Diez hipótesis salvajes sobre la crónica *
Boom, auge o moda de la crónica, se ha dicho, para referir a la constelación de discursos que desde fines de los 90 ha crecido en forma de ensayos, artículos, concursos, nuevas colecciones de libros, publicaciones digitales y en papel, becas, subsidios, ponencias (como esta) y, por último, crónicas publicadas en algunos diarios y revistas de algunos países hispanoamericanos, muchas de ellas en formato digital. Digo “por último” ya que hay razones para sospechar que el discurso secundario producido sobre el género no ha sido necesariamente efecto del incremento en ventas y lecturas de crónicas… Una de las paradojas de la historia no tanto de la crónica sino de las ideas sobre la crónica es que esas ideas parecen haberse multiplicado a medida que se fueron reduciendo y cerrando los espacios para la publicación de crónicas en la prensa gráfica.
Al contrario de lo que sucedía a fines del siglo XIX, cuando los escritores modernistas se insertaban en el mercado mediante la publicación de crónicas en periódicos, a fines del siglo XX y principios del XXI, el interés, diríase, “teórico” por la crónica se produce al mismo tiempo que diarios y revistas pierden lectores, primero a favor de los medios audiovisuales y luego de internet. El principal soporte material y económico sobre el que se despliega la crónica contemporánea no es ya la publicación periódica sino el libro (“Sí, se habla del retorno de la crónica, pero no sucede. Están cada vez más refugiadas en los libros, que no es su lugar más directo y poderoso, porque los medios no le dejan espacio” decía Martín Caparrós en una entrevista en El Argentino). Por otra parte, se ha encontrado un nuevo soporte –si bien poco rentable- en la publicación digital (revistas como Etiqueta negra, Soho, Gatopardo, El Malpensante, Anfibia, por ejemplo, además de sitios especializados como Águilas humanas, Periodismo narrativo en Latinoamérica, Blog crónico y otros blogs colectivos o individuales que han publicado crónicas de modo ocasional o permanente). El propósito de este trabajo es revisar algunas de las hipótesis más o menos sólidas, fluidas o “salvajes” que los autores de crónicas y actores interesados en el género han expuesto en los últimos años en torno a estos cambios, a modo de somera revisión y puesta a punto de cierto “estado del arte” en las ideas sobre la crónica.
1ra. La crónica es una mentira.
Leila Guerriero, en el décimo aniversario de la revista colombiana El Malpensante (2006) leyó una ponencia o quizá autobiografía disfrazada que llevaba por título “Sobre algunas mentiras del periodismo”. En ella, Guerriero se sorprendía de que se hable como se habla del auge de la crónica latinoamericana al mismo tiempo que se acepta como cierta la idea de que los lectores ya no leen. La crónica, según Guerriero, es un género que necesita “tiempo para producirse, tiempo para escribirse, y mucho espacio para publicarse: ninguna crónica que lleve meses de trabajo puede publicarse en media página”. Pocos medios estarían dispuestos a pagarle a alguien para que ocupe dos o tres meses de su vida investigando y escribendo una crónica, decía Guerriero, un género que no se lleva bien con la urgencia, y mucho menos dedicarle espacio gráfico a un texto largo ya que “lo dicen los editores, lo vocean los anunciantes, lo repiten todos, los lectores ya no leen.” Entonces, ¿por qué se habla del auge arrasador de la crónica? Se preguntaba Guerriero. Y se respondía: “Después del misterio de la Santísima Trinidad, éste debe ser el segundo más difícil de resolver”.
2da.. La crónica es un freak.
O una entelequia rodeada por misterios. La misma Guerriero decía en una entrevista que “nadie sabe bien qué es y qué no es la crónica”. Juan Villoro la llamó “el ornitorrinco de la prosa”, “un género hibrido”, “la encrucijada entre dos economías: la ficción y el reportaje” e incluso “literatura bajo presión” (Villoro, 2005). O sea, un fenómeno (freak), un ser extraordinario, fabuloso. Ya está anunciado en la palabra. Crónica: término castellano de siete letras, como nirvana, sobre el que Borges decía que le parecía imposible que una palabra tan sonora y tan enigmática no incluyera algo precioso. Lo mismo con la crónica, cuya suma numerológica daría como resultado el 72, La Purificación en el Tarot egipcio. Una palabra apta para ser utilizada por el esoterismo que maneja la industria del libro y los medios de comunicación en la publicidad de sus productos. Y si no disponemos de estadísticas precisas para hablar de cuánto discurso primario o secundario hoy existe sobre la crónica, al menos podemos advertir, por simple reiteración en el discurso, que lo que hoy existe es un auge de la palabra “crónica”.
