Así se titula la entrevista que me hizo Augusto Munaro para el diario Los Andes. Por razones de espacio, supongo, no salieron algunas preguntas y respuestas de la original, realizada vía mail; entre ellas, las que indagan sobre cierta idea de deconstrucción y sobre el Post-scriptum del libro, ya cerca del final. Lo que aquí sigue es la entrevista completa en su formato de origen:
Osvaldo, según cuenta la leyenda, Poesía Estatal tuvo su génesis en la placita Boris Spivakow del Museo del Libro y de la Lengua.
Bueno, de ahí salió el largo verso que luego dio título a este libro. Fue a partir del 2012, cuando estaba organizando un ciclo de lecturas en esa plaza gestionada por el museo, algo que nunca había hecho antes y a lo que me sentí arrojado, por usar una expresión antigua, para “vivir la experiencia”, hasta principios del 2015. Resulta que para una de esas famosas noches de los museos, publicitadas como “el mayor encuentro cultural de la ciudad”, me propusieron pensar alguna actividad para entretener a los fantaseados miles de visitantes que supuestamente pasarían por la plaza, y se me ocurrió convocar a un micrófono abierto de lecturas de poesía. En los dias previos estuve escribiendo algunas palabras de bienvenida para presentar el evento, y de repente vi que tomaba forma un largo verso que, entre otros balbuceos, intentaba tematizar el encuentro forzado entre el peso de las instituciones y la ligereza del deseo. Una primera versión de esa lectura la subí a la web y lo que ahora sale publicado es bastante más extenso.
La oralidad aquí tiene un protagonismo ineludible, puesto que casi todos los poemas han sido –bajo circunstancias diferentes- leídos en distintos países ante un público muy diverso. Hay algo performático al declamar poesía. Hablo, concretamente, del gesto corporal. ¿Cómo pensás que se complementan la voz y el cuerpo en el momento que sucede la lectura en voz alta? ¿Podrías referirnos esa experiencia?
A ver: alguien podría decir, desde el punto de vista de la recepción, que escuchar una lectura en público no es realmente una “experiencia literaria”, como sí lo sería una lectura privada, individual, en silencio. Para mí son solo experiencias distintas, sin jerarquizar, que se dan tanto en la escucha como en la declamación en voz alta, frente al espejo, ante la cámara o la mirada de los demás. Si uno cierra los ojos cuando alguien lee, percibirá esa voz de un modo muy diferente a cuando uno mira al cuerpo que la emite. Cada una de esas posturas cambia el texto. El carácter del público también, ya que si uno está atento podrá interactuar y construir el ambiente y modificarlo todo según la reacción de la audiencia. Pero aclaro que estoy muy lejos de ser un perfórmata, y que esas ocasiones de lectura en público en verdad fueron muy pocas, una docena de veces si seguimos la lista del libro. Es que tampoco me siento cómodo ante cualquier público. De hecho, tengo cierto nivel de pánico escénico, no sé bien cuánto, si contamos del 1 al 10 como hacen los médicos, supongo que estaré cerca del 8. Eso me pasa también en charlas o conferencias. A ese pánico a veces lo atempero con una medicina auto-recetada, una petaca que llevo en el bolsillo o algún trago previo, generalmente de algo fuerte, Jameson o Vat 69. Según el caso, la noche anterior también puedo clavarme 0.5 mg de alprazolam oral para calmar la ansiedad y dormir más tranquilo.
El libro, asimismo, es una cartografía de viaje. Profundamente autobiográfico, los poemas operan como testimonios de tus búsquedas permanentes. En “Cantito intraducible”, planteás la distinción entre melopea, fanopea y logopea, a través de un tono tan lúdico como reflexivo. ¿Cuál es tu opinión en cuanto a la poesía?, ¿cumple ella algún fin o se trata de un medio para expresarse?
