Blues del funeral de Allen Ginsberg

La ilusión de convocar en torno al propio lecho de muerte a todos los amantes y amigos que uno tuvo a lo largo de su vida, ya reconciliados en el recuerdo, no es nueva ni fuera de lo común. Pero la extensión de esa fantasía a la escena del funeral es un deseo que Allen Ginsberg (1926-1997) expresó como nadie en el poema “Muerte y fama”, un mes antes de internarse en el hospital Beth Israel de Nueva York donde se le diagnosticó un inoperable cáncer de hígado que terminó con su vida en pocos días.

Ginsberg ya era consciente de que estaba más cerca del arpa que de la guitarra. Por lo menos desde 1996, cuando una insuficiencia cardíaca congestiva, unida a cierta incontinencia y dificultad para caminar a causa de una probable polineuritis diabética, le inspiraron poemas de despedida, de agradecimiento y de exhibición de su cuerpo bajo ataque: “Excremento”, “Canción del intestino”, “Me sangra la nariz”, casi siempre a ritmo y rima: “me sangra la nariz/ te sangra la nariz/ todos sangran encima de mí”. Este registro se intensificó en cada internación hacia un final terrible, nada romántico: “máquina de cagar, máquina de mear/ soy una increíble máquina de cagar”.

En sus mejores años, Ginsberg solía recitar o cantar en público sus poemas rimados en alianza con la música folk, el blues y el habla de los barrios, vestido con largas túnicas de colores o con traje y corbata mientras tocaba el teclado de su armonio. Habrá sido difícil para este performer habituado a los aplausos en la calle y el escenario verse postrado en hospitales donde cada día recibía peores noticias: “Esta hepatitis puede provocarte/ pruritos, náuseas, sangrado nasal/ cabezas de hemorroides hinchadas, colgantes/ lirios de Pascua en tu cama de hospital”. Así surgieron los poemas de su libro Death and Fame, en el que estuvo trabajando hasta último momento y que fue publicado post-mortem en 1999. Hay varias traducciones, o intentos, al castellano. Pero ese tipo de rap es tan intraducible como la experiencia de un cuerpo en condición terminal.

Según Bob Rosenthal, su secretario y mano derecha por más de veinte años, Ginsberg en los últimos meses de vida se interesó en conseguir copias de canciones de cuna, que él intentaría reescribir en tono de humor escatológico. Algunos de aquellos poemas de hospital son productos de ese juego: “Hey, tus días están contados, ¿por qué gastar así tu reloj?/ ¿Cómo te sentirás cuando no puedas respirar?/ ¿Qué harás en los próximos seis minutos?/ ¿A dónde irás en las próximas seis horas?/ ¿De qué te servirán media docena de películas porno gay?” Otros, como “Muerte y fama”, entrarán en la más trascendente serie de “Aullido” y “Kaddish”.

Seis semanas antes de morir, en medio de un viaje en taxi para ir al cardiólogo, Ginsberg le dijo a Rosenthal, entre carcajadas nerviosas: “escuchá esto que empecé a escribir anoche”. Era el comienzo de su último poema extenso: “Cuando yo me muera/ no me importa lo que pase con mi cuerpo/ arrojen las cenizas al aire, desparrámenlas en el East River/… Pero quiero un gran funeral”. La ceremonia comenzaría con la llegada de familiares, maestros orientales, su compañero de cuatro décadas Peter Orlovsky, y luego, “lo más importante, los amantes de medio siglo/ docenas, centenares, más, hombres maduros, ricos y pelados/ chicos que encontré desnudos hace poco en la cama/ grupos sorprendidos de verse entre sí, innumerables, íntimos, intercambiando recuerdos”.

En “Muerte y fama” dialogan esos amores de una noche o de muchas junto a multitudes de fans en torno al ataúd donde yace el cuerpo compartido. Alguien dirá: “La chupaba como ninguno”. Y otro: “Yo estudiaba en sus clases de poesía, él me sedujo, yo no quería, me hizo gozar, no lo vi más”. Y también: “No se le paraba pero él me amaba”. “¿Vos también? Y yo que pensaba que eras hetero”. “Como japonés, siempre quise ser culeado por un maestro”. “Él se aseguraba de que yo acabara primero”. “Lo vi montones de veces, nunca se acordaba de mi nombre pero yo igual lo quería”. A ellos se agregarían personajes de la farándula beatnik, distinguidos paparazzi, obreros cultos, cazadores de autógrafos, veteranos del rock, “tropas de la liberación sexual” y muchedumbres de admiradores que en medio del funeral sentirían que habían sido “parte de la Historia, excepto el difunto que nunca supo realmente qué estaba pasando ni siquiera cuando estaba vivo”.

Al final, su verdadero funeral no sería masivo sino privado. Una semana después de recibir el diagnóstico de la metástasis masiva del cáncer de hígado, ocho viejos amantes y amigos consiguieron llevarlo a su departamento en el East Village antes de que entrara en coma. Además de un grupo de monjes budistas tibetanos que velarían su cuerpo toda la noche, los primeros en acercarse fueron Patti Smith, Lou Reed, Laurie Anderson y Kurt Vonnegut. Su último poema, que no llegó siquiera a corregir, se llamaba: “Las cosas que no haré”. Una larga lista que incluye “nunca iré a la Argentina literaria… ni viviré un mes en las playas de Río entre los chicos de las favelas”. Allen Ginsberg dejó de cantar en la madrugada del 5 de abril de 1997.

Publicado en Perfil Cultura de este domingo, 26 de octubre de 2014