Podría decirse que las últimas palabras de Néstor Sánchez fueron “se acabó”o “perdí la épica” o “me quedé sin épica”. Es lo que decía a su amigo Hugo Savino, a su hijo Claudio, a su psicoterapeuta Ruth Taiano, a Mariano Fiszsman, a Pablo Ingberg, a Carlos Riccardo y a todo aquel que le preguntara por qué no había vuelto a escribir después de los doce relatos de La condición efímera en 1989.
“Se acabó la épica” es también el título del documental de Matilde Michanie sobre Sánchez. Por cierto, este se refería estrictamente a su épica personal: “vivir en estado de peligro”, como un lumpen, un vagabundo, un buscador en cuerpo-espíritu que salió al camino después de publicar dos novelas, Nosotros dos (1966) y Siberia blues (1967). Un camino que cruzó varias fronteras de Sud y Norteamérica y Europa hasta traerlo de vuelta –luego de haber publicado otras dos novelas, Cómico de la lengua y El amhor, los orsinis y la muerte– a su barrio natal de Villa Pueyrredón en los ´80.
Si lo épico se entiende como relación de actos heroicos y extraordinarios, o al esfuerzo por alcanzar aquello que está más allá de lo común y corriente, está claro que los últimos años de Néstor Sánchez (1935-2003) habían perdido esa dimensión. En su última entrevista dio detalles de su rutina cotidiana a Lautaro Ortiz para Página 12: “A veces por las tardes voy a un bar que está aquí cerca y me permito pensar por un momento en la escritura y es evidente que aparece una leve onda de sosiego, como si me fuera dado encontrar una épica en esta vida monótona que llevo. Es que nunca en mis libros inventé una historia. Todo ha sido en base a mi vida presente o pasada y esto ahora ya no puede ser: me quedé sin épica”.
En un reportaje anterior de Alejandro Longhi para la revista digital La idea fija en el 2000, explicó su “idea fija”: nunca había pretendido “vivir para escribir” sino todo lo contrario. Se había propuesto escribir “en un último extremo de mí mismo”. Y ahora “se me terminó la épica. Para poder escribir tendría que recurrir a mi pasado… y eso ya está hecho”. El peligro en esos años era volverse “profesoral”, apoyarse en su propio aprendizaje para influir en otros, “una finalidad ideológica que siempre me había negado a tener. Escribir así era inmoral. Por eso el último relato, “Devociones”, lo escribí pensando que ya no iba a escribir. Y por eso cierra el libro: quedaban las devociones, nada más”.
De modo que todo señala a este último texto de La condición efímera como a su verdadera despedida. Quedaron allí la devoción y el adiós a los cuadernos de notas que había trasladado a todas partes, esas “páginas de limosna con perfume a encierro”. A los méritos propios, protegidos por el desprecio feroz que sentía el escritor-lumpen a la ostentación. A su naturalidad “en genitales, expuesta a todos los vientos” por no decir en pelotas y a la intemperie. A “ciertas horas en que los pasos apenas se escuchan en la intimidad de los otros porque todo calla y se resigna a la fatiga estrictamente sabia”.
Uno tiene o debería tener el derecho a la fatiga, al cansancio, al retiro y al aburrimiento luego de haber vivido hasta el fondo su travesía y sentir que lo ha dicho todo. Pero convengamos en que debió ser difícil para los demás encontrarse con esa pared: “no escribo porque no tengo más nada que contar”. Los amigos podían insistir con que habría algo en esas conversaciones de bar o incluso en el propio tedio para transformar en literatura. O algo que el escritor pudiese fantasear, imaginar, como le decía Liliana Heer. No obstante, ya podían encontrarse claves de la disyuntiva ética de Sánchez desde principios de los 70.
La posibilidad de dejar de escribir está insinuada en una entrevista de Reynaldo Mariani en ARTiempo en 1969. En el articulo “Sobre otro monólogo” (Lima, 1971), propuso una decantación que llevaría a un “rechazo paulatino de aquello que no debe hacerse”: no ficcionar para ilustrar una tesis ni para dar información al servicio de una idea o militancia, porque uno recurre a la ficción cuando su propia vida no puede convertirse en materia estética. No alejarse nunca de la poesía, no convertirse nunca en escritor profesional. En el ensayo “En relación a la novela como proceso o ciclo de vida” (Pittsburgh, 1971), insistía: evitar la novela donde sucedan “cosas interesantes”, donde “ambulen personajes que a su vez digan cosas interesantes” y donde se pretenda eludir la pesadez y el drama de la vida mediante la invención de una historia y “personajes consecuentes” que realizan acciones que “irán fatalmente a cumplirse”. Si alguien se siente condenado a repetir viejas palabras siempre “cabe la decisión de no volver a escribir”.
O sea que Sánchez habría sido obstinado pero no le faltó coherencia. En sus últimos años podía llegar a deprimirse y aburrirse pero no quería aburrir. Ni tampoco entretener. Cuidado con las letras: sólo perdió la épica, no la ética. Así que se despidió temprano y en silencio a los 68, en una madrugada de la etapa final de ese camino que había unido como pocos la escritura con la vida.
–Publicado en Perfil Cultura, 30 de octubre de 2016