Recuerdos de la fiesta

Maria Moreno cumple años

La otra noche en la fiesta de cumpleaños de María Moreno vi a Daniel Molina con sus anteojos negros de armazón blanca y después del beso de saludo quise preguntarle sobre sus recuerdos de eventos ocurridos casi treinta años antes en la redacción de la revista El Porteño: ¿había sido Molina, acaso (borgeano), el editor de mis primeros textos, aquel que los recibía para titular, subtitular, copetear e ilustrar? No llegué a formular la pregunta: Daniel empezó a hablar sobre algo que no recuerdo o no llegué a escuchar del todo, entre el volumen de la música, Divina Gloria y Lía Crucet, las voces de Fernando Noy, el Bode y otros personajes del under de los 80 que parecían seguir con sus pasos el bailoteo de fantasmas retro.

Así que al despertar, al día siguiente, intenté «hacer memoria» (es decir, ficción de otra ficción) sobre aquellos primeros pasos como periodista en Argentina después de mi regreso del exilio en los bosques canadienses, durante los años del destape democrático y la primavera alfonsinista pero me capturó el recuerdo de la fiesta reciente. Ficción de otra ficción no significa invención, al menos en sentido intencional: si hasta en medio de una experiencia la propia percepción filtra, cruza lo vivido con lo imaginado (sobre sí y sobre los otros), interpreta cada gesto según la historia y la neurosis personal, ¿cuántos más cruces e hibridaciones se generan en cada recuerdo de esa misma experiencia?

La fiesta de María: distinta para mí y para cada presente -obvio. Según lo que vi desde mi limitado punto de mira, y en orden de aparición a la vista mientras entraba al bar Nacional de Perú al 800, estuvieron Germán García, Cristina Banegas, Tamara Kamenszain, Josefina Ludmer, María Inés Aldaburu, Graciela Camino (en realidad, Graciela fue la primera que vi, entramos juntos), Daniel Link, Sebastián Freire, Francisco Garamona, Fernanda Laguna, Marcelo Pombo, Daniel Santoro, María Pía López, Guillermo Korn (en realidad, estos dos últimos amigos llegaron después de mi ingreso, igual que Ricardo Strafacce, Ezequiel Alemian, Pablo Katchadjian…) y muchas otras presencias cuyos nombres habré olvidado o huyeron de mi vista -o recuerdo de pronto: Eduardo Stupía, Graciela Fernández, Néstor Latrónico, Marlene Wayar, Vanina Escales, Christian Ferrer, Ariel Idez, alguien vio a Luis Gusmán, la memoria es siempre injusta, recorta y edita una y otra vez, las pautas del editor inconsciente (inconsistente) son erráticas, inestables, traidoras.

Así recordé de pronto a la pareja de Leo Chiachio & Daniel Giannone, que me invitaron a su inminente muestra en la galeria Ruth Benzacar y compartimos mesa, luego bailamos y me presentaron a una artista plástica con nombre de pila. Emma, linda rubia, me pareció que en la pista de danza nuestros gestos coincidieron un instante, una sonrisa, luego ella dijo que subía a fumar a la calle, pude haberla acompañado (no a fumar sino a hablar, «conocerla», acercarme un poco más, preguntarle por su acento extranjero en el habla) pero no lo hice, por timidez o porque privilegié los afectos que perduraron en el tiempo, María, Strafacce, Molina… me quedé entre ellos.

Cuando Emma se fue de la fiesta, al poco tiempo, saludándome con otra sonrisa, me atrapó una especie de melancolía, imaginando qué otro destino, qué otra escena se hubiese configurado en la noche si me hubiera ido con ella. Ese primer momento compartido en la calle, yo no fumo tabaco, ¿fumaste alguna vez?, sí pero dejé cuando tenía veinte años, hace mucho, ¿cuántos años tendrás?, primeras preguntas incómodas, solo fumo maría, tabaco no, allí habría un primer desencuentro, quizá el olor me hubiese molestado, o no, porque su manera de llevar el cigarrillo a los labios sería tan especial, la boca que despide el humo tan encantadora que le perdonaría todo a Emma, un fantasma con quien coincidiríamos en algo crucial: el «afecto que perdura en el tiempo» es otra ficción con la que llenamos de sentido nuestros días. Y entonces nos iríamos casi de la mano, casi desconocidos, por alguna vía empedrada de San Telmo hasta su depto de un ambiente, seguramente cercano, a tomar cierto vino que ella habría traído de Chile en su reciente viaje por razones de alguna muestra de arte, Emma como expatriada norteamericana en América del Sur, casi escultora, casi escultura, y nos contaríamos historias de viaje hasta el amanecer, hasta que las palabras se extinguieran como la noche y el día saludara el encuentro corporal, cama revuelta, piernas enlazadas, labios con olor a hierbas y alcohol, miradas de sorpresa: otra fiesta.

Pero la fiesta de cumpleaños de María, los regalos transportados por manos voluntarias en la despedida, los últimos vinos con amigos en la mesa final, el taxi con largas vueltas por la ciudad para dejar a todos en cada destino parcial, en cada grieta: más tarde, en otra fecha, todo este cruce de caminos, escenas, fantasías, perceptos y conceptos será aumentado, reducido, corregido, editado de nuevo. Así trabaja el olvido la memoria.