De votos, chantas y fanáticos

La manera descarada con la que se manipula el voto, se utiliza el valor simbólico de los porcentajes y se engaña a los votantes sería razón suficiente para dejar de votar. Esto siempre lo supieron los anarquistas pero, pese a provenir de una tradición familiar ácrata, de todas maneras puse mi voto en la urna en varias ocasiones que me parecieron bisagras significativas en la historia argentina.

La primera vez que voté lo hice por Héctor Cámpora, en quien muchos -aun sin ser peronistas- depositamos la esperanza de dejar atrás los golpes militares, respetar la voluntad popular, incluído el derecho al regreso de Perón, y sobre todo-como creíamos algunos menos- el derecho a vivir en una democracia en la que podría avanzar el proceso revolucionario, la liberación nacional y social y viceversa. Cuatro meses después de esa votación estaba instalada en el gobierno la ultraderecha, con Perón flanqueado por López Rega y el aparato de la futura Triple A.

De los preparativos de esa operación ni nos enteramos: casi no se difundió el hecho de que a tres semanas del 11 de marzo del 73 y menos de dos meses antes de asumir, el presidente electo mantuvo una larga reunión, de contenido secreto, con Perón, López Rega y el dictador Francisco Franco en el Palacio del Prado de Madrid: la noticia pasó»desapercibida» (desaparecida) en tiempos de entusiasmo por la primavera camporista. ¿Qué habrán hablado estos que iban a decidir nuestros destinos con aquel asesino que en esos mismos años ordenaba la ejecución de disidentes mediante la tortura del garrote vil?

La segunda vez anulé mi voto para no convalidar la fórmula Perón-Perón con la que se consagraba el ascenso de la derecha sindical al poder luego de la renuncia de Cámpora. Después vino el peor de los golpes militares y los desaparecidos y el exilio.

Podría haber votado a Alfonsín si hubiese estado en el país en el 83, pero no estuve. Podría haber votado contra Menem de haber estado a fines de los 80 y durante los 90, pero tampoco estuve. La tercera vez iba a votar a Néstor Kirchner contra Menem pero este no se presentó al balotaje del 2003. «Síganme que no los voy a defraudar», «vamos hacia la revolución productiva» había dicho el  caudillo riojano, y el país quedó en la ruina y el culpable mayor terminó siendo senador de la Nación por el Frente para la Victoria.

La cuarta y la quinta vez voté a Cristina F. de Kirchner. Lo hice también sin ser kirchnerista,  porque me pareció que no había otra alternativa, porque aun cuando había gestos que no me gustaban -la manipulación de los índices de inflación en un Indec intervenido a partir de febrero de 2007, la ostentación personal de dinero y lujo por parte de quienes nos gobernaban, su enriquecimiento dentro de la función pública- ponía en la balanza otros que sí me gustaban y tenían mayor peso -la inteligencia con la que se acompañó  y motivó la recuperación de la economía, la derogación de las leyes de obediencia debida y punto final,  la estatización de las jubilaciones, Aerolíneas, etc.- y entonces en mi balanza personal las primeras etapas kirchneristas se inclinaban del lado positivo.

Desde fines del 2011 hasta el presente, el desengaño fue indetenible. Una de las primeras medidas del segundo gobierno de CFK en diciembre de aquel año fue aprobar la ley antiterrorista, un instrumento que finalmente terminará en manos de la nueva derecha instalada ahora en el poder. No sabíamos que Martín Sabbatella y los otros legisladores se traían eso bajo el poncho. Y a partir de ese momento, en mi balanza personal, el kirchnerismo se inclinó hacia el lado negativo.