3ra. La crónica es una «investigación periodística».
Una de las fechas de nacimiento del interés por esta palabra como etiqueta de venta en la industria del libro en Hispanoamérica podría situarse en el 2002, cuando la editorial Planeta/Seix Barral lanzó el premio de crónica que en su primera edición ganó Hernán Iglesia Illa con Golden Boys, una investigación sobre los jóvenes brokers argentinos que se la pasaban jugando en Wall Street durante los años en los que Argentina se hundía en la depresión y la crisis que llevó al colapso del 2001. A efectos del premio, Planeta/Seix Barral anunciaba que “se entiende por crónica una investigación periodística -que incluye la biografía- sin limitación temática, realizada en profundidad, escrita con una marcada voz de autor y apelando a estrategias y recursos propios de la narración de ficción”. Ahi tenemos toda una definición, realizada por un jugador de peso en la industria editorial: crónica es «investigación periodística». Pero ya no se sostiene esa definición que desde el principio hacìa agua por todos los costados: la crónica es preexistente a la investigación llamada periodística y se remonta en nuestra lengua por lo menos hasta la época de los cronistas de Indias (ver 5ta. hipótesis).
4ta. La crónica es «Nuevo Periodismo».
También «periodismo narrativo» o «periodismo de autor»… La Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano que preside Gabriel García Márquez, ha promovido por lo menos desde 1994 aquello que en sus fundamentos denomina “buena narración” en el periodismo, o sea, el “contar historias en forma creativa” unido al rigor en la investigación. Pero algunas cosas cambiaron a fines de los 90. El auge de la llamada investigación periodística, en medios gráficos y en libros, pareció llegar a su cenit y declinar hacia la mitad de esa década, después de haber marcado el ritmo de las lecturas políticas de la época, al menos en Argentina (baste recordar el éxito comercial de libros como Robo para la Corona de Horacio Verbitsky, El Jefe de Gabriela Cerruti o El otro de Hernán López Echagüe). En aquellos años, la etiqueta de “crónica” no se aplicaba a estos trabajos y quizá con buena razón, porque si bien esos autores realizaban cierta crónica de época, de costumbres, de hechos políticos, había tanto en la producción como en el lenguaje de esos textos (por lo general, se trataba de investigaciones exhaustivas de largo aliento, narraciones articuladas con secuencias explicativas, argumentativas, en clave de denuncia) una operación en la cual la información precisa era el eje central de una prosa que se acercaba a la tradición del reportaje en profundidad de los medios nortemericanos (otra historia del género “reportaje” y de cómo llegó ese término a ser utilizado como sinónimo de “entrevista” en el nuestro y otros países latinoamericanos debería ser encarada en algún marco que excede a este artículo). Acaso por esa vinculación con el nuevo periodismo norteamericano, entre otras razones, las nomenclaturas de crónica y cronista estuvieron ocultas o fueron inexistentes en los medios gráficos argentinos de las últimas décadas. En una columna de opinión del diario Perfil, Damián Tabarovsky recordaba las revistas que él leía en los 80 y principios de los 90, como El Porteño, publicaciones que daban mucho espacio a la crónica, aunque en esos años no se hablaba de “crónica” ni de “cronistas” como sucede actualmente, cuando en el diálogo social abundan los elogios a la crónica como género, como si fuera «un tipo de escritura interesante a priori», como si despertase, “entre los festejantes, una fascinación mayor que la novela o el ensayo literario” (Tavarobsky, 2010). Aun hoy, en algunas redacciones de diarios o semanarios, cuando aparece un tema a tratar o a cubrir no se le pide al periodista que “haga una crónica” sino simplemente que “haga una nota” (aunque la presión de la moda también va desplazando este término por el de «hacer una crónica» incluso cuando el notero sale al «lugar de los hechos» y vuelve a la redacción con una entrevista o una noticia). En todo caso, si se trata de un tema que requiere más tiempo, testimonios, consultas a diversas fuentes, etc., se le pide que “haga una investigación” y no una crónica.
