Para algo sirven los aniversarios. Esta semana volvió a los suplementos culturales, a los homenajes y a los encuentros académicos bajo pretexto de cumplirse cien años de su nacimiento. Portada de Adn en la nota de Ana María Vara, presencia en la tapa del suplemento Perfil Cultura por la nota de Rubén H. Ríos y también en Radar por la entusiasta apología de Federico Kukso, su figura convoca a las Jornadas McLuhan en la Universidad Nacional de Rosario del 1 al 3 de agosto. Todo muy grato para quienes venimos leyéndolo casi desde el principio y advirtiendo que Marshall McLuhan se anticipó a la era digital, a la lectura en red, a los e-books y a los análisis de los efectos de las nuevas tecnologías en los usuarios desde mediados de los 60, como discutíamos recientemente en esta presentación de El canon digital.
Hace años que McLuhan me parece super-actual. Aquí abajo va la nota que titulé «El regreso de McLuhan» y que fue publicada en la revista Ñ en 2004 bajo el título:
McLuhan es el mensaje
La publicación en Canadá de Understanding Me, en un guiño a Understanding Media, título del best-seller norteamericano de 1964 que conocimos en castellano como Comprender a los medios de comunicación, suministra nuevo material para los debates y relecturas que emergieron en la última década en torno a una obra controvertida. Dieciocho conferencias y entrevistas inéditas, transcriptas de audiovisuales atesorados por su hija Stephanie, y prologadas por Tom Wolfe, facilitan una exposición directa al estilo original de McLuhan, un orador brillante incluso cuando era ilógico o contradictorio. Sus consignas “el medio es el mensaje” y “la aldea global” siguen siendo repetidas aun o sobre todo por quienes nunca lo han leído, quizá por el poder persuasivo de su palabra más que por la consistencia de su pensamiento.
Un documental canadiense, McLuhan´s Wake (en obvia alusión al Finnegans Wake de James Joyce, frecuente referencia en el discurso de McLuhan), cuestionó en 2002 el lugar común de que el profesor de literatura inglesa nacido en Edmonton padecía de un incurable optimismo tecnoutópico. Allí, McLuhan aparece como un intelectual católico educado en Cambridge que, inmerso en el vórtice de energía de los nuevos medios electrónicos, se ve empujado a descubrir estrategias de supervivencia y evasión. En un medioambiente que se mueve a la velocidad de la luz, en el cual la información es simultánea, multidireccional y destructora de los puntos de vista, McLuhan se perfila como un artista-antena que alerta sobre los cambios de clima sociocultural. Postula que la estructura visual de la página impresa promueve una percepción orientada hacia la secuencia, la jerarquía, la clasificación, las líneas rectas, mientras que los medios electrónicos construyen una percepción guiada hacia la discontinuidad, la improvisación, la simultaneidad, la repetición y los círculos. En la “era eléctrica”, la narrativa se vuelve montaje, las secuencias suceden más por agregación que por causación, la política deviene espectáculo. Las nuevas tecnologías recuperarían lo mejor y lo peor del pasado tribal, con su inmersión total en la experiencia y su manipulación por autoridades carismáticas.
“La única alternativa es comprender lo que ocurre, y luego apretar los botones correctos para apagarlo, neutralizarlo y frustrarlo en la medida que sea posible” decía McLuhan en una entrevista televisiva de 1966, también reproducida en el nuevo libro. “Muchos creen que si uno habla acerca de algo reciente, está a favor de ello. Pero en mi caso, la verdad es todo lo contrario. Aquello sobre lo que yo hablo es, casi con toda certeza, algo a lo que me opongo resueltamente. Y me parece que la mejor manera de oponerse es entenderlo, y entonces uno sabrá cuál es el botón con que se lo puede apagar”.
Las contradicciones y ambivalencias de su pensamiento, según algunos de sus ex alumnos, como David Staines y Donald Theall, serían muestras de que McLuhan siempre se dedicó a la literatura. Los estudios de sus favoritos Poe, Joyce, Eliot, Pound, Mallarmé, Rimbaud, Baudelaire fueron el fondo del cual habría emergido el lenguaje “tecnopoético” del literato convertido en opinator mediático y en relator de mitos. Para otros investigadores, como Arthur Kroker, McLuhan fue un “humanista digital” que intentaba preservar el más alto grado de libertad creativa mediante el proceso de sumergirse en la tecnoestructura para humanizarla. Por cierto, no pudo escapar de la fascinación de un establishment empresario que lo aplaudió y elevó a la categoría de gurú, acaso por su insensibilidad o indiferencia ante el problema de la apropiación privada de las tecnologías.
Otras interpretaciones de un personaje tan complejo han aislado observaciones prácticas valiosas de sus generalizaciones categóricas, impresionistas, y de sus predicciones fallidas o acertadas. McLuhan predijo a mediados de los años 60 un sistema de información y servicios similar a internet, pero también vaticinó que se extinguiría el baseball. Para Steven Mizrach, su obra es más sólida en el estudio de los cambios sociales y cognitivos producidos por la invención del alfabeto fonético y de la imprenta que en aquello que se presenta como su campo de acción por excelencia: la era electrónica.
El “gurú de los medios” ha sido cuestionado reiteradamente por su determinismo tecnológico, pero en la década de 1990 algunos han intentado rescatar los elementos dialécticos que se encontrarían en su método para analizar cómo emergen los distintos sistemas de comunicación. Para McLuhan, medios son tanto la radio como el ferrocarril, los anteojos como la lámpara eléctrica, el alfabeto como la rueda. Su relato de una historia determinada por invenciones técnicas excluye absolutamente la historia de los modos de producción, de la luchas de clases y de los cambios en las relaciones de propiedad. No obstante, investigadores como Paul Grosswiler y Judith Stamps, entre otros, han argumentado que el método abierto y procesual de McLuhan tiene vínculos con la dialéctica hegeliana y marxista y que puede servir de base teórica para estudiar la relación entre la economía política y la evolución de las comunicaciones, en particular si se observan las posibilidades de intervenir en forma autónoma en las intersecciones de hegemonía entre cada medio. En otras palabras, si se localizan las oportunidades históricas de apretar ese “botón correcto” para apagar la máquina.
Cómo leer hoy a McLuhan desde este lado del mundo, en uno de los barrios periféricos de esa “aldea global” incapaz de proveer de teléfonos, internet, educación y alimentos a la mayoría de su población pero cuyas elites utilizan toda nueva tecnología para aumentar la vigilancia, es harina de otro costal. Acaso no lo hemos leído lo suficiente en clave regional/local o sospechamos que, como buena mezcla de telepredicador, humorista, erudito, visionario y petardista, McLuhan puede ser interpretado de muchas maneras. Queda pendiente la pregunta de si su recuperación será relevante para un pensamiento crítico del siglo XXI.
Ñ. Revista de cultura, 31/01/04