Izquierda, militancia y contracultura (*)

El miércoles pasado, cuando se inauguró la muestra «Pidamos peras a Jorge Alvarez», vimos reunidas aquí, en la sala Juan L. Ortiz de la Biblioteca Nacional, a muchas personas cuyas militancias, convicciones e intervenciones en los años 60 y 70 eran antagónicas no sólo ante «el sistema» sino entre sí. En esos años hubiera sido impensable reunir a Ricardo Piglia, Miguel Grinberg, Rogelio García Luppo, León Gieco, María Moreno, Nito Mestre, en un espacio común, sin disenso ni discusión alguna, y mucho menos a los ausentes de presencia más sentida en este espacio, como Charlie García, David Viñas, Rodolfo Walsh o Pappo.

Yo pensaba, mientras Horacio González presentaba la muestra, algunas consignas que hubieran sido inverosímiles en aquellos años: «Hippies y militantes, unidos y adelante» o «Paz, amor y lucha armada«(**). Claro que las diferencias ideológicas, políticas, religiosas, las fronteras entre corrientes y movimientos tienden a borrarse, a fusionarse o verse como integrantes de un mismo mosaico cuando uno se aleja para observar desde una perspectiva más amplia, como les ocurrió a los primeros astronautas que vieron la Tierra desde el espacio, donde países, regiones y continentes tienden a perder sus contornos, o -en una experiencia más al alcance de todos- cuando miramos una ciudad, un país en una foto satelital o tomada desde cierta altura: miramos el delta del Paraná, por ejemplo, en un Google map, y según la escala podremos distinguir las casas, los arroyos, los canales y las zanjas que dividen una isla de otra pero si ampliamos y nos alejamos, todas esas divisiones desaparecen, los detalles se vuelven borrosos, la región entera se presenta a los ojos, según decía Sarmiento, como una «masa de verdura». Lo mismo que ocurre en el espacio ocurre en el tiempo: a medida que nos alejamos de los procesos históricos, etapas o momentos más conflictivos de una sociedad, lo que desde cerca parecía diferente o antagónico tiende a indiferenciarse, a confundirse en una unidad más abarcativa.

Entonces: esta mesa a la que fui invitado hace un mes y medio por Juan José Mendoza, a quien le agradezco la invitación y por haber impulsado una muestra y unas jornadas que, según recuerdo, fueron imaginadas por Juan y otras personas que rodearon a Jorge Álvarez el año pasado, cuando se enteraron que el productor y editor más importante de los años 60 en Argentina habia vuelto al país, era en principio para discutir sobre la izquierda y el rock, pero más tarde vi que se le añadió «cine y juventud», quedando finalmente una mesa sobre «cine, rock, juventud y contracultura», en ese orden. Como aquí participan Marcelo Schapces, Aníbal Esmoris, Pipo Lernoud, y como yo de cine no podría hablar como Schapces o Esmoris, de rock muy poco o casi nada frente a un referente histórico de la cultura rock como es Pipo Lernoud, y de juventud menos aún, entonces me pareció que me tocaba hablar sobre contracultura. Pasaron las semanas y como no se me ocurría nada interesante para decir, me puse a hacer una búsqueda en Google. Me inspiré en el procedimiento de Carlos Gradin, el moderador de la mesa, quien escribió el texto «peronismo (spam)»  con los resultados de una búsqueda web a partir de la frase «el peronismo es como…».

Puse en práctica el mismo método para inspirarme. Escribí «la contracultura es como» en Google, evité las definiciones de Wikipedia para no tomar el camino más fácil y obtuve, entre algunas de las primeras respuestas, lo siguiente:

La contracultura es un mito comercial”.

La contracultura es como el anarquismo: algo minoritario, temporal y que nunca puede llegar a ser masivo o dominante”.

La contracultura es una marca de café orgánico elaborado en EE UU y cultivado por campesinos centroamericanos».

La contracultura es un paradigma para comprender las expresiones culturales alternativas a un sistema y como tal ha estado presente en la historia desde la antigüedad”.

“La contracultura es como Sócrates”.

