En los últimos días, mientras estaba revisando antiguos materiales perdidos en la computadora para este curso, di con un artículo que escribí en alguna fecha olvidada del año 2015 para el suplemento Cultura del diario Perfil dentro de la sección «Palabras finales». Creo que dejé esa sección mensual después de esta última colaboración porque me deprimía. Fue idea mía iniciarla, se la propuse a mi editor (Alejandro Bellotti) con entusiasmo pero tras unas 25 publicaciones en las que me puse a investigar los últimos momentos, gestos y palabras de diversos escritores clásicos y modernos terminé deprimido y con los pelos de punta por esos finales trágicos, patéticos y, en algunos pocos casos, hilarantes para quienes los leían aunque sin duda agobiantes para quien los escribía. El de Bataille fue escrito en ese clima, además de apuro y por compromiso, con un título que si mal no recuerdo fue «Batalla de neuronas en Bataille». Un clima diferente al que me había llevado a escribir el libro Georges Bataille y el erotismo aunque este título también había llegado por encargo (Juan Carlos Kreimer para la editorial Campo de Ideas, Madrid). Ahora digo que el libro debería ser reescrito porque el tiempo pasó y he cambiado un poco de ideas en torno a algunas miradas de Bataille sobre la violencia, la prohibición, la transgresión y lo sagrado… Pero no pudiendo ponerme a encarar esa reescritura mayor en estos momentos, al menos intentaré reescribir ese artículo de Perfil, al que hoy titularé: DAR BATALLA Nació el 10 de septiembre de 1897 en Billom, un pueblo de la región de Puy-de-Dôme, centro de Francia. Un padre ciego, sifilítico, afectado por la parálisis general y la demencia. Una madre que no logra suicidarse. Y luego, la primera guerra mundial, que sorprende a la familia Bataille en Reims: ante la ofensiva alemana, madre e hijo huyen dejando al padre enfermo con la criada; el hombre muere en la indigencia un año más tarde. Convertirse al catolicismo y descubrir su vocación de escritor habrían sido dos de los movimientos interiores que precipitaron al joven de diecisiete años a formular en 1914 una declaración de principios: “Mi propósito en la vida es escribir y, en particular, elaborar una filosofía paradojal.” Paradoja, del griego parádoxos: opinión lateral, paralela, de fuera o de al lado de la opinión común, dominante.
En 1916 fue reclutado por el ejército francés para servir en la guerra de trincheras: la suerte quiso que le dieran de baja un año más tarde por insuficiencia pulmonar. Causa: una tuberculosis que sería su compañera de por vida. A los veinte años, Georges soñaba con ser monje. En 1917 ingresó en el seminario de Saint-Fleur (Cantal). También pasó algunos meses en el monasterio benedictino de Quarr, en la isla de Wight. Tres años después sufrió una irresistible pérdida de la fe y renunció a su vocación monástica. No obstante, aquel anhelo religioso dejaría más de una impronta: su editor y amigo Jean-Jacques Pauvert evocaría luego los gestos y modos de Bataille, en particular su “conversación dulce y devota como la de un sacerdote que siempre terminaba sus frases con algún gesto: tenía manos de obispo”.
Después, sus estudios sobre la poesía del siglo XIII, sus viajes a Madrid, su vínculo con los surrealistas (que terminó con su expulsión del movimiento por parte de Breton, ya un gesto clásico), su participación en revistas como La critique social, Documents y la célebre y secreta Acéphale junto a Roger Caillois y Michel Leiris con quienes se dedicó a estudiar lo sagrado, la violencia y la muerte.
En 1928 publicó su primera novela, Histoire de l’oeil (Historia del ojo), bajo el seudónimo de Lord Auch: narra los juegos temerarios de un par de adolescentes que exploran los límites de lo posible en la transgresión sexual, en combinaciones de orina, leche, huevos, sangre y semen, orgías de tres, cinco, ocho jóvenes a escondidas de los padres, en un internado, en un retrete o en una iglesia, nalgas sentadas sobre un plato de leche para el gato o sobre los testículos de un toro de lidia, pezones que se meten en el caño de un revólver recién disparado, culos con olor a pólvora y siempre esos huevos que parecen ojos que parecen huevos, introducidos en la vulva o en el ano, crudos o medio duros, para luego ser expulsados, meados sobre el bidé y engullidos (algunas escenas fueron adaptadas por el director japonés Nagisa Oshima en la película El imperio de los sentidos de 1976 que reconstruye un crimen verdadero ocurrido en Tokio en 1936).
En 1926 Georges se casó con la actriz Silvia Makles, de quien se divorciaría en 1934 y ella se uniría a su amante, que era ni más ni menos que Jacques Lacan. Por su parte, Georges inició una relación con Colette Peignot, compañera de Boris Souvarine del Círculo Comunista Democrático. Colette murió de tuberculosis en 1938, Francia fue invadida al año siguiente, Bataille sufrió una crisis interior que duraría muchos años…. renunció a su puesto en la Biblioteca Nacional de París, se mudó a Vézelay, publicó otras novelas y ensayos que pronto le abrirían su parcela exclusiva en el campo intelectual: el exceso, la transgresión, el derroche, el erotismo, la muerte.
En 1946 se casó con Diane Kochoubey de Beauharnais, con quien tendría a su única hija. La posguerra lo encontró escribiendo infatigablemente sobre un arco tan diverso como el jazz, Hegel, Van Gogh. Blake, los cuerpos celestes, el dedo gordo del pie y, por supuesto, el Marqués de Sade, dentro de la revista Critique, fundada por él mismo. Y publicando sus libros más conocidos, desde La parte maldita hasta El erotismo y Las lágrimas de Eros, trazando a toda velocidad, como en los rápidos de un río selvático, ese zizgageante camino que lleva lo erótico a ser algo tan sagrado (aunque de una sacralidad atea) como «una aprobación de la vida hasta en la muerte».
