Poesía estatal ilustrada

La idea de armar un libro con versos propios que leí en público comenzó a concebirse a partir de una «noche de los museos» de Buenos Aires en 2012, dentro del ciclo Plaza de la Lengua que coorganizaba junto a Ariel Idez en la placita Boris Spivakow del Museo del Libro y de la Lengua, que por esos años tenía de directora a María Pía López. Aquella noche propuse como actividad especial hacer una lectura con micrófono abierto, con lista de inscriptos (se acercaron muchas personas amigas) y cuando llegó mi turno leí fragmentos de ese largo verso que más tarde, ampliado, dio título a este libro.

El criterio para esta edición fue reunir poemas escritos ad hoc, para ser leídos en determinado tiempo y lugar, a lo largo de cuatro décadas. Podría decirse que componen un libro casi documental, ilustrado con algunos dibujos que hice sin pensarlo mucho, años atrás, en ratos que no tenían relación aparente con estos textos, cuando ni se me pasaba por la cabeza imaginar que esos trazos hechos al correr del lápiz o la birome podían llegar a ver la luz o la oscuridad del papel impreso.

A veces digo versos y no poemas porque me parece que la mayoría de los que integran esta selección bien podrían quedar en el paso a nivel o terreno de esas letras de canciones que al ser impresas salen como desnudas, a la intemperie, carentes del gesto, de la voz que desafina o acierta, del ritmo visible de la respiración en escena. Como materia prima sin valor agregado. Pero en esto puede que me equivoque.

También digo versos y no poemas por alguna otra razón que no sé explicar. Pasa como con los chistes (la poesía también puede ser un chiste, y viceversa). No sé qué es la poesía, pero si hay que explicarla ya no será poesía.

 

En cierto modo, puede que este libro lleve la marca de la relación conflictiva, entre tímida y reverencial, que he tenido con la palabra “poeta” a lo largo del tiempo. Me explico: creo que la poesía está en todas partes si uno no la espanta; y sin embargo, se espanta con frecuencia ante muchos autodenominados «poetas»… ¿Seré demasiado exigente? De pendejo me acostumbré a leer a Blake, Byron, Baudelaire, Rimbaud y otros en traducciones que parecían buenas dentro de la Biblioteca Nacional de la calle México, a la que me escapaba al mediodía, durante una hora o dos del tiempo de almuerzo en mi trabajo como cadete en una oficina cercana. Una vez vi a Borges caminando por esos pasillos. Había otros fantasmas, claro: Vallejo, Huidobro, Pizarnik … y todo lo que podía captar mi olfato autodidacta. En ese período también escribí algunos versos que no me animé a compartir con nadie, salvo los que tenían un solo destinatario, esos “poemas de amor” que supongo fueron a parar al tacho de los recuerdos o al arcón de la basura.

La timidez fue de entrada el principal enemigo. En mi adolescencia (que duró muchísimos años y todavía me acosa, como el recuerdo de la enuresis nocturna acosa al que se meó en la cama) intenté acercarme al Campo de la Literatura y al Mundo Intelectual del centro de Buenos Aires, un escenario de increíbles batallas verbales en cafés como La Paz –vaya paradoja, esas guerras en la paz-  pero cada vez que iba me retiraba atemorizado. Quizá no entendía las reglas de juego, quizá tendría que haber practicado esgrima o boxeo con esos muchachos bravucones entrenados en el maltrato. La única vez que me atreví a decirle a alguien que tenía algunos poemas escritos, recibí una andanada de inquisiciones: ¿Cómo? ¿Y no leíste a T.S. Eliot? ¿Y no leíste a Saint-John Perse? Corrí a refugiarme en las lecturas recomendadas pero también dentro mi propio circo, mi barrio artesanal, rockero y under cuyo costado antiintelectual me fastidiaba un poco aunque me hacía sentir más protegido y seguro. Y por cierto que el rock de barrio me divertía más que las competencias de name-dropping de la calle Corrientes. Igual, anhelaba en secreto entrar a ese ruedo de retóricas donde ganaba el que tenía más memoria, el que guardaba una cita bajo la manga, el que podía hacerte sentir inferior con cuatro palabras, con lo no dicho: la tengo más larga.