Después de Operación masacre de Rodolfo Walsh, que originalmente salió por entregas periódicas en el periódico Mayoría, los medios y otras industrias culturales de la época no vacilaron en llamar a ese texto una “investigación”, más tarde una “novela de no ficción” –siguiendo a Truman Capote—y luego una «no ficción” a secas. Claro, un invento no es sólo de quien lo inventa sino de quien lo patenta, escribió Carlos Gamerro, para quien Capote “por yanqui, famoso y propagandista nato” tenía todas las de ganar porque, además, sirvió su novela “con teoría incluida (como hicieron, en otro contexto, los franceses del nouveau roman) mientras que las reflexiones teóricas de Walsh sobre la no ficción llegaron quince años después de la obra en sí” (Gamerro, 2004). En realidad, las breves y dispersas primeras reflexiones de Walsh al respecto comenzaron antes: en 1959, Walsh escribió desde La Habana “Calle de la amargura Nro. 303”, un artículo acerca del (autodesignado) corresponsal argentino Jean Pasel, muerto al acompañar una expedición guerrillera frustrada a Haití. Allí Walsh describía al “gran espejismo del periodista de raza, el reportaje que en un solo día hace circular un nombre por todos los rincones del continente”, y elogiaba el estilo de escritura de la revista Time, su “precisión de adjetivos”, su “entusiasta relato” del exterminio de los guerrilleros en Haití. Jean Pasel, según Walsh, tenía el deber de estar, como todo periodista, donde estaba la noticia: “Y estuvo. Aunque no nos mandara el gran reportaje ni escribiera tan bien, pero tan bien como la revista Time” (Walsh, 1989). El artículo refería al in-depth report o “reportaje en profundidad” que Time, nacida en 1923, cultivó desde sus comienzos. Este género fue después retomado y radicalizado por el llamado nuevo periodismo norteamericano como una operación inscripta en la tradición de la novela realista del siglo XIX. Tom Wolfe describió en 1970 los procedimientos que incluían el diálogo, la construcción de escenas, la descripción del detalle y la adopción de un punto de vista, todas ellas marcas que alejarían a los nuevos periodistas del periodismo informativo convencional, masivo, mainstream, el de la síntesis breve y concisa, procedimientos que los periodistas habrían descubierto como por instinto, haciendo tanteos, improvisando más que por teoría, pero que se relacionan con las técnicas escriturales de la novela realista, por un lado, y con las técnicas del montaje cinematográfico por el otro.
5ta. La crónica es sinónimo de «no ficción».
Tal vez se necesitaba ponerle una etiqueta común a textos que incluían y articulaban información, ensayo, autobiografía, cuaderno de notas, diálogos y narraciones con recursos tomados de la literatura de ficción. “Relatos de no ficción” fue el nombre que se mantuvo por razones de costumbre y convención, aunque Ana María Amar Sánchez consideró más adecuado el de “relato documental” o “relato testimonial” para incluir a textos como los de Walsh, Elena Poniatowska y otros en un “discurso narrativo no ficcional” que, sin ser realista en sentido estricto, trabajaría con material documental y excluiría lo ficticio. En cuanto al reportaje, ya era parte del campo de estudios de los géneros periodísticos en la “escuela española” especialmente a partir de José Luis Martínez Albertos, quien de los 60 a los 80 desarrolló una teoría normativa de estos géneros, distinguiendo entre información, reportaje y crónica (géneros informativos) y artículos o comentarios (géneros de opinión), y luego distinguió “reportaje objetivo” de “reportaje interpretativo” para pensar en tres macrogéneros: los informativos (noticia, reportaje objetivo), géneros interpretativos (reportaje interpretativo y crónica) y géneros de opinión. De todas maneras, la influencia de la prensa y la industria del libro de EE UU finalmente impuso el término abarcativo y ambiguo de «no-ficción», para referir a todo aquello que, junto con la crónica, pudiese ser ofrecido y vendido en el mercado, ese mercado que Leonor Arfuch denominó “espacio biográfico”. Inscripto en una tradición que incluye las cartas, las biografías y las narraciones históricas, el periodismo moderno a lo largo de todo el siglo XX habría colaborado activamente en la aparición de esa narrativa de nonfiction como expresión de la “necesidad de escribir sólo sobre algo que realmente haya ocurrido” (Ford, 1985).
