La fórmula se repite y sigue siendo infalible hasta la mitad del libro: el periodista-narrador es enviado a cubrir un evento deportivo de masas pero una vez allí todo se desbarranca en una semi-cobertura del acontecimiento entre peripecias regadas con alcohol y drogas legales e ilegales. La maldición de Lono es un texto menor dentro de la obra de Hunter Thompson, comparado con el contundente Miedo y asco en Las Vegas, aunque es una excelente introducción al gran circo del gonzo y presenta menos jerga a traducir al lenguaje callejero de Madrid o Barcelona, lo cual en estas latitudes se agradece.
El escenario hawaiano es por cierto más exótico que otros, incluido el portorriqueño de El diario del ron o el yucateco La gran caza del tiburón, dado que aquellas islas en medio del Pacífico o de la nada, según el narrador, pueden volver loco al más sensato: “No hay ningún otro lugar en el mundo que soporte tan constantemente el embate del mal tiempo de los demás”. Allí es donde se encerró el autor para escribirlo, acompañado como desde sus inicios con el Derby de Kentucky por su amigo el artista inglés Ralph Steadman, cuyos dibujos ilustraron una edición de culto de 1000 ejemplares en 2005, bastante después de haberse agotado la primera edición de The Curse of Lono en 1983.
El relato atrapa desde las primeras líneas, cuando a cuarenta minutos de vuelo desde San Francisco la tripulación del avión descubre que alguien se ha encerrado dentro de uno de los baños. Se pasa de un incidente a otro sin descanso, entre amenazas de muerte, riñas, persecuciones, tormentas tropicales, policías, narcotraficantes y personajes siniestros que se alimentan a cocaína aunque saben que “la heroína es la droga perfecta para el mar” y que se revelan como excelentes relatores, cronistas orales de violaciones, castraciones, una mujer arrojada a un precipicio sin motivo, violencia étnica entre nativos, samoanos, japoneses, naufragios y otras historias horribles narradas con una liviandad y humor que de tan negro nunca llega a ser frívolo.
La crítica de Thompson al turismo de ricos en Honolulu y a la decadencia del periodismo y la cultura norteamericana reaparece de a saltos, moderada por una apología de la acción que puede llegar a ser adictiva. Siempre está por pasar algo porque el clima, tanto meteorológico como social, es impredecible, agresivo, desmesurado. Y en la pesca turística de alta mar, la situación empeora: “No hay nada que vuelva nazi a un hombre tan de prisa como un puñado de ignorantes en su barco”. La única salida es acelerar, bajo el razonamiento de que “si la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, una línea recta a toda velocidad es una distancia aún más corta”.
Pese a tantas corridas, los protagonistas se aburren todo el tiempo y toman drogas para no aburrirse, ya que en ellas no buscan éxtasis ni sabiduría, como la generación beat. Fuera de serie y de combate, víctima de las mentiras propias y de los demás, el personaje Thompson cae y se levanta y golpea de nuevo y se las arregla para contar otra historia terrible del mar, como guerrero que vuelve de una batalla naval, atrapado en esas islas barridas por olas gigantes, desesperado por salir de allí con vida pero aun así quedándose en el ojo del huracán, sostenido por la imposible fantasía de contrabandear doscientos kilos de marihuana por valor de un millón de dólares enviándolos por correo en cajas de cerveza a un pueblito de Texas.
Esa reiteración a la larga también fatiga, aunque no al punto de volverse infumable, ya que el suspenso se sostiene de principio a fin, sobre todo gracias a las páginas intercaladas entre capítulos con fragmentos de la novela de Richard Hough, El último viaje del Capitán James Cook, así como del diario del navegante William Ellis y las cartas de Mark Twain cruzadas con la historia y mitología de Hawai, con su dios-rey Lono que después de matar a su esposa sin querer abandonó a sus súbditos y partió con destino desconocido y cuyo regreso se presume inminente, tal vez reencarnado en un explorador como fue el legendario Capitán Cook o en una figura paródica como la del antihéroe Thompson.
Si no fuera por esas digresiones, el reportaje sobre la pesca y la vida portuaria y turística hawaiana perdería rápidamente interés a partir del capítulo “No hay normas”. Por supuesto que aquí como en otros libros reina la híper incorrección política, tan celebrada por los fans de Thompson: las familias (las mujeres, los niños) son apenas nombradas y configuran personajes que de tan pasivos muchas veces no tienen nombre propio: son “su esposa”, “su hija”, o “mi prometida” –probable traducción española de fianceé, que de un modo más neutro se podría escanciar simplemente como “mi novia”. Ni hablar de lo que se dice sobre travestis, nativos y negros, aunque también ruedan las cabezas de machos blancos, incluida la del narrador que se auto-inmola en la construcción de su máscara de loco son of a bitch, psicópata perdedor y cínico tan descarado que solo desde ese lugar parece que puede revelar (y de algún modo, exponer, denunciar) la violencia y la locura de ese tiempo y lugar: Hawai como espejo macabro de los Estados Unidos a principios de los 80, con la contracultura muerta y Reagan en el poder.
Variaciones sobre un título: publicado en revista Ñ del 9 de abril 2017 bajo el título «Pánico y locura en la idílica Hawai», también se lo puede leer en la edición digital de esa misma publicación como «Pánico, locura y desborde en Hawai».