“La contracultura es un movimiento social surgido en EE UU en los años 60”.

Esta última es la más obvia, aunque también la más estricta.

Para mí, Contracultura fue justamente el nombre de una revista que a principios de los 70 dirigía Miguel Grinberg, quien creo fue el traductor o por lo menos el desarrollador de ese neologismo en Argentina y no sé si en español. Mi primer recuerdo de esa palabra fue haberla visto allí, en el primer número de la revista de Grinberg, en agosto de 1970, donde aprendí que el inventor de la expresión contracultura en inglés no fue Theodore Roszak como dice hoy Wikipedia, sino el antipsiquiatra norteamericano Joseph Berke, emigrado a Londres e instalado en una comunidad terapéutica llamada Kingsley-Hall, dirigida por Ronald Laing, en la que se impulsaban cambios en la relación entre médicos y pacientes, cambios que llevarían a lo que más tarde se llamó la psiquiatría radical, la psiquiatría social y actualmente también la desmanicomialización.  Joseph Berke compiló una antología de textos sobre las transformaciones culturales de la época llamada Counter Culture, publicada en Londres en 1969, poco antes que Theodore Roszak publicara su clásico El nacimiento de una contracultura en la Universidad de California ese mismo año.

La revista de  Grinberg presentaba artículos sobre rock, ecología, psicodelia, situacionismo, Panteras Negras, pacifismo, John Lennon, comunas hippies, antipsiquiatria… o sea, formas de disidencia y transformación de las costumbres que venían de EE UU e Inglaterra, y en menor medida del Mayo francés. Sobre todo, formas que en su mayor parte no eran banderas reivindicadas por las izquierdas en la Argentina de aquellos años.

Digo “izquierdas” en sentido amplio, en plural, designando a toda una franja de sensibilidades e identidades políticas y doctrinas diversas que irían desde el peronismo de izquierda, de John William Cooke o de base, al trotskismo, pasando por el maoísmo, el comunismo tradicional, incluso el socialismo en sus alas más combativas o clasistas (no la “socialdemocracia”). Doctrinas que tenían por leit motiv el problema y el proyecto de “hacer la revolución”. Algunas proponían una via más o menos pacífica o gradual para conquistar el poder  y «hacer» esa revolución  pero casi todas contaban en su horizonte con la posibilidad -no necesariamente el deseo- de que se produjese un enfrentamiento armado (para algunos de tipo insurreccional urbano, para otros en forma de guerrilla rural o una combinación de ambos) con el enemigo: el imperialismo, la gran burguesía, la oligarquía tradicional y sus brazos armados. Con matices, quienes planteaban ese enfrentamiento revolucionario serían “izquierda” en aquellos años.

¿Y qué decían las izquierdas del Grinberg que dirigía la revista Contracultura y que tuvo los primeros programas de rock en radio Municipal en Buenos Aires? Que era un agente de la CIA (esto lo escuché yo mismo entre jóvenes comunistas, entre trotskistas). ¿Qué decían las izquierdas de los escasos “hippies” que había en Buenos Aires (aquellos que se juntaban en Plaza San Martín y que según una revista Primera Plana en Argentina serian en total unos 200 en 1968)? Que eran el “circo” (porque expresaban en la forma de vestir un rechazo a la cultura tradicional) que llevaba a la juventud por el camino de la pavada: el amor, la paz y la salida individual, en vez de la lucha revolucionaria. ¿Qué decían las izquierdas de las escasas drogas que se conseguían (marihuana, los primeros ácidos)?  Que representaban un “escapismo de la realidad” que debía ser combatido sin cuartel, con expulsiones de los grupos políticos incluso. ¿Qué decían las izquierdas de los primeros valientes que se animaron a salir del armario para reivindicar el amor entre personas del mismo sexo? Que eran “exponentes de prácticas burguesas, que minaban la moral del proletariado”. ¿Qué decían las izquierdas de los artistas del Di Tella? Que eran agentes del imperialismo. En la película La hora de los hornos, Pino Solanas y Octavio Getino mostraban a Jorge Romero Brest, del Di Tella, rodeado por chicos con flores pintadas en la cara, luces psicodélicas y un rock a todo volumen en contraste con imágenes de pobreza, analfabetismo, guerra y hambre, coincidiendo con la ultraderecha y la dictadura de Onganía, como observó John King en su libro El Di Tella y el desarrollo cultural argentino en los años 60. Finalmente: ¿qué decían del rock argentino,  que no se llamaba “nacional” sino “música progresiva” (en oposición a la música “complaciente” o “comercial”)? Que era música del imperio, que la tocaban grupos «extranjerizantes», como Arco Iris o Almendra, grupos que “hippizaban a la juventud, la despolitizaban, la llevaban al reviente”. De Aquelarre incluso, donde estaba Emilio Del Guercio, decían que carecía de compromiso ideológico, de combatividad… Para la militancia de izquierda, los del rock eran “la gilada”, un término después apropiado por la derecha parapolicial que veía a la cultura rock como a un enemigo de la civilización occidental y cristiana. En resumen: izquierdas y derechas, al menos hasta principios de los 70, coincidían en su rechazo a formas de disidencia asociadas al rock y a la contracultura.