No obstante, a lo largo de la década del 2000 algunxs han insistido en distinguir la crónica dentro de ese corpus difuso donde se confunden testimonio, reportaje y non-fiction novel. La crónica, aunque mantenga un nexo indisoluble con el referente (los hechos, los paisajes, los otros), estaría menos regida por la demanda de pruebas o evidencias como lo está el periodismo, sea nuevo o viejo. Mónica Bernabé observó que la crónica se relaciona con el antiguo arte de la narración oral tal como lo describió Walter Benjamin (Bernabé, 2006): el campesino, el marino mercante son figuras de la narración boca-en-boca, artesanos del discurso, aquellos que manejan las herramientas de la voz y del gesto corporal, que coordinan el ojo con la mano, que trabajan a partir de los materiales de la experiencia de vida (propia o trasmitida) en el relato. La huella del narrador queda adherida al relato, que procede como un río que va acumulando fuerzas a lo largo de su recorrido para desplegarlas más tarde, que no se agota en los detalles de la novedad y tiende a permanecer en la memoria en alguno de sus múltiples sentidos, de sus zonas inexplicables, mágicas, prodigiosas. La noticia, por su parte, al proponerse trasmitir “la cosa en sí”, tiende a ser impersonal, se adhiere al objeto más que al sujeto, es verificable, explicable, cobra su recompensa en el instante, se consume y se olvida (o se archiva). Pero con la conquista de América comienza a suceder algo nuevo. El cronista de Indias tiene la apariencia de un novelista –se separa del resto para ponerse en gesto de escribir, moja su pluma en la tinta, está a solas ante la página en blanco y además su lector (el soberano, el príncipe) también será un individuo en soledad con su libro- pero mantiene un fuerte vínculo con sus referentes, las nuevas criaturas y paisajes de un mundo nuevo. Así, en la relación o relato de Indias, la crónica hispanoamericana crece a partir de una cruza de experiencias y figuras: del narrador medieval al novelista burgués, del informador que arma catálogos y nomenclaturas de seres y objetos desconocidos al testigo que cuenta su aventura personal y al político o argumentador que denuncia la explotación y masacre de los indígenas, como Bartolomé de las Casas. Las retóricas producidas por la intención de demostrar la autenticidad de lo narrado, incluyendo la garantía que puede ofrecer la participación del narrador como testigo presencial de los hechos, habría sido el germen de la literatura hispanoamericana, tanto de su novelística como de su ensayística, dado que entre las varias fronteras que tiene la crónica se encuentra el ensayo de interpretación, que es la forma utilizada por los escritores hispanoamericanos para narrar e imaginar a la nación (D.F. Sarmiento, L. V. Mansilla, Ricardo Palma).
La crónica habría aportado a la fundación de los imaginarios nacionales, cuando al capturar en su formato oral todas esas voces y relatos de “los otros” –indios, gauchos, negros- que seducían y amenazaban, los escritores hispanoamericanos pudieron incluirlas en libros, como Facundo, que funcionaron como “depósito” de cuentos y anécdotas que el autor “transcribe y acomoda en su representación de la barbarie” (Ramos, 2003). La emergencia de grandes periódicos en varias ciudades del continente en las últimas décadas del siglo XIX posibilitó que escritores en vías de profesionalización hallaran en esos diarios formas de ganarse la vida y al mismo tiempo de marcar un territorio propio para la intervención literaria, formalizando a través del género crónica el interés de lectores ávidos de novedades sobre la modernidad norteamericana o la moda en París o las nuevas configuraciones urbanas producidas por la inmigración y las tensiones sociales. La modernización de América de habla hispana, con su desarrollo desigual, sus frágiles formas estatales y sus cambiantes fisonomías socioculturales, tuvo expresión en la escritura de los modernistas – Ruben Darío, José Martí, Amádo Nervo, Gutiérrez Nájera, entre otros-, que se leerían entre sí, discutirían, intercambiarían ideas y publicarían crónicas en los nuevos periódicos (La Nación, El Imparcial, El Partido Liberal, La Opinión Nacional, etc.), abriendo un campo expresivo que no tenía relación de dependencia con el Estado ni con la institución literaria. Mientras que en Europa el discurso literario tuvo soportes institucionales, a través de la educación, la democratización de la escritura, el mercado editorial y el surgimiento de un público lector, todos ellos factores concomitantes al desarrollo de la novela, argumenta Ramos, en Latinoamérica, en cambio, el mercado del libro recién se establece durante el siglo XX: “De ahí que algunas funciones de la novela en Europa –como la representación (y domesticación) del nuevo espacio urbano- en América Latina fueran cumplidas por formas de importancia menor en Europa, como la crónica, ligada generalmente al medio periodístico” (Ramos, 2003).