A fines de los años 50 era ya un autor de culto desconocido por el público masivo, pobre y enfermo. Además de aquella tuberculosis inicial y de una sífilis que contrajo durante los años de guerra, comenzó a sufrir síntomas de lo que sería diagnosticado como arteriosclerosis cerebral, un endurecimiento y progresivo cierre de las arterias que, al disminuir la irrigación al cerebro, induce la muerte de neuronas y por lo tanto la pérdida de diversas funciones, memoria y visión reducidas, confusión, incapacidad de concentrarse y dolores de cabeza, entre algunos ataques cerebrales asintomáticos. Internado varias veces, fue tratado con un anticoagulante, heparina intravenosa, que sin embargo no ayudó a mejorar su salud. Pese a todo, se las arregló para continuar trabajando de bibliotecario y escribiendo, aunque cada vez con mayor dificultad.
“Mi mente todavía funciona pero hay algunas costuras que quedaron flojas” decía a principios de los 60. Según Joseph-Marie Lo Duca, cada hoja del manuscrito de Las lágrimas de Eros era pasada en limpio inmediatamente por una dactilógrafa, ya que Georges olvidaba a menudo lo que acababa de escribir. Además, con su sueldo no llegaba a fin de mes. En marzo de 1961 sus amigos organizaron una subasta de cuadros y varios objetos de arte donados por Picasso, Miró, Giacometti, Michaux, Masson, Max Ernst, Hans Arp y otros, con tal éxito que pudieron comprarle un departamento en la rue de Saint-Sulpice, en París. Bataille tuvo que solicitar y esperar el traslado de su empleo de la biblioteca de Orleans a la Biblioteca Nacional y logró mudarse un año más tarde. Pero apenas llegó a habitar cuatro meses en su nueva residencia aunque sus neuronas sobrevivientes dieron batalla hasta el último aliento: marcado por su apellido, Bataille escribió, literalmente, hasta caerse muerto.
En julio de 1962 Diane viajó por unos días a Inglaterra dejando a Jorge Batalla a solas en su departamento de París, aparentemente intentando escribir un guión para una potencial película basada en Historia del ojo. No volvió a verlo con vida. En la noche del 7 de julio, luego de una cena con Jacques Pimpaneau y otros amigos, Georges, cansado, se retiró a dormir y durante su sueño entró en coma. Lo llevaron al hospital pero falleció a la mañana siguiente.
Entre muchos diarios y borradores se encontró un manuscrito de más de 90 folios titulado Mi madre, como tercera parte de un proyecto inconcluso de cuatro relatos iniciado con Madame Edwarda en 1937. El manuscrito estaba corregido y listo para ir a imprenta pero, según el editor Jean-Jacques Pauvert, los últimos textos eran tan confusos y con tantas versiones de un mismo fragmento que para la edición póstuma se tuvieron que resumir las páginas menos legibles. Publicado en 1966, Mi madre es un angustiado canto al incesto, ese tabú universal que llevó a la humanidad a observar límites opuestos a la libertad animal, según Bataille, para quien la apertura del erotismo hacia lo ilimitado conduce a “ese brillo y a ese vértigo” que irrumpe en el abandono extremo y excesivo de la vida cuando esta se pone en “contacto glacial con su contrario”. Como en toda su obra, en esta novela también se despliega la “dulzura de la angustia”, la relación entre muerte y sexualidad y el relato de las mayores transgresiones con una solapada risa trágica, una risa definitiva ante lo más sagrado o terrorífico. Pero al contrario de Historia del ojo, su primera novela, nadie parece divertirse mucho en las peripecias de Mi madre, su última. Los personajes que yacen enclaustrados en un delirio erótico, en la cama durante varios días, parecen desdichados, casi no tienen fuerzas para sonreír, apenas duermen y sus ojeras destacan miradas de extraviados, como si cada tanto regresaran del más allá.
Fragmento de sinopsis: luego de la muerte del padre, la madre un día se quita las ropas frente a su hijo, que también está desnudo. Se acuestan. Ella le pide a él que meta la lengua en su boca y luego que la penetre con su sexo “mojado de rabia”. Ambos saben que esa será la primera y única vez: el hijo ya no verá nunca a más a esa madre que ama hasta la veneración. Ella ha decidido morir, pero antes quiere zozobrar junto al hijo en una abolición de límites que los dos desean desde hace tiempo, ese ilícito que los hará perderse en la desmesura, la demencia del amor. La escena final queda librada a la imaginación de cada lector, o quizá el autor no pudo terminarla antes del colapso de su cerebro.
Para alguien que siempre intentó mirar a la muerte de frente, aun sabiendo que esto es tan doloroso e insoportable como mirar fijo al sol, la entrada en el coma y su dulce resbalar a la inconsciencia durante el sueño podría ser vista como un paradójico regalo de la vida. Después de tanta angustia y sufrimiento, un posible epitafio encontraremos en uno de los epígrafes más significativos de Mi madre: “La risa es más divina y aún más inaprehensible que las lágrimas”. Esto mismo podría haber sido grabado en su tumba pero no lo fue. La existencia corporal de Georges Bataille terminaría, como la de un auténtico escritor maldito, bajo una losa funeraria barata en el pequeño cementerio de Vézelay y su obra comenzaría a crecer de forma imparable hasta adquirir la reconocible estatura de un clásico.