
Tan lejanos y tan cercanos, los artrópodos invertebrados que en sus millones de especies constituyen casi el 90 % de la vida en este planeta nos desafían como si fueran alienígenas invasivos. Podemos expulsarlos cuando se meten en nuestras casas, aplastarlos o contemplarlos a prudente distancia. A veces, admiramos sus alas de colores paranormales, sus movimientos de hadas fugaces. Nos hemos acostumbrado a matarlos cuando nos atacan (tábanos, mosquitos) o nos puedan lastimar (escorpiones, algunas arañas), cuando ingresan a nuestras tierras y se comen nuestros alimentos (moscas, hormigas, cucarachas, gusanos blancos de escarabajo en estado larvario que son plaga en campos de maíz o de trigo), y a veces, por asco, por desconocimiento y miedo a enfermedades imaginarias o reales. En ciertas regiones hay algunos comestibles. En libros del Antiguo Testamento se indica que pueden comerse aquellos que tengan patas con coyunturas para dar saltos (langostas, grillos y saltamontes); el resto de los bichos, incluso los alados, son considerados abominables e inmundos, junto a todo animal que se arrastre sobre su vientre: “Todo el que toque sus cadáveres quedará inmundo hasta el atardecer” (Levítico).
En contra del lugar común y de la condena bíblica, Miguel Harte decidió trabajar con cadáveres exquisitos, hermosos cadáveres, luminosos, brillantes como joyas. Miniaturas perfectas que, ampliadas por la imaginación o la técnica, pueden ser también monstruos perfectos. Critters que parecen extraterrestres pero que provienen del subsuelo, de los agujeros y bucles de la Tierra. Al revés de Damien Hirst con sus tiburones, cabras, vacas, ovejas y caballos muertos, Harte se ha sumergido en la escala más diminuta y exótica del mundo animal. Para la mayoría es difícil pensar en un cadáver de insecto. Vemos un perro muerto y decimos: el cadáver de un perro; vemos una cucaracha muerta y no decimos: su cadáver. Sin embargo, aquí están: cuerpos inertes de insectos erguidos, cargando mochilas o en posición de combatir con otros, o teniendo sexo, a veces en grupo (orgía de insectos) o a la vista curiosa de otros bichos mirones. Hay una relación sexual violatoria entre insectos y agujeros; cada hueco se abre a lo oscuro, al misterio y a la posibilidad del terror o de un goce bizarro. Todo aquello que tiene orificio de entrada en el ambiente (rocas, paredes, cortezas de árbol, zanjas) y en el cuerpo humano (anos, narices, vaginas, bocas y orejas) invita a la invasión de minúsculas criaturas que pueden causar repugnancia. Quizá las piedras también sueñen con insectos, así como hay humanos que tienen pesadillas con arañas.
Acetona y humidificador mediante, Harte resalta con su trabajo de hormiga el extraño encanto de esos cuerpos y los despliega en escenas grotescas; así los antropomorfiza al mismo tiempo que los cosifica. En principio (o en final), no son más que cosas, objetos que pueden utilizarse en una actividad lúdica, artística o científica. Un arte naturalmente amoral: Dalí con sus pieles y cabezas felinas sería el opuesto complementario del cirujano sobre la mesa de disección. Y un cadáver solo dejará de ser “cosa” si alguien lo reclama, sea porque amó o tuvo relación con el ser vivo que lo habitó en el pasado. Por eso, escribió Bataille, mientras un profesor de anatomía puede abrir el cadáver de un niño para estudiar su interior, la madre de ese niño gritaría de dolor si se viera enfrentada a esa operación; jamás podría considerarlo un objeto. Tampoco quien amó a un perro o un gato podría soportarlo.
¿Se puede amar a una cucaracha? Son cuestiones de tamaño. Nos sentimos tan lejos de los insectos en la escala biológica que es difícil considerarlos parientes, con su exoesqueleto y sus cerebros más primarios y diminutos aun que el de los peces, reptiles y batracios. Pero cuando emergen de la nada, volátiles, o suben reptando a la superficie, asustan y desestabilizan. De pronto cunde el temor de un devenir bicho. Ahí están Kafka y La metamorfosis, o Clarise Lispector y la cucaracha en La pasión según G.H. El rostro del insecto no es como la cabeza de un tigre: sus antenas con forma de largos bigotes en los costados de la boca y sus ojos facetados pueden dar pavor si una se pone a su altura, pero quizá solo porque una se espanta de su propia materia. Un bicho también puede ser objeto de lujo, una joya negra. “Mientras sintiera asco”, escribió Lispector, “el mundo se me escaparía y yo misma me escaparía. Sabía que el error básico de vivir era sentir asco de una cucaracha”.
Trabajar con esos materiales que repugnan y causan inquietud es parte de una legendaria tradición de vanguardias: aceptar y abrazar el retorno de lo reprimido, de todo lo siniestro y lo bizarro de la vida salvaje, con sus cuerpos que decaen y mueren y renacen pero que también pueden ser transformados, por el trabajo de la mano y por el ojo de la imaginación, en monstruos fulgurantes, heraldos o mensajeros de un inframundo de belleza insondable.

—Texto publicado bajo el título «Cadáveres exquisitos» en el catálogo Como una piedra que sueña: Miguel Harte. Obras 1989-2022 para la muestra del artista en la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat, abril-julio 2022. Curadoría: Santiago Villanueva