Cuando escribí Correrías de un infiel, a principios de siglo, me propuse hacer una novela, a partir de la coincidencia de mi apellido con el del narrador y con el de un personaje inspirado en el coronel Manuel Baigorria. Así lo entendió Ana Longoni, en la presentación: «Hay por lo menos tres Baigorria cruciales en el libro: el autor, el narrador (se trata de un relato en primera persona) y el personaje histórico, militar unitario aparentemente mestizo refugiado entre los ranqueles durante más de veinte años, enemigo de Rosas… El punto es que el pacto habitual de lectura que propone una novela aquí se desdibuja: ¿dónde termina la confesión autobiográfica y empieza la ficción? Quizá la gracia del asunto radique en esa imprecisión, que el texto alienta continuamente». Así lo comprendió Germán García: «Yo creo que acá hay un narrador que busca ese espacio inconmensurable, apropiándose de un elemento azaroso -como ocurre tantas veces en la literatura-, que es el apellido Baigorria. En ese espacio ajeno en el que se ingresa a partir del rastreo del apellido hay una transformación de la relación que se tiene con la propia cultura». Y así lo percibió María Pía López: «En las palabras se sacude del polvo de Tierra Adentro. En esta novela se decide qué heredar y qué no heredar de (Manuel) Baigorria. Y se decide no heredar el tono de disculpa. Correrías puede pensarse como unas memorias -de todas las experiencias vitales atravesadas por el narrador: sean las de la multiplicidad de la vida sexual en el mundo de la contracultura, sea la del ritual de la comunión en un convento- que no pretenden disculpas… Eso me parece que es una decisión respecto de la herencia, respecto de qué significa heredar y qué significa elegir un antepasado».
Elegir un antepasado: vaya esta aclaración como aporte al intercambio de ideas que provoca el articulo «La realidad, sus voces y sus ámbitos» de Julián Gorodischer y Javier Sinay en la Ñ, publicado en la edición digital como «Crónica argentina, modelo siglo XXI». Allí se denomina «nueva crónica argentina» y también «no ficción argentina» a una amplia constelación de textos que va desde Montserrat de Daniel Link hasta el diario de viaje Misoginia latina de Joaquín Linne, pasando por el inclasificable Banco a la sombra de María Moreno, entre otros. Y entre esos otros también está Correrías de un infiel. Aclaro: «infiel» se le decía al indio de Tierra Adentro en el siglo XIX, por oposición a «cristiano». Y también: Manuel Baigorria fue un unitario exiliado entre ranqueles de 1831 a 1852 con quien no me une ningún lazo sanguíneo comprobado. O sea, no fue mi antepasado. O si lo fue, no podría probarlo.
En todo caso, lo que hace el narrador de Correrías de un infiel es adoptar a aquel coronel devenido cacique indígena como «ancestro político». Porque esto sí ocurre en la novela: un narrador -que es periodista, se apellida Baigorria y viaja hacia un monasterio rural para investigar sobre el origen de su apellido- cruza recuerdos de la contracultura setentista con las escenas en la que imagina a un cacique-coronel polígamo y partidario del amor libre entre los pampas del siglo XIX. Y aunque nunca llega a establecer con certeza la línea de ancestros que lo vincula a ese apellido, decide tomar a aquel Baigorria como «antepasado adoptivo». En esto, el pacto de lectura se ancla firme en la ficción: ese personaje no guarda ninguna relación con la realidad que haya vivido el auténtico Manuel Baigorria, cuyas Memorias, escritas en 1868, fueron publicadas, en varias ediciones, por Hachette y El Elefante Blanco. Quien desee conocer la escritura y los hechos relatados por aquel Baigorria hará bien en remitirse a ese texto crucialmente autobiográfico, más que a mi novela.
Que la ficción sea leída como realidad y la realidad como ficción impugna o pone en sospecha la división binaria entre esas categorías. Es cierto: en Correrías, la impugnación es alentada por la heterogeneidad en la distribución de voces, entre las cuales aparecen el narrador y el personaje histórico que presuponen un pacto ficcional, la voz del ensayista y crítico literario (por ejemplo, en discusión con La lengua del malón de Guillermo Saccomano), y la voz de la memoria del autor -ahora así- evocando correrías en la escena contracultural, de revolución sexual y de costumbres, a lo largo de los años 70. A ese cruce se le puede llamar de muchas maneras. En el artículo mencionado, a Montserrat de Daniel Link se lo califica de «crónica-novela». También podría ser novela crónica.
Josefina Ludmer, quien prefiere hablar más de «sistemas de distribución de voces» que de las viejas categorías de «género», ubica al libro de Link en esa serie de «literaturas posautónomas» en las que también incluye Banco a la sombra de Moreno, La villa de César Aira y Ocio de Fabián Casas, entre otras. En Aquí América Latina, Ludmer señala que «estos textos son y no son literatura, son ficción y realidad… Se instalan localmente y en una realidad cotidiana para fabricar presente y ese es precisamente su sentido».
Fabricar presente, incidir sobre la realidad, más que buscar «representarla» o «documentarla». Néstor Perlongher hablaba de «realismo lancinante» al referirse a Reynaldo Arenas y su novela El mundo alucinante, sobre la vida deseada, alucinada de fray Servando Teresa de Mier. Arenas habría tomado a las memorias de fray Servando para ponerse a alucinar, decía Perlongher en la entrevista con Pablo Dreizik publicada en Papeles insumisos, desplazando la palabra «alucinante» hacia otra portuguesa que le parecia más linda: «lancinante». Cruza de lanza y alucinación, lo lancinante pincha, perfora, interviene lo real. «Lancinar es como hacer una estocada, como desgarrar. Tiene que ver con la experiencia de la alucinación, pero no deja de instaurar un plano que también es de lo real, de lo molecular… El problema es si vos respetás lo real constituído como tal o lo invadís» (Perlongher).
Me parece muy bien que Gorodischer y Sinay hayan rescatado a todos estos textos de estatuto ambiguo, híbrido, mestizo; aplaudo que hayan reivindicado el diálogo con un imaginario actual que «ya no concibe a lo real sino como mirada que lo constituye»; agradezco la mención de mi libro, las amables palabras de elogio que le destinan, la asociación con Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla. Alucinante.
Pero justamente por eso advierto: hay en Correrías de un infiel una crónica de viaje a un monasterio en Los Toldos, disfrazado bajo el nombre ficcional de La Tapera, como parte de la investigación en la que me embarqué para escribir este libro. Hay una Beatriz, hay monjes con nombres de ficción para proteger la privacidad de los auténticos en esa crónica incrustada o envuelta dentro de la novela. Porque la novela aquí rodea, envuelve, comprende e interviene a la crónica así como abarca al ensayo, a las memorias, al diario de viaje. Porque la novela -no esta, sino La Novela, las mejores novelas- es en pleno siglo XXI el espacio donde todavía pueden cruzarse, cohabitar, copular, hacer máquina todos los «géneros» de la tradición, toda la poesía, toda la teatralidad, todo el pensamiento filosófico que pueda soportar el duro deseo de narrar.
Creo esto, creo en esto. Ya ven, esta entrada se titula «Crónica en defensa de la novela» pero termina sin ser realmente una crónica. Como decían los viejos periodistas, nunca dejes que la realidad te arruine un buen título.
Los textos de María Pía López, Germán García y Ana Longoni a los que se hace referencia pueden leerse con un click en cada nombre, o por acá.