No sé si merece lo de “profundamente”. Creo que en todos mis libros aparece lo autobiográfico de modo fragmentario, en astillas, en los pliegues más cercanos a la superficie. Para el “Cantito” me apropié de un versito infantil que escuché de labios de niños de la comunidad rural en la que vivía, en la falda de una montaña canadiense entre los años 70 y 80, y le di una vuelta de tuerca que el azar determinó diferente. Allí el uso de “thunk”, un sinónimo bastardo y campesino de “thought” en participio pasado se agrega a la imagen del zorrino que se sentó sobre el tocón de un árbol y pensó que el tocón apestaba pero el tocón también pensó que el zorrino apestaba, y sin embargo en la versión impresa quedó como que el tocón pensó que simplemente el zorrino pensaba, o pensó. Esa marca la implantó una errata sobre un verso que de otro modo hubiera sido una copia casi exacta de lo que escuché de aquellos ecos montañeses. En cuanto a la distinción que hizo Pound, me sirve para recordar no solo que hay textos más intraducibles que otros sino también que hay una potencia, una energía que puede emitir una voz extranjera aunque no se entienda lo que diga. La voz como instrumento sin sentido, que desvía o destruye el sentido, que trasmite su electricidad sin proponerse comunicar ni ser inteligible. Eso que nos acerca siempre a la música.
“Poesía Estatal”, además de ser el poema más extenso, hacés con él una crítica al establishment. Leemos: “porque mejor que escuchar es leer,/ mejor que presenciar es proponer,/ mejor que asistir, organizar,/ y mejor que prometer es realizar”. Se tiene la impresión que hasta en la poesía “hay burócratas de la frase”, y por ello mismo, no es lo mismo leer en voz alta, que en voz baja… ¿De que modo sentís que el Estado puede llegar a regular la respiración del poeta?, ¿por qué?
Depende. Hay varios establishments o aparatos de captura en planos sociales distintos, en los mercados literarios, académicos, militantes, etc. Y por suerte también hay grietas, fisuras, agujeros por donde pasan las fugas de esos aparatos. Lo de “poetas estatales” es un rescate irónico de la figura creada por los infrarrealistas en los años 70 para repudiar a las mafias de escritores que en México cobraban sueldos del Estado y se beneficiaban de sistemas de consagración y difusión institucional gracias al PRI, un dispositivo que en la Argentina del siglo XX fue casi inexistente y que recién empezamos a conocer en los últimos años, en medio de la inestabilidad y cambios de 180 grados que caracteriza la historia de este país. Aquí hay un burocratismo precarizado y poca plata para repartir pero igual crecen plantas trepadoras que luchan por imponer su supremacía y poder sobre otras, mediante ardides clásicos como la adulación, la chupada de medias y el ninguneo. Esto se ha naturalizado tanto que ya no podemos soñar con suprimir ni escapar del todo del sistema salvo en el gesto extremo de la auto-abolición y el borramiento voluntario, a lo Néstor Sánchez. O salvo que el sistema se suicide mediante la guerra, otra opción indeseable. El problema hoy parece ser no que existan las instituciones sino qué hacemos con el deseo en medio de esas instituciones que nos exceden e imponen servidumbre. Una posibilidad es la parodia y la sobreactuación, como acudiendo al “llamado a los malos poetas” de Fogwill: que cada cual se arme con su librito de mierda y sus pensamientos imbéciles para hacer una poesía de la mendicidad de las instituciones que pueda reírse del rey o la reina y ofrecer su bálsamo a los sujetos.
En el libro hay zonas donde te encargás de la deconstrucción en cuanto a idea formal. Pienso en “Soy un poeta boludo”, por ejemplo. ¿Qué te interesa de ese procedimiento?
La cuestión banal de poner o no una coma según la pronunciación de la frase altera ligeramente esa regla de la lengua que normativiza el aislar entre comas los sustantivos que funcionan como vocativos, por ejemplo “boludo”, que ahí se usó como guiño en dos direcciones: una, el hábito popularizado de tipear mensajes sin comas ni puntuación en general y otra, la operación de “boludez autoconsciente” que Alejandro Rubio atribuyó a Fernanda Laguna como interferencia entre las líneas de debate erudito y las grietas entre neobarrocos y objetivistas. Al ponerlo al final del libro como único verso “no leído”, termina quizá como uno de esos deslices en los que, siguiendo a Tamara Kamenszain y su “intimidad inofensiva”, una alteración nimia o trivial de una letra podría borronear los contrarios y descolocar la lectura. Quizá. En este caso no fue una letra sino una marca de puntuación ligada al lenguaje oral típicamente argentino, tipo “qué hacés, boludo”, lo que desmarcaría a la identidad “poeta” en tanto función separada, enajenada, alienada en la sociedad y en la lengua.