A lo largo del 2011 y 2012, el gobierno de Cristina siguió metiendo mano a los datos de inflación mientras los aumentos de precios se aceleraban. Años antes, cuando esos datos se habían empezado a manipular para pagar menos intereses sobre la deuda externa, al reducir el ajuste que correspondía por el aumento del Índice de Precios al Consumidor, al principio parecía una picardía o viveza criolla el decir en público que la Argentina tenía menos inflación y en privado admitir que ese índice era «un dibujo» -porque, después de todo, «siempre había sido un dibujo». Después se dijo que era mejor que hubiera un poco de inflación para «reactivar la economía». Y cuando ese poco se transformó en mucho, se dijo que era solo «una sensación», que las estadísticas no estaban bien formuladas y que poner el acento en la inflación era «seguir la agenda de Clarín y La Nación». Aquí no habla un especialista, y muchos menos un conocedor de leyes de la economía, pero sin entender mucho la cuestión cuando vi que a causa del proceso inflacionario el peso iba perdiendo poder adquisitivo, también vi que una parte de la población con alguna capacidad de ahorro empezó a acumular moneda que mantuviera su valor: el viejo dólar, el verde. Y cuando esta acumulación se hizo insostenible, entre las corridas fogoneadas por especuladores el gobierno decidió poner ese «cepo», eufemísticamente llamado «control de cambios» que restringió la entrega oficial de dólares baratos a aquellos con mayores ingresos. Así empezó la historia reciente y conocida: creció el mercado informal de dólares y aparecieron las famosas brechas entre dólar blue, dólar tarjeta, dólar ahorro y el dólar futuro. Mientras tanto, la mayoría seguíamos rodeados por el sueño viviente, encarnado en sujetos políticos, de estar en medio de una transformación social nunca antes vista, casi una revolución por la conquista de derechos como el matrimonio igualitario, la ley de identidad de género, la asignación universal por hijo y otros, sin saber -o sin querer saber- que esos derechos jamás serían sustentables si la base o el esquema económico sobre el que se asentaban era precario, algo prendido con alfileres, algo que terminaría siendo una chantada: obra de chantas.

Eran los tiempos del «Clarin miente». Pero el gobierno de CFK también mentía. Si los datos de inflación suministrados por el Indec estaban dibujados, entonces también podrían estar falseados los de indigencia, pobreza y desocupación: era una sospecha razonable. No obstante, Cristina seguía arrojando en sus innumerables cadenas nacionales una serie de cifras que mostraban los logros de su gobierno ante audiencias incapaces de seguir y menos chequear esos números pero que la escuchaban como en estado de hipnosis. Como fanáticos (releer Freud, Psicología de las masas y análisis del Yo).

Luego, dado que el gobierno seguía emitiendo pesos para cubrir gastos fiscales, la masa monetaria en moneda nacional siguió aumentando y su relación con el dólar se hizo cada vez más conflictiva: si entre el 2003-2005 habían en circulación aproximadamente tres pesos por cada dólar de las reservas del Banco Central (y el dólar costaba entre  $3 y $3.50), del 2012 al 2015 hubo cada vez más pesos en la calle y menos reservas en el Central, llegando a una relación de quince pesos o más por cada dólar. De estos «detalles» por cierto no nos enterábamos, a menos que estuviésemos dispuestos a escuchar a periodistas que -al menos por un tiempo- estuvieron abiertos a la pluralidad como Maximiliano Montenegro (denunciado como «operador» por los fanáticos bien pagados de la televisión estatal del gobierno kirchnerista) o, en el peor de los casos, a economistas ultraneoliberales del extremo opuesto y complementario a las usinas propagandísticas como 6-7-8 algunos de los cuales también eran invitados al programa de Montenegro como a otros shows de la televisión argentina. «Todos mienten» parecía ser el slogan de Dr. House aplicable a la vida política de este país, pero en realidad algunos mentían más que otros y solo unos pocos trataban de descifrar alguna verdad dura entre tanta bajada de línea disfrazada de información. Los chantas saben cómo mentir, los fanáticos creen y obedecen -aunque con el tiempo también aprenden a mentir.

