Un barroco de trinchera. Cartas a Baigorria 1978-1986, publicado por Mansalva, salió de imprenta el 17 de octubre de 2006. Se trata de un libro que amo precisamente porque no lo considero «mío» (son cartas de Perlongher) aunque lo prologué y anoté después de atesorar esa correspondencia durante largos años y en distintos territorios. La publicación suscitó de inmediato algunos comentarios y reseñas. El primero fue de Claudio Zeiger en Radar Libros, al que siguió otro de Alberto González Toro en Clarín: «Publican cartas de Perlongher a un amigo». Luego Alejandra Varela en el mismo diario: «Cartas de Perlongher, desde el encierro de la dictadura», con el añadido de «Confesionario personal» en la revista Ñ del 13 de enero de 2007, un texto por el momento inhallable en formato digital. Elvio E. Gandolfo recomendó el libro el 17 de marzo del mismo año en un breve recuadro de la sección Libros de la revista Noticias que tampoco fue subido a la web. Pero la mejor para mí fue «Una lengua política» , con la que María Moreno presentó al primer número de Soy en Página/12 (21 de marzo de 2008), proponiendo a Perlongher como «tío» de ese suplemento («decir padrino lo hubiera horrorizado»):
Una lengua política
Por María Moreno
Escribir sobre él es repetirme pero peor sería citarme, incurrir en las comillas para multiplicar la autoría en un narcisismo aún más inconveniente en el género homenaje. ¿Cómo podría existir Soy sin su nombre, ya no de padrino (lo hubiera horrorizado), sino de tío? Ese vínculo, que permite la enseñanza sexual por fuera del tedioso Edipo, la protección licenciosa en la «Zona Moral» y la iniciación callejera en el deseo que no osa decir su nombre. Qué lástima no poder imitar su tono oral de profesora atildada y pundonorosa que explica «con claridad» y aquieta su fuego interior con un saquito de hilo blanco, para trazar su currículum poético. Austria-Hungría (1980), Alambres (1987), Parque Lezama (1990), Aguas Aéreas (1991) y El chorreo de las iluminaciones (1992). Néstor Perlongher, que solía firmar sus escritos políticos como Rosa L. de Grossman en homenaje a Rosa Luxemburgo, no llegó a ver sus Poemas Completos editados en 1997.
Había nacido en Avellaneda en 1949 y ya en plena dictadura seguía cruzando Puente Alsina para volver a su casa de madrugada luego de alguna reunión clandestina, en tacos altos y de tapado sintético –según recuerda Osvaldo Baigorria–, por algo era de la misma zona que el Tigre Millán.
En 1972, cuando tenía veintidós, había llegado a encabezar la fracción de Política Obrera en la Facultad de Derecho, donde estudiaba, pero pretendía que el partido reconociera su condición de homosexual. Como no lo logró, comunicó su ruptura y fue a pararse en Callao y Corrientes con capelina. Desde 1969, un grupo de disidentes sexuales de extracción gremial e intelectual había comenzado a reunirse con el propósito de fundar el Frente de Liberación Homosexual de la Argentina. Perlongher representó su ala ultra (fue fundador del grupo Eros). También fundó el Grupo de Estudio y Práctica Política Sexual.
En 1981, Perlongher se fue a vivir a Brasil en un tipo de exilio considerado menor en el status de la tragedia nacional, luego de que la ciudad sitiada se le hubiera hecho invivible aunque fuera paradójicamente su condición de «raro» la que, durante las detenciones que sufría frecuentemente, le encubría su otra –y fundante– condición «peligrosa».
La rosa mistificada
La invención de un mito Perlongher no favorece las lecturas críticas. La incomodidad de sus objetos de estudio –el sexo de las locas, la relación entre Eros y guerra, la tradición homofóbica del marxismo– se simula tras un cuestionamiento a su supuesta caída en el academicismo –Perlongher tenía un master en Antropología Social adquirido en la Universidad de San Pablo–, como si su libro La prostitución masculina no dejara, tras su corbata antropológica, fisuras para la capelina barroca y el Cassy de ensayista argentino laico. De ese modo el Cenáculo Hétero azuza a los disidentes sexuales para que sigan siendo «lo otro absoluto» (maldito, transgresor, forajido, marginal, imposible de asimilar). Lo que él llamaba la izquierda Cary Grant piensa siempre en términos de clase /nación/Estado/…y siguen las palabras sin sexo. Se prologan sus obras para apropiárselas sin explorarlas, se las agrupa sin interpelarlas o se las encomia en un provisorio reconocimiento que tiene mucho de esa fetichización del diferente que la crítica, también Cary Grant, realiza para ubicar en un corralito la interdicción y así poder vigilarla y regularla.
En 1989, en Francia, Perlongher recibió un diagnóstico de Vih positivo. Pero mucho antes había empezado a pensar en el sida, no como un fin de fiesta sino como algo que radicalizó trágicamente lo que declinaba por saturación; empezaba a sospechar que cuando el deseo se realiza sin necesidad de una fundación límite en donde se comprometa la totalidad del ser, puede resurgir de otra manera, por eso en el fin del camino, cuando encontró otra clase de éxtasis en la religión del Santo Daime (asistió a partir de 1986 al Centro Ecléctico de Fluyente Luz Universal Flor de las Aguas), escribió, despojándose de sus vericuetos barrocos: «Abandonamos el cuerpo personal. Se trata ahora de salir de sí».
