El último suspiro de Timothy Leary

Hay escritores que saben que están por morir y se van en silencio como elefantes a su retiro privado, ocultos de la mirada pública. Otros, en cambio, lo dicen todo: hablan y escriben sobre el asunto hasta por los codos, dedican poemas y ensayos a la muerte, hacen de su propia agonía un show de despedida gratuito y abierto. Timothy Leary (1920-1996) fue probablemente el más radical de estos últimos. El llamado “profeta del ácido” anunció su muerte inminente como el viaje más completo de toda su vida. Una vez que, a través de “dos simpáticos doctores” de Los Ángeles, se enteró que ya no tendría chances de sobrevivir porque su próstata se había transformado en “el anfitrión de un cáncer sano, robusto y ambicioso”, se dedicó a diseñar su propia muerte, o desanimación, como prefería llamarla. Una muerte de diseño que incluyó los mensajes a difundir antes, durante y después del paso al más allá.

Según Leary, el usuario experto en drogas psicodélicas intuye que el viaje final debe parecerse en cierto modo a la “salida de sí” de los trances alucinatorios y que las condiciones físicas, sociales y ambientales en que uno se encuentre han de ser determinantes para tener una experiencia infernal o extática. En los años 60, como muchos otros psicólogos y psicoanalistas, Leary experimentó con el potencial terapéutico del LSD antes de que este fuese declarado ilegal, y luego continuó activando por la despenalización para el consumo personal y la investigación. Detenido en 1966, protagonizó un escape espectacular a los cuatro años de encierro, se refugió en Suiza y fue recapturado por la DEA en 1973, para ser sobreseído tres años más tarde. En sus libros más conocidos, La experiencia psicodélica: Un manual basado en el Libro Tibetano de los Muertos y La política del éxtasis, entre los más de treinta que llegó a publicar, ya se perfila esa relación entre “la muerte de la mente” o disolución del sentido de autoidentidad de las experiencias psicodélicas y el viaje final que todos debemos emprender un día, esa “experiencia más fascinante de la vida” de la que habla específicamente en su último libro, Design for Dying, traducido en español como El trip de la muerte.

Entre especulaciones sobre el origen del ADN y las promesas de clonación y suspensión criónica (por congelamiento) del cerebro, además de otros escenarios de ciencia-ficción que ya habían seducido a Leary, como la migración hacia colonias espaciales y la mutación del cuerpo biológico hacia modos de información pura, esta obra final cruza las utopías futuristas y los consejos tipo manual de autoayuda new age con la pragmática aceptación de formas de morir con humor y estilo: “¿Te estás muriendo? ¡Organizá una fiesta!” Con un cartel que decía “La madre de todas las fiestas”, la casa de Leary se empezó a llenar de amigos que venían a despedirse y encontraban al enfermo dando recetas para diseñar la propia muerte con música, amor y drogas. “Vive y muere, pero siempre con amigos” fue la consigna de este incurable exhibicionista que abrió una página web para subir todo lo que se pudiera registrar de su proceso (o progreso, según se lo mire) de viaje terminal. “Decidí morir como he vivido, de cara al público, sin ocultar mis ideas y acciones, ni siquiera cuando son tabú o ilegales” declaró Leary a la prensa, dando a conocer su ración diaria de drogas auto-medicadas: opiáceos, crackers de queso fundido con marihuana, una línea de cocaína, un vaso de whisky con soda, dos tazas de café, trece cigarrillos de tabaco y doce globos de óxido nítrico (gas hilarante). Rodeado de su equipo de amigos, colaboradores y familiares que lo acompañaron con dolor pero lealtad para recibir a curiosos y periodistas, Leary hizo de esos momentos finales una sobreactuación de su incorregible vitalismo. A cualquier precio, había que mantenerse lejos del hospital y de la tristeza.

Claro que la fiesta no salió del todo según el plan. A medida que el cáncer avanzaba, las fuerzas físicas de Leary se fueron debilitando, sus palabras se volvieron más erráticas e incoherentes y la necesidad de opiáceos como la codeína se hizo cada vez más frecuente. Leary abandonó ciertas fantasías que tenía para preservar su cerebro congelado mediante la separación quirúrgica de su cabeza, segundos antes de la muerte cerebral, aunque más tarde un supuesto “documental” produjo imágenes de dudosa verosimilitud en torno a ese procedimiento. Un plan más serio sobre la trasmisión por internet del momento de su muerte, que consideró hasta último momento, también fue abandonado.

En su delirio final, sus últimas palabras habrían sido “Why not” (“Por qué no”), pronunciadas en forma de pregunta y de afirmación, en voz alta y en un susurro. Sin embargo, su amigo y colaborador Robert Anton Wilson consideró que en realidad fueron las que recibió, como otros, por e-mail un mes después del día de defunción, en un mensaje pre-programado que decía: “¿Cómo va todo? Saludos del otro lado… No es lo que esperaba. Es bonito, pero hay mucha gente. Espero que estés bien. Saludos, Timothy”.

Publicado en Perfil Cultura del 7 de septiembre de 2014