Al mismo tiempo, sobre el fin del siglo XIX, el género empezó a ser colonizado por el modelo del periódico norteamericano, con su énfasis en la velocidad, la concisión, la objetividad, la precisión de noticias que deben desplegarse con un lid o cabeza informativa para dar cuenta de aspectos jerarquizados en cada acontecimiento. La prensa moderna, según Ariela Schnirmajer, “se vincula al pragmatismo norteamericano, impone la noticia objetiva, en oposición al chroniqueur de las letras francesas. A la figura del chroniqueur y a su marca de estilo se opone el reporter, que es quien trae la noticia rápida, a la hora de cierre” (Schnirmajer, 2010). Esta figura sería consecuencia directa del lenguaje de las noticias telegráficas, dice Susana Rotker, ese lenguaje del que se quejaba Manuel Gutiérrez Nájera: “El telegrama no tiene literatura, ni gramática, ni ortografía. Es brutal” (cit. por Rotker, 2005). El impacto de la invención del telégrafo dio lugar al lenguaje informativo que luego fue conocido como “periodístico” y que fue colonizando el espacio de las publicaciones gráficas como si fuese el lenguaje oficial del periodismo considerado como un todo, aun cuando se mantuvieron la tradicional columna editorial en páginas destacadas y la crónicas y otros textos literarios, folletines, novelas por entrega y diversos relatos, algunos de ellos con pretensiones científicas pero que «parecían salidos de la literatura fantástica» (Rotker, op.cit.). Los cronistas modernistas, propone Rotker, serían “antecedentes directos de lo que en los años cincuenta y sesenta del siglo XX habría de llamarse “nuevo periodismo” y “literatura de no ficción””. Sin embargo, al menos en Argentina, aquellos escritores y periodistas que empezaron a publicar en la prensa gráfica en los años 70 y 80 que estaban en búsqueda de estilos que trascendieran el lenguaje sintético de la noticia encontraron como referencia al “in-depth report” de los medios gráficos de EE UU, siguiendo el modelo de Walsh, y de pronto ocurrió como si un manto de olvido o una forma sutil de desaparición se hubiese tragado la memoria de la experiencia única de los cronistas modernistas en la historia del periodismo.
6ta. La crónica supone un “haber estado ahí”.
Parte de la experiencia de los modernistas incluía una forma de elaborar la presencia o ausencia del cronista respecto al famoso “lugar de los hechos”. Todavía hoy se discute sobre esta cuestión como si el tiempo no hubiese pasado. Marcos Mayer, en un comentario sobre el libro El paisaje en las nubes, de Roberto Arlt, cuestionó la adscripción de esos textos al género crónica, palabra elegida por la editora Rose Corral, dado que esos textos también podrían ser llamados sencillamente artículos o columnas. De hecho, por décadas nos hemos acostumbrado a designar las notas en la prensa de Arlt tal como él las denominaba: “aguafuertes”. En todo caso, muchas de esas notas fueron realizadas “al pie del cable”, es decir, tomando una noticia según fue redactada en un cable llegado al diario, y a partir de allí, armar una escena o una reflexión. Pero, opinaba Mayer, “la palabra crónica presupone una presencia del periodista en el lugar de los hechos, una visión de primera mano de los acontecimientos que se narran, un espacio de escritura que casi exige una subjetividad manifiesta” (Mayer, 2009). Como si la subjetividad sólo pudiera desplegarse, manifestarse a partir de ser testigo presencial. La premisa de Mayer parece ser que la crónica es algo que hace un periodista y que éste siempre debe estar presente en “el lugar de los hechos”. El escritor Roberto Arlt, sin embargo, hizo casi lo mismo que el poeta y cronista José Marti cuando era corresponsal del diario La Nación en Nueva York: leía noticias y las convertía en crónicas (así, Martí pudo escribir sobre el terremoto de Charleston, la muerte de Jessie James y la ejecución de los mártires de Chicago sin haber estado allí, sin haber sido testigo presencial). Si la noticia es una mediadora entre el acontecimiento y el lector, al pasar por un lector-cronista se disuelve en una segunda mediación que la sobreescribe y refuta aquel presupuesto de credibilidad periodística basado en una imaginaria transparencia del lenguaje y en el valor de uso, comunicativo, que tendría el lenguaje informativo, como “fiel reflejo de los hechos”. Pero la idea de que la crónica es “no ficción” tiene un arraigo consistente en el imaginario mediático. Hasta hace pocos años, Martín Caparrós seguía refiriendo a la crónica como “el género de no ficción donde la escritura pesa más. La crónica aprovecha la potencia del texto, la capacidad de hacer aquello que ninguna infografía, ningún cable podrían: armar un clima, crear un personaje, pensar una cuestión”. En «Actuar la vaca», una entrevista-conversación con María Moreno, Caparrós amplió su idea de la crónica como un género en relación de dependencia con el periodismo y el relato de no-ficción: “No hay malas historias sino malos periodistas, pero si un buen periodista además tiene una buena historia es mucho más interesante para leer”. Moreno, sin embargo, le observaba que “la no ficción, desde los textos de Truman Capote y Rodolfo Walsh hasta los de Cristian Alarcón, está más del lado de la investigación y se basa en un modelo casi parajudicial donde el cronista ocupa el lugar del juez… En la crónica no existe esa exigencia de pruebas, sobre todo porque se asocia más al ejercicio de una mirada que a una investigación”.
7ta. La crónica es «mirada».