Pasemos por alto la increíble diferencia de ingresos entre quienes nos gobernaban -con sus departamentos en Recoleta y Puerto Madero, sus hoteles patagónicos, sus costosos viajes al exterior, sus ropas, carteras y zapatos caros- y el discurso oficial que saturó nuestros oídos con apelaciones a la inclusión, la igualdad y la democracia. Pasemos por alto los negocios sospechados de corrupción, la apertura a las multinacionales mineras, la política de extracción ilimitada de recursos naturales, el atraso energético orientado hacia materiales contaminantes, fósiles, nucleares, en detrimento de energías alternativas . Pasemos por alto también la indiferencia ante los reclamos de los pueblos aborígenes, la matanza de los qom y los abusos a los mapuche. Y pasemos por alto todo aquello que, según se decía, «todavía falta»: el derecho al aborto seguro y gratuito en los hospitales públicos, por ejemplo. Detengámonos solo en la respuesta que se daba a la mayoría de las críticas: «el 54 % votó a este gobierno» y «si no les gusta, formen un partido y ganen las elecciones».

Cómo me arrepentí de encontrarme dentro de ese 54 %. Al principio, me indigné, me habían tomado por sorpresa: jamás había pensado que ese gobierno usaría mi voto para aplicar políticas con las que estaría totalmente en desacuerdo… Entonces recordé las otras veces en las que voté y fui decepcionado. No había sido el único, claro. Mal de muchos, consuelo de tontos.

Esta es solo una breve historia personal de mi relación con el voto y comprendo que otros, desde sus historias de vida, tengan una percepción diferente. Podría titularse «Memorias de un votante frustrado» pero sería demasiado triste y por eso prefiero «De votos, chantas y fanáticos». Chanta, para los hispanohablantes que no son rioplatenses, tiene un par de acepciones pero la que más se aplica a la cultura política argentina es aquella que etimológicamente se origina en el genovés «ciantapufi»: el sujeto que embauca, miente, finge saberes y cualidades que no tiene. La mayoría de nuestros políticos profesionales (aquellos que han hecho de la actividad política una profesión, un medio de ganarse la vida y, en general, enriquecerse) son chantas. Por eso la mayoría de ellos y ellas -no todos, hay notables excepciones- entran y salen de la función pública gracias al voto ciudadano con más dinero del que tenían cuando empezaron. A los chantas los ayuda la fuerza de choque o las simpatías desmesuradas de los fanáticos, pero no debe confundirse a unos con otros. A menos que alguien presente pruebas contundentes de que puede ser al mismo tiempo un chanta y un fanático. Todo es posible.

Lo cierto es que este año volvieron a mi recuerdo las viejas consignas anarquistas que se oponían al voto por principio, aquellas que incluso se opusieron al voto en el 73 porque -como decían ese año las Juventudes Anarquistas- se estaba preparando la represión popular con acuerdo entre los militares y la burocracia sindical peronista. No les hice caso en aquel momento porque me pareció una posición «principista» y creí, como muchos, en el «voto útil»: había que apoyar a Cámpora contra las proscripciones y dar vuelta otra página de la historia.

Recordé este primer voto mío del 73 durante el año tan electoral de 2015. Lo recordé cuando, al recorrer las listas de candidatos y no encontrar a nadie con el que pudiera estar plenamente de acuerdo, dudé de nuevo entre el «voto útil», el voto al «menos malo» y el no voto. Al final, me decidí por este último. En especial durante las semanas que llevaron al balotaje del 22 de noviembre, cuando vi a los dos contendientes mentir con promesas que no iban a poder cumplir: millones de viviendas nuevas, miles de millones de dólares en inversiones productivas, 82 por ciento móvil a los jubilados… Scioli y sus ministros prometiendo aquello que nunca impulsaron ni defendieron dentro del FPV, como la baja en las retenciones a los productores agropecuarios; Macri prometiendo «pobreza cero», «terminar con el narcotráfico» y  que no devaluaría porque «no creo que la devaluación sea la solución«. Vi a mucha gente con escasa formación política creer ciegamente en Macri. Vi a buena parte de mis amigos en el campo cultural aterrorizados por la posibilidad de que ganara Macri y enloquecidos con la campaña por el voto a Scioli. También vi a militantes de la izquierda llamando al voto en blanco porque ambos «son lo mismo» y porque ese sería un primer paso de lucha contra el «ajuste que viene» para luego avanzar hacia un gobierno «de los trabajadores y del pueblo». Se olvidaban que el voto en blanco era también una forma de participar en la elección, y una no demasiado inteligente, porque haría aumentar el porcentaje de todos, ya que al contarse solo los votos válidos, cada candidato pudo decir, respectivamente, que sacó «más del 51 %» o «casi el 49%», cifras que tienen un peso simbólico a la hora de pensar con cuánto se gana, se pierde o se «empata» una elección (cuando se dice que una mitad del país votó a Macri y la otra mitad a Scioli, se pasa por alto que esa supuesta «mitad» de un país de 40 millones de habitantes fueron precisamente 12 millones 998 mil votos contra otros 12 millones 309 mil votos). En realidad, lo más revolucionario para quienes querían repudiar a ambos candidatos hubiera sido llamar a la abstención… pero claro, como esta es ilegal en Argentina, la izquierda que quiere jugar dentro de las reglas del juego no podía adoptarla públicamente.