El tiempo pasó y ahora también puedo tirar nombres (nada que alardear: con los años, los nombres se acumulan solos). La primera vez que salí del closet fue en un taller de la Sociedad Argentina de Escritores que coordinaba –si no me equivoco- Carlos Marcucci. Creo que también estaba Jorge Asís diciéndole a una chica: “poesía eres tú”. Alguien dirá que todo depende de quién los dicta pero los talleres de escritura son, en mi experiencia, entornos favorables para aprender a leer en voz alta, escucharse a sí mismo ante otros, ganar autoestima y no sé si sirven para algo más. Por ahí con eso es suficiente.

Paso por alto mi prehistoria, aquella auténtica primera vez en la que intenté recitar en público, luego de haber sido inducido a escribir un poema a la bandera y recitarlo en un acto de mi escuela primaria en Mataderos. Qué tortura.  En el momento de empezar a declamar olvidé todo lo que había escrito, las palabras no me salían. Me quedé rígido y bloqueado en el escenario,  tratando de hacer memoria con los nervios de punta, mientras con una mano estrujaba y arrugaba el costado de mi guardapolvo  blanco, hasta que desistí y salí corriendo, muerto de vergüenza, enfrente de alumnos, maestras y familiares. Papá y mamá me consolaron pero no fue suficiente. Debía tener siete u ocho años. Mantuve sepultado este recuerdo hasta no hace mucho; tal vez por ese trauma inicial es que desconfío de mi memoria, evito la declamación y prefiero la lectura con papel a la vista.

Digo lectura y no “performance” porque esta palabra ya viene gastada; hoy se le pone ese rótulo a cualquier cosa. Si hasta leer un periódico en voz alta puede ser una performance, entonces estamos libres. Todo es performance. La ropa elegida, el maquillaje, el presentarse como varón o mujer… Al leer en voz alta es imposible no «performatear»: pero hay quienes creen que no lo están haciendo, quienes creen que lo hacen bien, y quienen simplemente lo hacen.

A fines de 1974 llegué a California a fuerza de vender artesanías por Sud y Mesoamérica y fui a un recital, creo recordar que en la San Francisco State University, donde leía Allen Ginsberg dándole vueltas a la manija de su harmonio, Peter Orlovsky, Lawrence Ferlinghetti, Diane Di Prima y otros que se han retirado de mi memoria (¿Gregory Corso? ¿Gary Snyder? ¿Ed Sanders?). Ahí comprendí que las lecturas se hacen con todo el cuerpo aunque uno no lo sepa. No entendí la mayor parte de lo que decían pero sentí que podía captar la melopea y algo de la fanopea, aunque nada de logopea, según la conocida distinción. En todo caso, la lectura beat me sedujo por el empleo de la voz y del gesto corporal, además de otros útiles e instrumentos, y me hizo ver que la relación entre poesía y música nunca puede ser pasada por alto.

Con todo esto quiero decir que los textos que aquí presento tuvieron su momento de gloria o bochorno en el lugar en que fueron leídos, y eso se ha perdido para siempre. Salvo los fragmentos del original “Poesía estatal”, que por el momento pueden encontrarse en este mismo sitio (https://osvaldobaigorria.wordpress.com/2012/11/18/poesia-estatal/) del resto no quedan registros sonoros o visuales.

Gracias a la paciente labor de Maximiliano Masueli y de Ana Wadzick, de Ivan Rosado, lo que quedó de ellos -digamos, sus ecos- ahora puede salir a la luz de la edición independiente.

El libro se presenta junto a Pequeños recuentos sobre mis faltas, de Cecilia Pavón, y La epilepsia del cielo, del decadentista Joris-Karl Huysmans, el jueves 23 de marzo a las 19 en Alfombra roja, 25 de mayo 158 – 4to. piso, Buenos Aires.

Espero que les guste.