¿Reconocés cierto aura beat en estos versos reunidos?, ¿por qué?
Siempre me ha gustado incluir elementos encontrados en el camino, en las lecturas y las escuchas. Según Byung-Chul Han, la copia en la antigua tradición china funciona como señal de aprendizaje, respeto y alabanza a los maestros, pero con la paradoja de que cuanto más venerada es una obra original, más cambia su aspecto. Se superponen inscripciones, la obra no descansa. Me gustaría prolongar el diálogo de Allen Ginsberg con Néstor Perlongher, proceder como un DJ que usa y enlaza materiales que se encadenan o se deslizan unos dentro de otros para armar cierto recorrido personal. Hay tantas obras preexistentes, tanto texto e intertexto que hoy no puedo producir sino a través del montaje, recorte, copia, apropiación y desvío de todos los materiales que me atraen. Incluso de los que no me atraen, porque como enseñaba Cage, si algo me hace ruido o me produce aversión, mejor me pregunto por qué y espero unos minutos mientras continúo escuchando a ver si termina siendo de mi interés.
El “Post-scriptum” del libro, oficia como un índice onomástico pormenorizado sobre las circunstancias en que leíste cada poema. ¿Por qué insistir en esa faceta lateral, por cierto, testimonial del dónde y el cuándo fueron leídos los poemas?, ¿el poema por si solo no basta?
Me interesó destacar que casi todos fueron escritos ad hoc, para ser leídos en un determinado tiempo y lugar. Ese fue el criterio de esta selección, que de entrada admite el derrape que puede producirse desde el enunciado “este es un poema que no se sostiene en el papel”. Por eso pueden carecer de cierta sustancia, más allá del chorro de tinta que los sostenga en la página impresa sin ayuda de la voz y el gesto que declama. Pero en ese texto marginal que especifica un dónde y cuándo también está la ficción central de enmarcar originales que ya no son tales, o sea de enmarcar y destacar un vacío, porque lo leído en ese dónde y cuándo ha sido transformado, reescrito, aunque solo fuese por un cambio de título o de énfasis o de corte de verso, sin mencionar las opciones léxicas en diferentes épocas. Si la obra original se copia y reconstruye leve o completamente cada tantos años, entonces ¿qué es una copia y qué un original? Aquí el testimonio no es una insistencia sino una asistencia al poema que alguna vez fue escrito y que ya no está en estas páginas para hablar por sí mismo.
¿Qué tipo de asociación se da entre estos poemas y las ilustraciones psicodélicas que integran tu libro?
Esos trazos no fueron pensados en relación a ningún verso y salieron espontáneamente, como jugando y sin pensarlo mucho, en tiempos de ocio a lo largo de los años. Insertarlos tuvo que ver con las necesidades de diseño del libro según lo pensaron los editores, después de ver un número de dibujos míos que fui dejando dispersos aquí y allá.
Sos un escritor muy inquieto y activo. ¿Cuál es tu próximo proyecto?
Enmarcar todos mis dibujos y exponerlos en una muestra. O entrar en un taller de pintura para aprender a operar con el color. En realidad, me gustaría decir que quisiera vivir sin sentirme apremiado por un proyecto. Lograr un auténtico no-hacer, la práctica de la quietud y el sosiego. Hacer solo aquello que deba o tenga ganas como sin esfuerzo, sintiendo que no estoy haciendo absolutamente nada. Y quedarme tranquilo, como esos vagabundos que respondían a la pregunta “qué hacés” con un simple: “vivo”.
–Publicada en Los Andes el 6 de junio de 2017. Se lee in situ por acá.