En fin, comprendo. Dado que he visto tantas situaciones en las que el voto popular fue estafado, engañado y frustrado, comprendo a aquellos que han votado a Scioli y comprendo también a aquellos que han votado a Macri. En la mayoría de los casos, ambos fueron votos «en contra». Votar no tanto por Scioli sino contra Macri, contra la amenaza del ajuste, la vuelta al neoliberalismo, el miedo a los despidos, a perder el trabajo. Pero también a Macri lo benefició el voto en contra, solo que en la otra dirección. Votar en contra de Scioli en tanto a este se lo vio como un fiel representante del «proyecto», del kirchnerismo en el gobierno desde hace 12 años, de la existencia de la llamada «grieta». Muchos votaron en contra de esa división, que atribuyen al gobierno aunque en ella participó toda la cultura política (cierto es que desde los medios oficialistas se la potenció  audazmente: el título de tapa de Página 12 del día después del balotaje decia: «un presidente, dos países»). Hay por suerte más de dos países, hay mil mesetas, mil maneras de percibir cómo es la Argentina, pero al que quiere dominar le conviene dividir por dos.

Tal vez el antikirchnerismo sea de alguna manera anterior al kirchnerismo (quizá su fecha de nacimiento fue la nota de Claudio Escribano en La Nación en el 2003 cuando al nuevo gobierno se le planteó que debía mantener a Argentina en la órbita del Consenso de Washington y no revisar los crìmenes de lesa humanidad cometidos por militares), pero lo cierto es que tanto Néstor como Cristina fogonearon la identificación absoluta y acrítica con un proyecto político que se pensó como continuidad de las tradiciones más combativas y también intolerantes del peronismo. Esto dió lugar a la aparición de muchos delirantes, devotos y fanáticos con los que se hizo cada vez más difícil la convivencia. Si no eras K, eras anti K.

Dentro de las grandes segmentaciones binarias, de las esferas en las que se puede dividir la vida política y social, hay que prestar atención a lo que huye, a las fugas, a los escapes, a lo que desterritorializa -diría en deleuziano: los grandes estadistas siempre lo supieron y por eso tienden a captar (y a capturar) esas líneas de fuga que mueven las sociedades en forma subterránea y que un día salen a la superficie, pateando el tablero. Es lógico que los simpatizantes del kirchnerismo o los militantes de base no las pudieran anticipar, ver ni escuchar: vivían en la burbuja, el microclima de los «idénticos», de los que piensan lo mismo, de los que miran los mismos programas de TV o leen los mismos diarios… Nosotros vs. ellos. ¿En qué lugar estás? ¿Desde dónde hablás? ¿Eso no te lo dicta Magnetto? Por eso fue tan difícil hablar de política con «ellos» (los fanáticos), por eso la queja de que «ustedes no escuchan», por eso el repliegue, el no emitir opinión ya que cada vez que uno quería criticar cierta medida antipática del gobierno de Cristina  (la designación de Milani, por poner solo un caso), llovían las defensas monolíticas sin ninguna intención de autocrítica, cuando no las acusaciones de «creerle a Lanata», de ser «gorila», «cipayo», vendido a la «antipatria».

