Ginsberg en viaje de ida

Resulta difícil imaginar que desencarnó -pese a su conversión al budismo- o que reencarnó -¿en quién o en qué?- porque cuando uno piensa en Allen Ginsberg piensa en cuerpo, piel, pura presencia de la carne, puesta en escena en vivo y en desnudo en recitales de poesía, en imágenes fotográficas que dieron la vuelta al mundo… La primera vez que leí «Aullido» también pude ver su imagen desnuda, todo un San Beatnik calvo de barba oscura, profético, transgresor, en la foto que ilustraba un artículo firmado por T.K. (Tamara Kamenszain) en la revista 2001, junio de 1973. Un año después pude verlo en persona en un recital de poesía en San Francisco junto a jóvenes Gregory Corso y Diane Di Prima, entre otros que no recuerdo, vestido con una larga túnica de colores. Ginsberg cantó sus propios poemas con una voz terrible, muchas veces fuera de tono, mientras tocaba lo que me pareció un organito y que quizá fuese su armonio, ese viejo instrumento que solía llevar a sus recitales, como si fuese un clown que se las arregla para no tomarse en serio a sí mismo hasta un punto tal en el que no hay más remedio que tomárselo en serio. Debo agregar que en ese tiempo mi conocimiento del inglés era tan pobre que apenas si podía distinguir alguna que otra palabra suelta de cada poema. Pero no importa: allí estaba en presencia del mito y con eso me bastaba.

Escribí un texto de despedida el año en que se fue en su viaje de ida, 1997, que salió en la revista La Gandhi Argentina, publicada por la librería Gandhi y editada por María Moreno, del que extraje parte de este primer párrafo. En ese número -el 2, noviembre del 97- junto a la desgrabación de una entrevista a Ginsberg publicada en la revista californiana Magical Blend en 1995, también apareció la nota «El verbo to beat» de Tamara K. en la que ella contaba que tendría unos 19 años cuando pegó en la pared de su cuarto la foto de ese hombre desnudo, «más parecido por la larga barba y el poco pelo enmarañado a un linyera que a un sex-symbol para adolescentes». Tamara también decía: «Perlongher, entre nosotros, es lo más ginsbergiano que se puede encontrar hoy. Esa furia compulsiva para hacer que un verso repita la misma verdad cambiada hasta el cansancio es un motor de su ya mítico Cadáveres, ese himno que los chicos que deambulan por Corrientes conocen de memoria. Por otra parte, hace más de un siglo que Whitman escribió su Canto a mí mismo, ese otro himno que Borges confiesa haber leído hasta el cansancio en su juventud. Son aullidos que se trasmiten como música. De generación en generación. Y que aunque estén de moda en una época vuelven a golpear siempre, insisten, se repiten (como los Beatles, que patentaron el verbo to beat más allá de la literatura para que siempre pueda volver, intacto, a ella)».

En cuanto a mi texto, terminaba diciendo:

Y hoy, que habrá que pensarlo seriamente fuera de la carne, fuera de su cuerpo, pura palabra descarnada, puro texto impreso sin voz física, uno podría auto complacerse con la idea de que el poeta/que era/búdico/pacifista se ha reencarnado en quienes -pero ¿quiénes?- «lo siguen». Pero la imaginación debe rendirse ante la evidencia: Allen Ginsberg, inspirador de varias generaciones de viajeros a dedo sobre la superficie de América y de exploradores a pulmón por el espacio extraterrestre de la mente, desde el 5 de abril se despidió de todos para lanzarse a realizar su viaje más fabuloso, su aventura más exótica, su exploración más riesgosa -desde allí no ha vuelto para contarlo, al menos no como Allen Ginsberg, al menos no como él lo contaría.