Memorias de un exilio sexual

Reinaldo ArenasQue la bandera de Estados Unidos volviera a flamear sobre La Habana y los capitalistas norteamericanos pudieran hacer negocios con los comunistas cubanos no habría sido ningún motivo de celebración para Reinaldo Arenas (1943-1990) si con ello se tejiese un manto de olvido sobre los crímenes contra homosexuales, prostitutas, bohemios y otros réprobos, según él mismo denunció en los años más duros de la revolución. Un chiste cubano que le gustaba parafrasear en su exilio en Nueva York dice que la diferencia entre un país capitalista y uno comunista es que en ambos te dan una patada en el culo pero “en el primero puedes gritar y en el segundo tienes que aplaudir”. Otra ironía popular asegura que “el socialismo cubano es la fase de transición más prolongada entre el capitalismo… y el capitalismo”.

En las memorias que tituló Antes que anochezca, iniciadas en libretas sueltas en la década del 70, cuando vivía oculto de la policía en un bosque, Arenas relata su crecimiento como hijo de campesinos y su temprana voracidad sexual entre hombres, yeguas, gallinas, cerdos y perros, así como sus primeros acercamientos a los rebeldes en la sierra contra la dictadura de Batista y su posterior desencanto cuando la triunfante revolución pasó de fusilar a colaboradores del antiguo régimen a encerrar marginales y disidentes sexuales.

“Nuestra juventud tenía una especie de rebeldía erótica”, subraya acerca de los primeros años 60, cuando el castrismo aún no se había “superestalinizado”, narrando sus encuentros en las playas con centenares de jóvenes de barba y melena que quizá tenían sus novias y esposas, desfilaban en la Plaza de la Revolución y aplaudían a Fidel con el mismo entusiasmo con que se revolcaban con los “pájaros” entre los matorrales. La respuesta del gobierno ante esas líneas de fuga del deseo fue promulgar leyes contra la homosexualidad y crear, hacia 1964, las famosas Unidades Militares de Ayuda a la Producción, eufemismo orwelliano para tenebrosos campos de trabajo donde se disciplinaba a miles de jóvenes capturados en razzias callejeras para cortar caña de azúcar de sol a sol y donde la deserción era penada con cinco a treinta años de cárcel. Allí se los sometía a diversas vejaciones para su “rehabilitación”, tal como testimonió el propio Ernesto Cardenal en su libro En Cuba.

«No es posible, para quien no lo haya vivido, comprender lo que significa estar a las doce del día en un cañaveral cubano y vivir en un barracón como los esclavos» dice Arenas acerca del sacrificio de esos jóvenes de dieciséis o diecisiete años «tratados como bestias de carga» entre mosquitos y jejenes, con solo tres o cuatro horas libres cada quince dias para lavar sus uniformes; algunos se daban un machetazo en la pierna o se cortaban un dedo para tener más días de descanso. «Pero, a pesar de aquel trabajo agobiante, estábamos vivos y en aquellos campamentos reinaba un ambiente de erotismo… que se insinuaba bajo un mosquitero, en la ostentación evidente de un miembro que se levantaba bajo la ruda tela del uniforme. Sí, eran bellos aquellos jóvenes esclavos y era bello verlos a la hora del baño, mirándose unos a otros, temerosos pero en el fondo erotizados».

Arenas conoció luego el temible Castillo del Morro, escenario donde pocos años antes había situado las desventuras del fraile protagonista de su novela El mundo alucinante. Amigo de Lezama Lima y de Virgilio Piñera, y también vigilado como “poeta disidente”, fue encarcelado por tener sexo en la playa con unos muchachos que le robaron, lo golpearon y lo denunciaron a la policía por «maricón». De la comisaría logró escapar y vivió prófugo en bosques y manglares hasta que lo atraparon de nuevo. Terminó en esa prisión del Morro donde dormía «abrazado a La Ilíada, oliendo sus páginas», cuenta acerca de su único libro, del que no se desprendía en ningún momento para que no se lo robaran, ya que los libros eran codiciados por los presos para hacer cigarros o usarlos de papel higiénico en el baño cercano a las literas, desde donde se escuchaba el ruido de los vientres que descargaban: «En ocasiones, y con intención, le ponían a la comida no sé qué condimento para que la gente fuese en diarreas; era horrible sentir desde mi cama aquellos vientres desovándose furiosamente, aquellos pedos incesantes, aquel excremento cayendo sobre el excremento al lado de mi galera llena de moscas».

Pasó dos años en el Morro abrazado a ese ejemplar de La Ilíada que lo salvó de la locura, afirma, entre presos mezclados por tan diversos delitos como hurto, homicidio, contrabando, drogas, prostitución, homosexualidad e intentos de salir de Cuba en una balsa hecha con gomas de camión o de tractor: “Tener un objeto flotante era ya una prueba de que uno quería irse del país, lo cual podía significar ocho años de cárcel”.