Advierto que este es un balance provisorio y quizá improvisado de años en los que aquí, en este blog y en general, me he autocensurado en mis declaraciones públicas, dejando de postear noticias o reflexiones sobre la coyuntura política. Autocensura en parte motivada por el latiguillo de «no hacer el juego» o «no ser funcional a la derecha» aunque también por la agresividad en la que derivó la conversación pública. Aclaro: para mí no existe «la» derecha en singular: hay derechas liberales y derechas conservadoras, derechas peronistas y antiperonistas, centroderechas, ultraderechas… Así también ocurre con las izquierdas. Sin embargo, en este binarismo insultante que se extendió sobre la vida política, toda crítica, observación o duda que uno presentase públicamente podía ser «funcional a la derecha». Incluso el invitar a una clase en la Facultad de Ciencias Sociales a alguien que hubiera trabajado en Clarín o en Todo Noticias. Así me lo observaron -con términos menos amables y en forma anónima- quienes, cuando invité a Pablo Mancini, autor del libro Hackear el periodismo, a una de mis clases, viralizaron en las redes sociales las preguntas «quién es el jefe de la cátedra gorila que invitó al facho de Mancini a Sociales» y, ya sabiendo mi nombre y apellido, «cuánto te pagó la Corpo para traer al facho de Mancini a Sociales».

Son pavadas, cosas de ignorantes, de fanáticos. No de chantas. Sino de aquellos que no se dan cuenta, espero que por ignorancia y no por mala fe, de que esas actitudes son mucho más «funcionales a la derecha» que cualquier otra. Aquellos que no se dan cuenta de que CFK también le hizo, queriendo o sin querer, «el juego a la derecha», propiciando el despertar de nuevas derechas que por suerte ya no son más militares y se tienen que regir por formas republicanas, burguesas si se quiere, pero formas que podrían y deberían proteger algunos de nuestros derechos. Y si no, habrá que salir a defenderlos. Como siempre. Digo lo obvio: las luchas por causas justas de naturaleza medioambiental, gremial, genérica, micropolítica, contracultural,  aunque sean mínimas y singulares, siempre van a ser necesarias. Más: imprescindibles. Así como votar a legisladores que merezcan cierta confianza -un voto a favor, no en contra- como es el caso de Luis Zamora, por ejemplo, a quien de hecho voté algunas veces mediante el corte de boleta. Y puede haber otros.

O sea, no soy «anti» ni «pre» político: para formar gobierno, formular o frenar leyes, parece no haber más alternativa que el voto – aun cuando este sea manipulado y alterado al borde del fraude- en sociedades complejas y desmedidas como las que habitamos en este tiempo, exceptuando el delirio insurreccionalista que puedan tener algunos nostálgicos de la épica de la resistencia del 55. Creo que es mejor votar que estar impedido de hacerlo: un principio libertario minimalista. Pero al menos debería ser optativo (y sé que el voto optativo no cambiaría por sí mismo el destino de este país: en otros donde se aplica no necesariamente rompe el bipartidismo ni altera mucho el dominio de los grupos económicos más poderosos), al menos no nos sentiríamos obligados a votar en contra, en blanco, impugnado o al «menos malo». En italiano se dice «meno peggio» que creo que podría traducirse como el «menos peor»: uno es peor que el otro pero, dado que ambos son peores, nunca se sabe cuál terminará siendo el «más peor».

Ahora tenemos de presidente a Mauricio Macri. Voto a voto, este es el lugar al que nos llevaron los gobiernos kirchneristas. Así estamos. Y veremos cómo sigue el asunto. De lo único que estoy seguro es que ningún cambio profundo y duradero puede sostenerse desde la mentira. Espero que si no queremos que nos gobiernen chantas y/o fanáticos aprendamos a diferenciar y nos cuidemos un poco más a la hora de elegir, que es diferente de votar. Bueno, me salió una conclusión media pedorra, lo que digo no es nuevo ni gran cosa ni aspira a ser una «reflexión profunda»: es solo un balance personal de lo que me parece que pasó en estos últimos años. Una vez más, puedo estar equivocado.