En los años 80 empieza a integrarse al rock masivamente a los mercados, deja de ser opuesto a la “música comercial”, empieza a dar dinero, pero al mismo tiempo también empieza a ser integrado, aceptado por las izquierdas, por el progresismo, por el activismo nacional y popular (hubo antecedentes de esa aceptación en el 73, pero fueron breves, coyunturales). La integración a nivel masivo parece ser algo de los 80, y ocurrió al mismo tiempo que el rock se mercantilizaba, una paradoja que habría que pensar en detalle. Hoy el Indio Solari puede aparecer en una lista de la revista Forbes como el rockero más rico del país (ya la idea de un rockero rico o millonario sería repugnante para la contracultura o el rock de los orígenes, más allá de cuántos millones de dólares reales pueda haber ganado), al lado de Palito Ortega, que era el mayor exponente de la música comercial de los 60. Sin embargo, casi nadie hoy cuestiona ese derecho a ganar millones de dólares en una sociedad dividida en clases, donde hay gente que se hunde en la miseria. Se han naturalizado esas diferencias y parece normal que alguien que en algún momento se llamó contracultural o anarquista se haya llenado de dinero incluso con ese discurso. Y por supuesto que esto no ocurrió solo en Argentina. En cualquier parte del mundo, un rockero millonario es un millonario. Y desde luego que no todos los rockers siguieron el mismo camino. Ahí están como testimonios o emblemas de otra manera de relacionarse con la vida y con el arte esas figuras trágicas y heroicas que fueron Jimi Hendrix, Janis Joplin, Miguel Abuelo, Luca Prodan.

Pero bueno, como mi tiempo de exposición se acaba y podriamos extendernos sobre estos problemas más adelante, quiero decir que me quedó como pregunta quizá algo melancólica, tras la inauguración de la muestra, el interrogante acerca de qué será de todos nosotros, de todas nuestras diferencias, debates y conflictos actuales dentro de treinta años. Si aquellos antagonismos que en su tiempo llevaron a rupturas, condenas, estigmatizaciones, peleas a muerte hoy pueden verse como parte de un mismo mosaico, o capítulo de la historia, o clima de época, qué será de todos los movimientos, tensiones y adhesiones que parecen irreconciliables en este momento entre nosotros. Me pregunto si no tenderán a  confundirse, a indiferenciarse ante el lente de una mirada que se aleja, se extiende y amplía, en esa perspectiva que suele dar el tiempo y que suele dar la altura, como las imágenes de una foto satelital o  la vista que puede tener un astronauta sobre nuestra Tierra.

Osvaldo Baigorria

(*) Leído en la apertura de las Jornadas Revisitando los 60. La experiencia Jorge Álvarez, mesa «Cine, rock, juventud y contracultura», el 22 de marzo de 2012 en la Biblioteca Nacional.

(**) Título del artículo que escribí en 1993 para Página/30 y que fue recopilado por Charly Gradin junto a otros materiales en el blog Proyecto Parque.