Una mirada extrema, escribió Caparrós en el prólogo a la compilación de Maximiliano Tomas La Argentina crónica (2006). “La crónica es una mezcla, en proporciones tornadizas, de mirada y escritura” decía Caparrós en este mismo texto, donde por otra parte advertía que “la crónica es eso que nuestros periódicos hacen cada vez menos” ya que en Argentina “no hay espacio para publicar crónicas, salvo un par de honrosas excepciones” (se supone que la referencia era a Crítica de la Argentina y a Página/12). Hay algo más, sin embargo: la documentación, el trabajo sobre el referente que, de alguna manera, puede cambiar el punto de mira, incorporar otra perspectiva, modificar la mirada. No sólo por la artesanía del lenguaje, sino por lo que se encuentra al mirar algo desde distintos ángulos y por el tiempo suficiente. Eso que se llama «investigar» (aunque sea de prisa y en superficie). Sergio Chefjec habla de una «mirada documental»que en la literatura presupone «una disposición de tipo espiritual, una actitud empática del narrador, o de la narración en general, hacia los objetos físicos, situaciones empíricas o documentos flagrantes”. Esa mirada repone cierta fábula en la cual los documentos y los objetos en general ganan presencia adicional en el relato. Y el relato que incorpora esa mirada de alguna manera concierne al yo, porque “el registro de lo documental parece ser la única opción literaria posible para que las experiencias asociadas a la primera persona mantengan una presencia no amenazada por la irrelevancia” (Chefjec, 2010).
8ta. La crónica es un «macrogénero».
Maxi Tomas, en la mencionada introducción a La Argentina crónica, llamó “crónica periodística” a todo texto que utiliza y mezcla en su beneficio a “los demás géneros periodísticos: el reportaje, la entrevista, el perfil, la investigación. Y pretende construir, a través de ellos, un ‘relato total’”. Además de la publicación de crónicas, la antología incluye las respuestas de cada autor a las preguntas: “¿Cuál es su definición de crónica periodística? ¿Cuál cree que es su finalidad? ¿Qué limites -éticos, metodológicos- existen a la hora de investigar una historia para contarla?”. Para ajustarnos sólo a la primera de esas cuestiones, vemos que para casi todos los consultados la crónica no es algo muy distinto a una nota o reportaje: es “contar una historia” (Martín Sivak); “ir, mirar, volver y contar” (Esteban Schmidt); “relatar un suceso, una experiencia o un territorio con la mayor precisión e intensidad posibles” (Pablo Plotkin); “una narración que intenta contarle a la gente… que fue lo que pasó, cómo pasó, a quienes les pasó, cuándo, dónde y por qué” (Guido Bilbao); “un relato narrativo no ficcional que, en sus versiones más logradas, debería habilitar en el lector una sensación de traslado al lugar en el que se desarrolla la acción” (Julián Gorodischer); “una historia que condensa y resume un momento y un lugar” (Hernán Brienza). Por cierto, las respuestas siempre están constreñidas, condicionadas por la pregunta, como mostró Roland Barthes, y en este caso la pregunta parte de un equívoco, que es la adscripción naturalizada de la crónica al espacio periodístico, como si el género no hubiese existido o no pudiese existir fuera de ese espacio. Incluso Brienza, quien en su respuesta cuestiona a “las crónicas periodísticas falsamente objetivizadas desde el lenguaje y desde la técnica de investigación”, ya que “no hay nada más engañoso que una crónica de pirámide invertida de esas que leemos a diario en los periódicos”, también reproduce la idea de que la crónica es un género estrictamente periodístico, aunque haciendo la salvedad de que “la crónica de autor es el último refugio de honestidad metodológica del periodista” (cit. en Tomas, 2006). ¿Y qué es la crónica de autor? Podríamos tomarlo como un punto de intersección entre el discurso literario y el discurso del periodismo «de autor». Es decir: si partimos de la premisa de que hay un llamado “periodismo de autor” –que puede incluir entre otros géneros a las columnas de opinión, los análisis, editoriales, reseñas y, en algunos casos, entrevistas firmadas por autores reconocidos, firmas que indican una determinada política de construcción autoral, de despliegue de la voz singular de un autor-, dentro de ese campo complejo también podríamos hablar de una crónica “de autor”. Las tipologías tradicionales establecidas en algunos manuales de periodismo no suelen hacer esas distinciones. Dentro de los ejemplos de crónicas a veces se inserta, en la misma serie, a las crónicas policiales que son como notas informativas, con pirámide invertida, no muy diferentes de una noticia; las crónicas políticas (por ejemplo el seguimiento de una campaña electoral), las jurídicas (como el seguimiento de un juicio oral), las de corresponsales de guerra y otros enviados (como aquellos que hacen crónica de costumbres en el extranjero) y las crónicas de viaje. Todo en la misma bolsa. Da la impresión de que hay tantas posibilidades de colocar la etiqueta de “crónica” a una operación de escritura que no habría por qué asombrarse de que periodistas y escritores no se