Una carta perdida en el Riachuelo

Querida Incógnita:

Me gustaría contarte un viajecito por ese río chico al que llaman Riachuelo. Se trata de un río de escaso caudal al que le agregaron “chuelo”, o sea que no es un “riacho”, un río cualquiera. Tal vez fue llamado así porque “cho” suena peyorativo, o porque “chuelo” le da al breve río un lugar de polluelo, de pichoncito, algo más tierno y más chiquito. Hay otros lugares con ese nombre en regiones vecinas: un par de arroyos en Corrientes, Uruguay, Brasil, pero este no es un arroyo, es un río en serio y su nombre completo, oficial, es Matanza-Riachuelo. Casi como la matanza del Riachuelo: dicen que es uno de los diez lugares más contaminados del mundo.

Siempre fue famoso por ese aroma a podrido ahí donde desemboca, cerca del barrio al que llamaron precisamente La Boca del Riachuelo, legendaria zona de la inmigración italiana. Hace 100 años a todo este barrio le decían simplemente Riachuelo, como el título de la película de Moglia Barth de la década del 30 con Luis Sandrini ¿La viste? Aparece ahí, como rareza, una orquesta de tango ficcional compuesta solo por mujeres, con bandoneón, violines, contrabajo y una cantante, a la que llaman la “piba más linda del Riachuelo”: Maruja Pibernat. Y esos vapores que echaban humo por las chimeneas contaminando los aires y las aguas.

Cara Desconocida (como sabrás, “cara” significa querida en italiano), ya no hay más barcos contaminantes sino todo lo contrario, barcos que descontaminan. ¿Te imaginás? Son esos con grúas que en la punta abren los dientes, muerden el agua y se retiran llenos de botellas, bidones y bolsas de plástico para cargar en los remolques, destruyendo las barreras flotantes de residuos que andan a la deriva (leí por ahí que sacan más de 300 toneladas de basura al mes). También hay rudos trabajadores que cuidan las orillas y cortan los pastos con podadoras desde la embarcación misma para no pisar tierra ni barro ni invadir los predios donde viven familias precarias.

Bueno, por este pequeño río navegamos. Los marineros -creo que así se les dice, aunque la tripulación sea fluvial- fueron amables de sobra. Se ocuparon de que llegara el catering antes de zarpar, nos organizaron un picnic a bordo con una generosa bandeja de sándwiches de miga, medialunas y gaseosas. Y pudimos comer en el Riachuelo sin sufrir esa baranda que volteaba, ese hedor insoportable (ahora es al menos soportable, o sea, olor hay, pero nada que ver con lo de antes, cuando estaba permitida la navegación comercial). No sé si sabrás que en 2008 un fallo judicial obligó a los tres Estados (nación, ciudad y provincia) a recomponer el daño sufrido por este río herido por más de 200 años de contaminación industrial, cloacal y domiciliaria: basurales a cielo abierto, vertidos químicos y orgánicos, en fin, te ahorro la repugnancia. Hoy solo pasan -además de los barcos que descontaminan- los botecitos a remo que, como gondolieri del Riachuelo, cruzan a vecinos y escolares de una orilla a la otra, entre la Boca y la isla Maciel.

Y por allí se internó también nuestra embarcación, una lancha descubierta de casi diez metros de largo por dos metros sesenta de ancho (te lo digo así, sin marearte con términos náuticos como manga, eslora, babor, estribor, popa o proa). En ella nos alejamos de Proa -la Fundación- mientras en la popa – la parte de atrás- flameaba una banderita con el pomposo escudo de Juan de Garay en épocas de la refundación de Buenos Aires, con la imagen de un águila imperial con corona real sobre la cabeza y a sus pies los cuatro aguiluchos que simbolizan las cuatro ciudades que fundaría el refundador, según nos explicó un marinero (creo que al final solo pudo fundar dos: Santa Fe y Buenos Aires). Era un día tan espléndido que hubiera sido posible tomar sol a bordo, si a alguna se le hubiese ocurrido llevar bikini para disfrute de los esforzados muchachos de la tripulación.

Navegamos protegidas (te lo cuento en femenino inclusivo: éramos seis escritoras dispuestas a hacer la experiencia única de conocer desde adentro al Riachuelo) con chalecos salvavidas, aunque de caer al agua la preocupación mayor no sería ahogarse sino intoxicarse y para evitar eso hubiera sido mejor algún traje de neoprene con escafandra de buzo. Estoy exagerando: el agua era oscura, casi negra pero nada que ver con la basura que se veía en otras épocas. En cuanto a la probabilidad de caerse:  prácticamente nula, a menos que hubieras subido borracha a bordo. Pregunté qué profundidad tenía. Si hay “plea”, dijo un marinero, es una cosa, y si hay “baja” es otra: pleamar y bajamar, los dos movimientos que se repiten cuatro veces por día. También depende del viento. Si hay sudeste, el agua sube y si hay viento norte, el agua baja. Así como estábamos ese día, con marea media, la profundidad sería de unos cuatro metros a la altura del puerto porteño, en la boca misma del cauce, y de un metro y medio en Puente La Noria, donde se achica el riachuelito.

Navegamos. Y en serio, sobre el agua, no en ese navegar por internet frente a una pantalla de donde saco todos los datos que me faltan para contarte este viaje. Pasamos los puentes levadizos, los transbordadores, las barracas y depósitos en las orillas, las moles de hierro y cemento, los silos abandonados y sin granos porque no hay posibilidad ninguna de transportarlos desde que está prohibido.

Navegamos y yo creí que llegaríamos hasta el final, atravesando los meandros del río en zonas semi rurales, internadas en un paisaje pampeano. Pero pegamos la vuelta justo antes del Meandro de Brian, que con ese nombre debía ser un punto fascinante, me imagino. Poco antes de llegar a la villa 21-24 que ocupa una de las riberas del río. Esa villa en la que viven más de 40 mil personas en la frontera entre Barracas, Pompeya y Parque Patricios. Imaginaba divisar esa ciudad de lata desde el agua, ver las casitas al borde de los barrancos, los perros vagabundos, la infancia villera chapoteando en el barro, las zanjas abiertas, los criaderos de mosquitos, pero no. Regresamos. Quizá los muchachos de la lancha no querían que viésemos esos márgenes del espacio urbano en Buenos Aires. Hasta dijeron que podía ser peligroso pasar cerca de la villa, que alguien nos podía tirar una piedra si nos percibían como intrusos. Qué querés que te diga: a mí me hubiera gustado esa piedra. Imaginaba una peripecia mayor al navegar por las zonas más secretas de este curso de agua. Que pasara algo más para contarte una aventura de veras, no mandarte una foto de celular sacada de apuro con el sol en contra.

En fin, navegamos. Imaginaba otro viaje, como siempre pasa. Pero de qué puedo quejarme. Nadie se desplazaba por el riacho-riachuelito salvo nosotras y los barcos descontaminantes. El día que se abra a la navegación turística y comercial de nuevo, con todas las lanchas a motor pasando raudas por estas aguas, otro será el viaje: ojalá que nunca ocurra. Por ahora los patos, las garzas, las tortugas y el resto de las criaturas silvestres, agradecidas. Yo también, por supuesto. Inolvidable todo lo que imaginé durante este periplo. Quién me quita lo imaginado. Eso sí, dejaré para otra carta el soñado viaje romántico a remo y en góndola por el Riachuelo.

Ti abraccio…

Crónica por encargo publicada en la antología La Carta Perdida II (compilador: Julián López), Fundación Andreani, 2023