Después de dos intentos de suicidio, uno con pastillas y otro con una soga al cuello, recibió la oferta de salir de la prisión si confesaba que era un “contrarrevolucionario”, se arrepentía de su “debilidad ideológica”, se comprometía a “trabajar para el gobierno, a escribir novelas optimistas, socialistas” y a “rehabilitarse sexualmente”. Firmó esa confesión que le hizo “perder la dignidad y la rebeldía” para poder dejar la cárcel y huir de Cuba por cualquier medio posible. Vigilado de cerca por la Seguridad del Estado, intentó salir del país varias veces.Desesperado, una noche se propuso nadar en la oscuridad hacia Guantánamo, pero lo disuadieron los reflectores y disparos de los guardias. Hasta que llegó el éxodo masivo de Mariel, en 1980, después de que un chofer de ómnibus se lanzara con todos sus pasajeros contra la puerta de la embajada de Perú para pedir asilo. Cuando se corrió la voz de que podían asilarse, en menos de dos días se metieron casi 11 mil personas y otras decenas de miles comenzaron a rondar la puerta de la embajada. Mientras Julio Cortázar, García Márquez y otros escritores simpatizantes de Fidel Castro declaraban que eran solo setecientas las personas que estaban en la embajada, las diez mil ochocientos que permanecieron allí durante meses, a veces con la luz y el agua cortadas, con escasas raciones de comida, fueron símbolos de «la primera rebelión en masa del pueblo cubano contra la dictadura castrista», según Arenas. Algunas de las miles de personas que rondaban los alrededores tratando de entrar a la embajada les gritaron «criminales» a Fidel y a Raúl Castro cuando fueron a ver lo que pasaba, lo cual fue respondido con metralla, detenciones y la prohibición de entrar sin permiso a la zona de Miramar donde ocurría este escándalo.

Por sugerencia de la Unión Soviética de que había que «abrir una brecha», se habilitó el puerto de Mariel para dejar salir del país a los «antisociales» en lanchas particulares. Inmediatamente aparecieron carteles callejeros que decían «que se vaya la escoria, que se vayan los homosexuales». Pero para poder marcharse, los refugiados en la embajada de Perú tenían que irse a sus casas con un salvoconducto a esperar la orden de salida, lo cual dio lugar a nuevas vejaciones: «Las turbas organizadas por la Seguridad del Estado esperaban fuera de la embajada a las personas que salían con su salvoconducto y, en muchas ocasiones, les rompían el salvoconducto, con lo que perdían su condición de exiliados, y los apaleaban. Se golpeaba sin cesar a la gente, ya no solo por haber estado en la embajada de Perú, sino simplemente por haber puesto un telegrama a sus familiares en Miami para que viniesen a buscarlos por el Mariel. Vi golpear a un joven hasta dejarlo inconsciente, tirado en la calle, por haber salido el correo después de poner uno de esos telegramas. Aquello se repetía a diario, por todas partes, durante los meses de abril y mayo de 1980».

Finalmente, llegó el día de la salida masiva: más de 130 mil zarparon en balsas, botes precarios, con navegantes inexpertos en dirección a la costa de Florida. Algunos murieron en la travesía. Otros fueron rescatados, como Arenas, luego de varios días a la deriva, sin gasolina, sin comer, en medio del Golfo de México, por guardacostas norteamericanos.

Así pasó del exilio interior al exterior, que tampoco fue amable con su destino. Sus declaraciones sobre la situación en Cuba le valieron el ostracismo, el ninguneo y la hostilidad de varios referentes del mundo literario, entre ellos Eduardo Galeano y Ángel Rama. Incluso sus editores, «que habían hecho bastante dinero vendiendo mis libros se declararon, solapadamente, mis enemigos. Emmanuel Carballo, que había hecho más de cinco ediciones de El mundo alucinante y nunca me había pagado ni un centavo, ahora me escribía una carta, indignado, donde me decia que en ningún momento yo debía haber abandonado Cuba y, por otra parte, se negaba a pagarme; todo eran promesas pero el dinero nunca llegó, pues aquella era una manera muy rentable de practicar su militancia comunista».

Arenas ya «sabía que el sistema capitalista era también un sistema sórdido y mercantilizado» pero no estaba preparado para la guerra siniestra que le declaró esa «izquierda festiva y fascista». No tardó en sentir nostalgias de La Habana Vieja en épocas de su primera juventud, aunque «mi memoria enfurecida fue más poderosa que cualquier nostalgia». Entre Miami y Nueva York, se dio cuenta que «para un desterrado no hay ningún sitio donde se pueda vivir… porque aquel donde soñamos, donde descubrimos un paisaje, leímos el primer libro, tuvimos la primer aventura amorosa, sigue siendo el lugar soñado; en el exilio uno no es más que un fantasma, una sombra de alguien que nunca llega a alcanzar su completa realidad; yo no existo desde que llegué al exilio; desde entonces comencé a huir de mí mismo».

Finalmente, la tragedia lo alcanzó con el nombre de sida en la ciudad de Nueva York. Entre la neumonía, el sarcoma de Kaposi, la flebitis y la toxoplasmosis logró terminar en tres años sus memorias, dictadas a un grabador para que luego un amigo las desgrabara y pasara a máquina, en un departamento de un sexto piso sin ascensor en Manhattan. El 5 de diciembre de 1990 dejó una carta a su traductora al inglés, Dolores Koch, en sobre cerrado para ser entregada a sus amigos “en caso de que muriese”. En la carta aclaraba que ponía fin a su vida voluntariamente ya que por su estado de salud no podía seguir “escribiendo y luchando por la libertad de Cuba”. Una mezcla de alcohol, barbitúricos y una funda de plástico sobre su cabeza hicieron el trabajo dos días más tarde. Sus últimas palabras fueron: “Mi mensaje no es un mensaje de derrota, sino de lucha y esperanza. Cuba será libre. Yo ya lo soy”.

Una versión algo más breve de este artículo puede leerse en Perfil Cultura del 13/09/15, suplemento en cuya portada se lo anuncia como «Arenas en el exilio». La referencia a un «exilio sexual» está tomada de una expresión de Néstor Perlongher, según aparece en sus cartas, algunas de las cuales fueron publicadas en Un barroco de trinchera (Mansalva).