Rojos contra el ascetismo rojo, radicales gays, poetas neobarrocos, todos pelean por un Perlongher parcial. Es un texto íntimo –un barroco de trincheras en donde un compañero de ruta en la preocupación por la política sexual, Osvaldo Baigorria, recopila cartas del poeta– el que mejor puede mostrar los diversos flujos perlongueanos siempre dispuestos a mezclarse en una única afluencia insurrecta. Allí conviven las penurias cotidianas, las estrategias de publicación, la angustia por una obra sin camaradas y el festejo de la lengua. «Acaso el espectáculo repetido, inefable, de la flota soviética anclada en la rada de Vladivostock obnubilado halos al extremo de no poder proferir hiato ni rima, ni hatos de sílabas y elipsis, ni desplazar por la cansada máquina los sarmentosos dedos que tronchan abnegadamente, hachan», le escribía a un Baigorria afincado junto a su mujer de entonces en una comuna hippie de Argenta (Canadá).
Néstor Perlongher le falta a la izquierda –no han recorrido un largo camino, muchachos– y al movimiento GLTTB: es fácil imaginar el buscapié crítico que hubiera puesto a los deseos de integración de algunas de sus facciones pero, como decía Sartre, el verbo «hubiera» no existe.
La autoadscripción de «cronista» elegida por varios intelectuales latinoamericanos (Carlos Monsiváis, Pedro Lemebel), en pos del legado de la compleja relación entre poesía, intervención cultural y política de los cronistas modernistas convendría hoy al Perlongher de Prosa Plebeya (recopilación de Christian Ferrer y Osvaldo Bigorria ) y de Papeles insumisos (recopilación de Adrián Cangi y Reynaldo Giménez). Allí descuella ese barroco de trinchera que Baigorria definió en su prólogo a las cartas de Néstor Perlongher: «Una lengua que se habla bajo fuego, en medio del combate, en una posición más subterránea que la oración de barricada. Una lengua menor pero urgente, apremiada por sacarle el cuerpo a la posibilidad de captura o destrucción en manos del enemigo. Una lengua política».
Página/12, Soy, 21 de marzo de 2008
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Como bonus track, va:
Cartas de Perlongher, desde el encierro de la dictadura
Por Alejandra Varela
No deja de ser toda una aventura escuchar, en una tarde calurosa de Palermo, a Osvaldo Baigorria contando cómo mató a un oso devorador de gallinas en los bosques de Vancouver. Pero no puede ser otro el escenario si de evocar a Néstor Perlongher se trata. Al poeta y la amistad que lo unió a Osvaldo Baigorria y que hizo posible una serie de cartas, ahora convertidas en el libro Un barroco de trinchera, que publicó editorial Mansalva.
Eran los años de la dictadura. Baigorria vivía en una comunidad en Canadá. En sus cartas «perdidas en algún departamento paulista» y, por lo tanto, ausentes en este libro, hablaba de coníferas y gallinas. Néstor Perlongher, que había decidido quedarse en Buenos Aires, relataba en su barroco enmarañado —que servía de despiste ante una posible vigilancia— el clima represivo desde la descripción de la vida cotidiana.
—¿Qué veía del país y de su amigo a partir de estas cartas?
—Yo sabía lo que ocurría en la Argentina y tenía miedo por Néstor. Veía a mi amigo encerrado en los muros de la dictadura, como si estuviera preso. Cuando me contó que se había ido a Brasil me sentí tranquilo. Creo que sostuve esa experiencia en el campo por la dictadura. Prefería matar a un oso antes que estar en Buenos Aires.
Perlongher era ese hombre que perturbó a la militancia de izquierda por su condición de homosexual y que no temía señalar en la militancia gay su discriminación a «los maricas de voz aflautada que olían a pachuli». Que jugó a unir los territorios de la sexualidad, la política y el deseo en una obra literaria «barrosa» y en una práctica de la investigación social en la que se implicó al extremo. En las cartas, Perlongher pasa de la parodia del discurso militar y los datos sobre la realidad económica a la crítica ácida de la democracia alfonsinista y al disfrute de las nuevas libertades, sin dejar de declarar, casi como una queja: «En lo sexual no hay destape.»
«Es interesante ver aquí al poeta que todavía ignora qué va a pasar con su obra», dice Francisco Garamona, editor del libro: «Cuando el libro termina comienza la etapa de mayor reconocimiento de Perlongher.»
—Asombra la similitud de estilo entre las cartas y su obra.
—Si se seleccionan fragmentos de las cartas y se los corrige un poco, tenés unos poemas excelentes —opina Garamona.
—Perlongher —dice Baigorria— escribía contra el realismo, que pretende documentar la realidad, y contra el romanticismo, que hace una literatura de la confesión. Hablaba de una «literatura de la confusión». Buscaba eliminar el yo en la poesía. Que el poema no tuviera un referente externo, que se sostuviera por sí mismo.
Esa aventura se observa también en su trabajo como antropólogo: «Una vez, cuando Néstor hacía encuestas —cuenta Baigorria— fue a una zona del conurbano. Llamaba muchísimo la atención porque Néstor era una loca. Un hombre se le acercó y le dijo que necesitaba de alguien que le planchara las camisas, que entrara a su casa. Para eso, Perlongher tenía que atravesar un pasillo muy oscuro, tuvo miedo y se fue. Después incorporó esta escena en el poema «El cadáver», sobre el entierro de Eva Perón. El decía que el peronismo era un pasillo largo y oscuro donde podía acontecer la tragedia.
Clarín, 19 de enero de 2007