Lo primero que se ve es una mujer a punto de ser violada, si no lo ha sido ya. Pero como la lengua es rica en eufemismos, y la imagen se encuadra en una sala de museo y muestra de arte bajo los presupuestos de “seducción” y “erotismo”, una mirada quizá entrenada, capacitada en el control de la reacción sensorial automática, podrá destacar allí otra cosa, otros cuerpos y objetos. Los presupuestos son, como mínimo, incómodos o destinados a incomodar. Consentirlos implica algún tipo de complicidad intelectual con algo que en otro momento y lugar podría ser considerado un crimen. ¿Por qué, cuándo y en qué condiciones el rapto de una mujer puede ser erótico? ¿Y para quién?
Si el erotismo es un lenguaje –no solo un habla alusiva y articulada en la voz sino también en imágenes- compuesto por preámbulos, contextos, sugerencias, alusiones (Barthes), y si como lenguaje está condicionado, formateado por cambios históricos, habrá que conceder que el rapto pueda llamarse secuestro, la cautiva desaparecida, el salvaje originario y el desierto, tierra madre. Algo permanecería, sin embargo, como invariante en la construcción de ese lenguaje que enuncia, envuelve y oculta las prácticas (y lágrimas) de Eros: la prohibición que está allí para ser transgredida, el rodeo mediante el cual se violenta a la hembra, la alianza secreta entre el erotismo y el crimen (Bataille).
A esta última impresión contribuye toda nuestra historia nacional. En la memoria argentina está clavada la escena del secuestro de una cristiana por un macho pagano, bestial. Ella puede ser erótica no tanto por lo que muestra como por aquello a lo que alude en movimiento o devenir: tras el rapto, la violación. El violador sería un joven morocho, sexy, con largos cabellos negros, piernas y brazos fuertes, quizá diestro en el amor como en la guerra, quizá hasta tierno y protector, a su modo. Así, la escena sería de un erotismo insoportable no por lo que saca a luz sino por lo que deja en sombras.
Como las fotos de cuerpos femeninos incitantes que circulan en el siglo XXI para denunciar la explotación sexual y la trata de personas, la imagen pictórica del rapto de la cautiva fue utilizada en el XIX para denunciar el salvajismo de los pueblos de la pampa cuyo destino fue el exterminio. Esa imagen suministró la excusa perfecta para la expedición punitiva, la épica del rescate, la ocupación militar de la tierra. Una doble penetración: primero la violación de la mujer cristiana, luego la violación del indígena pampeano (en el medio, sin voz, sin imagen, silenciada y oculta, la aborigen, la mujer de la pampa, la madre de la tierra, la doble víctima de una violación completa). Una paradoja (o una operación política): excitar la mirada para cuestionar justamente aquello que ha sido representado como excitante. La mujer de origen europeo poseída por el original de la tierra. Y el conflicto entre civilización y barbarie como coartada perfecta para ver el retrato de un par de espléndidas tetas.
La acción decisiva será desnudar. El cuerpo nude del arte se volverá naked: indefenso y vulnerable. Como en el sacrificio, desnudar a la víctima es anunciar su destrucción en tanto criatura individual, cerrada sobre sí, y su forzada apertura a la tribu o comunidad. Como en el sacrificio, desnudar es despojar al cuerpo humano de las ropas que lo distinguen del animal e introducir en la belleza la marca o mancha de la bestia. Una mancha penetrante, que nunca parece tocar fondo: aun cuando a la víctima se le saque toda vestimenta, todavía faltará más, los pechos señalarán el vientre oculto, la pelvis anunciará pelos a descubrir, las nalgas indicarán orificios donde la carne puede abrirse para ofrecer al exterior los secretos de su existencia animal, su sangre y sus jugos. El huevo del ojo o el ojo del huevo que mira fijo desde la hendidura del ano o la vagina. El semen en la boca, las mordeduras en la piel, las marcas del látigo o los ligamentos, la apertura de los orificios por donde se evacúa la vida: todo evocaría el goce de ensuciar aquello que se consideró hermoso.
De todos modos, el pudor de las costumbres dictaba en el siglo XIX relatos del rapto hasta el momento en que el malón irrumpía en las casas y se llevaba a la mujer robada. O leyendas sobre festines de sangre de yegua a la luz de la hoguera. O historias de muñecas atadas con vísceras humanas. Epígrafes de horror para la imagen del secuestro: la doncella desmayada, el pecho grasiento del indio, el agrio alarido del salvaje (Payró). Ese pudor llega hasta nuestros días, en los que la escena de posesión que sigue al rapto podría construirse en detalle pero al precio de incomodar la corrección política “bienpensante”: cómo llevaría el indio a su presa todo el largo camino hacia los toldos, sobre la cruz o la grupa del caballo, cómo la ayudaría a bajar, cuándo la desvestiría por completo, la tocaría y la trataría más tarde… ¿Se inclinaría el guerrero ante la cautiva, paciente, casi arrastrándose por el suelo, esperando que ella termine de llorar o de implorar al cielo? ¿O le arrancaría el resto de las ropas de un tirón, la ataría a un árbol, le abriría las piernas y la tomaría por atrás, penetrándola hasta el final feliz del macho en la eyaculación, final que podría demorarse para que el miembro se retire un poco y así poder mirar la leche que salta sobre el borde rojo de ese agujero oscuro, haciendo crema sobre la piel blanca y delicada?
Imaginemos: el hombre blanco del siglo XIX habrá soñado las peores pesadillas para su mujer poseída por los indios, proyectando su propio sueño despótico, sus ganas de poseerla de esa forma, de someterla hasta ese punto. Allí estará la sombra del mundo civilizado, la pulsión proveniente del lado occidental y cristiano del planeta. El sueño de salir en malón al encuentro de la hembra europea, de ropas y modales finos, quizá maltratada por su marido o familia nuclear, quizá hastiada de su encierro entre las paredes de la vida del colono, para atraparla y ayudarle a liberar su animal interno, hacerla yegua en galope hacia la terrible libertad del desierto.
Seguro: serían delirios de machos en celo, justificaciones de hombres vencidos por su sensualidad abierta, sin frenos. Podemos comprenderlos desde la seguridad de nuestros cuerpos domesticados, aptos para mirar dentro de un museo sin reaccionar de modo inaceptable. Entonces: nada quedaría en el horizonte moral del deseo excepto la renuncia. Una renuncia a actuar los propios deseos y pasiones, pero sin abdicar del derecho a expresarlos: esto último es lo que constituiría el habla balbuceante del erotismo, con toda su carga de violencia, entre un siglo y otro.
–Osvaldo Baigorria
Texto escrito para el catálogo de la muestra «La seducción fatal. Imaginarios eróticos del siglo XIX», inaugurada en noviembre en el Museo Nacional de Bellas Artes y curada por Laura Malosetti Costa. En el catálogo en papel, para acompañar a La cautiva de Blanes o a la de Della Valle, el texto presenta el siguiente epígrafe de César Aira: “La luna había salido solamente para mostrarle a Ema la mirada del salvaje, que vino hasta ella y se inclinó, sin apearse; la tomó por debajo de los brazos y la sentó en el cuello del potro. Un instante después, el árbol volaba”.