerto anciana y en la pobreza, como corresponde a su leyenda, luego de haber servido muchos años a la emperatriz. Tras haber relatado cómo perdió su diario en aquella visita inapropiada de un capitán, hay sobre el final del libro un epílogo que, se especula, pudo haber sido escrito por un copista póstumo para ordenar los fragmentos. Allí se dice que la autora escribió pensando que no iba ser leída por nadie, para su propio entretenimiento. Y hay cierta burla a esas personas que hablan bien de lo que detestan y critican lo que les gusta. La legendaria escritora les dice, simplemente: “lamento que hayan leído mi libro”.
-Versión ligeramente aumentada de la nota que salió en Perfil Cultura del 03/09/16. La diferencia es mínima: esta tiene unos 300 caracteres más que el texto publicado, que debía tener no más de 5 mil caracteres.