pongan de acuerdo en qué es una crónica. Dentro del espacio periodístico, se vuelve imprescindible distinguir entre la crónica en la cual existe una fuerte voz autoral (o sea, una “firma”), y la crónica sin firma, anónima, indiferenciada por su lenguaje y estructura del resto del medio en el que se publica. Esta última sería la crónica “periodística” en sentido estricto, aunque no habría ningún inconveniente en que un autor denomine a sus crónicas como “periodísticas” si así lo desea, para consolidar o legitimar una determinada postura profesional, aun cuando ese texto termine publicándose en un libro. Pero lo que se juega en el adjetivo “periodístico” es también la naturalización de un proceso vivido a lo largo del siglo XX, en el cual el discurso periodístico, como hemos visto, ha colonizado el espacio de la crónica. Este espacio, según postula Ariela Schnirmajer, se habría desarrollado, antes de pasar al periódico, mediante una circulación a través de libros. Los modernistas, que a menudo se leían entre sí, publicaron crónicas en libros y algunas de ellas fueron incluidas en antologías de cuentos. En todos esos casos tendríamos operaciones de autor sobre un mercado periodístico que, a fines del siglo XIX y principios del XX, necesitaba narraciones acerca de los veloces cambios del espacio urbano. Los autores modernistas, para diferenciarse del lenguaje objetivista de la información, acentuaron la subjetividad de su mirada, fueron artesanos del estilo, sobreescribieron, se aproximaron al barroco, se alejaron de la noticia rápida, de la hora de cierre, esas tareas de reportero, no de cronista. El reporter, aquel que Caparrós llamó “el informador”, sería precisamente lo contrario del cronista, una figura tradicionalmente más vinculada a los moldes literarios. Tal como el escritor decimonónico que colaboró con la construcción de los imaginarios nacionales, se trató de una figura que, ya habiendo abandonado su “rol de difusor del predicado estatal, encontró en la crónica su propio espacio discursivo” (Schnirmajer, 2010).
9ª. La crónica es literatura «menor».
La reaparición de la crónica –no como género o forma literari sino como espacio discursivo secundario, campo de reflexión, de comercio de ideas y propuestas- podría pensarse como un acto de justicia para una tradición cultural nacida al calor del encuentro con la alteridad, con lo absolutamente “otro” del continente americano, y de la necesidad de narrar ese encuentro, así como de clasificar, integrar o excluir la alteridad –según el caso- en un proceso de ordenamiento y consolidación territorial. La crónica como “instancia débil de la literatura”, por ser un espacio abierto a la contaminación de discursos que “pugnan por imponer su principio de coherencia, y también como un tipo de “literatura menor”, dice Ramos –incorporando ideas de Deleuze que sin embargo no desarrolla a fondo (para Deleuze, literatura menor era aquella producida por una minoría dentro de una literatura –y una lengua- mayor). La crónica como forma fragmentaria y derivada, aunque fundamental en el campo literario, que al ser génericamente imprecisa “posibilita el procesamiento de zonas emergentes de la cotidianeidad hasta el momento excluidas de los modos más estables de la representación literaria” (Ramos, 2003). Pero esto, que puede ser motivo de festejo para algunos, o de tentación de hacer una apología de la crónica por su “resistencia a convertirse en un género mayor”, por presentar un “contramodelo” o “modelo contrahegemónico” a la noticia pretendidamente objetiva y a la pretensión de objetividad periodística, una forma de escritura lateral, descentrada tanto en relación al periodismo como a la institución del campo literario –ni uno ni otro, pero al mismo tiempo uno y otro, literatura y periodismo, arte y acontecimiento, creación e información-, sin embargo no podría postularse como signo político positivo. Al menos, “en abstracto”, advertía Ramos, porque la misma flexibilidad formal del género crónica, su “indisciplina”, sus líneas de fuga y desterritorialización de la novela y de la noticia, de los géneros literarios y periodísticos, permitiría formas de disciplinamiento y reterritorialización, al producir imágenes de la alteridad y de la otredad que contribuyen a elaborar un “saber” sobre los modos de vida “otros” y en general sobre los grupos subalternos, un saber funcional al control social. Por otra parte, habría también una reterritorialización mercantilista, una “incorporación del arte al mercado”, ya que la crónica como forma literaria encontraría límites a su autonomía desde un exterior no-literario, un exterior que se presenta como “información”. Este sería el límite formal a la autonomía del creador, del sujeto literario. Y no obstante, dice Ramos, ese límite ya no sería negativo (como pensaban los modernistas acerca del espacio “antiestético” del periodismo), sino que posibilitaría el reconocimiento de un núcleo específico al interior del género: el artesanado del estilo que adquiere consistencia justamente en relación a los lugares antiestéticos (información pura y dura) con los que opera en la escritura.
10ª. La crónica es «política».
El carácter híbrido, flexible, mestizo, contaminado y abierto a la polinización transgenérica, rizomático, de la crónica, no necesariamente haría que esta fuese per se una forma heroica, resistente, políticamente contrahegemónica, pero muchos escritores y periodistas, en los últimos tiempos, insisten en posicionarse con esos términos. En “Contra los cronistas”, Caparrós afirmaba: “Yo siempre pensé que ser cronista era una forma de pararse en el margen…. Ahora parece que resulta un pedestal, y me preocupa. Porque no reivindicaba ese lugar marginal por capricho o esnobismo: era una decisión y una política… Yo creo que vale la pena escribir crónicas para cambiar el foco y la manera de lo que se considera «información»” (Caparrós, 2008). Y antes, en “Por la crónica”, el mismo autor destacaba su idea de escribir crónicas para “descentrar el foco periodístico”, un foco que suele dirigirse sobre todo en dirección al poder, a los ricos y famosos: “La crónica se rebela contra eso cuando intenta mostrar, en sus historias, las vidas de todos, de cualquiera: lo que les pasa a los que también podrían ser sus lectores…La crónica es política” (Caparrós, 2007). De modo que en la reivindicación de la crónica como género aparece, una y otra vez, el problema de la representación, del “mostrar lo que pasa”. La crónica no tanto como espejo, reflejo, sino como vitrina, superficie de exhibición de lo raro, lo exótico, aunque también de aquello que en lo más nimio y trivial pasa desapercibido y sin embargo puede volverse excepcional por la mirada del cronista y su uso del lenguaje (cuanto más instrumental, menos estilo y voz propia; cuanto más estetización, menos apego a “la verdad de los hechos”). De nuevo se plantea la disyuntiva: uno podría fácilmente abonar la idea de que ser parte o testigo de los acontecimientos da un acceso privilegiado a los mismos. O, dicho de otra manera, que el que “estuvo allí” tiene mejores condiciones cognitivas respecto a los hechos que quienes sólo cuentan con lo que dicen otros. Hyden White y Arthur Danto, entre los filósofos de la historia, trataron de disolver el llamado “prejuicio empirista” de que estar ahí es garantía o privilegio epistémico de la verdad de los hechos. Según Verónica Tozzi, investigadora en filosofía de la historia y traductora de White: “El interés de todo relator es poder relacionar un acontecimiento o grupo de acontecimientos narrados en un contexto mayor. Para eso, debe poner en su relato muchas cosas más que las que fueron contemporáneas del acontecimiento. Para el relator, si quiere hacer un buen relato, el haber estado allí no le sería suficiente. Construir un relato implica contar los acontecimientos de una manera en la que no ocurrieron (nuestro subrayado). Para construirlo, el cronista utilizará ciertos recursos y convenciones narrativas, lo cual se opone a los que plantean que meramente estar, o registrar, es algo que pueda tener una función cognitiva. Nuestro lenguaje es temporalmente denso, y cualquier descripción que haga va a remitir a elementos que están antes o después del acontecimiento a abordar” (Tozzi, 2010). Es decir, el cronista nunca se encontrará ante una referencialidad en estado puro. El cronista no irá primero a los acontecimientos y luego a las representaciones de los acontecimientos. Tampoco accederá a los acontecimientos exactamente tal cual suceden; siempre accederá a las representaciones, a las descripciones. Incluso cuando es testigo presencial, o protagonista hasta cierta medida, tendrá un punto de vista sobre el acontecimiento que excluye otros puntos de vista porque sería imposible ver algo en sí desde todos los ángulos posibles. Su mirada no es necesariamente privilegiada: el cronista aborda el acontecimiento desde una mirada cruzada por sus lecturas, prejuicios, recuerdos y comparaciones.
Tenemos entonces al acontecimiento llamado auge, moda o boom de la crónica, y diversas representaciones en disputa sobre un género que parece resistirse a ser encasillado como género. Se dice de mí, diría la crónica. Si pudiese hablar, si fuese algo más que una abstracción, una forma discursiva, un espacio de cruce y experimentación en la inestable frontera entre el periodismo y la literatura.
-Osvaldo Baigorria
* Ponencia leída el 3 de diciembre de 2010 en las Jornadas de la Carrera de Ciencias de la Comunicación, UBA. Una primera versión escasamente corregida del texto fue publicada en el libro de ponencias de las Jornadas de la Carrera de Ciencias de la Comunicación, UBA, 2010.
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