
Dentro de la serie de novelas “indigenistas” de Aira (Emma la cautiva, El mensajero, Un episodio en la vida del pintor viajero, Eterna juventud, quizá Moreira), Entre los indios es aquella en la que aparecen en su forma más acabada, a mi entender, el pensamiento, la vida y las costumbres de esos indígenas que podríamos llamar airos: seres de vida invariable, ociosos, excepto cuando la guerra les ocupa todo el tiempo, incluido el tiempo de paz en el que relatan la guerra con sus leyendas y anécdotas. Entre ellos hay médicos brujos travestidos y adictos a la retórica, maestros del arte de la introducción, capaces de hablar durante horas antes de entrar en materia y de hacer de una razón diez mil razones, como herederos barrocos de los oradores ranqueles de Lucio V. Mansilla. La velocidad o la lentitud en el habla y en el movimiento hacen toda la diferencia. El jefe de la tribu de Entre los indios es un «distinguido guerrero, veloz como el viento cuando le conviene, lento como el aire en reposo cuando la velocidad deja de ser la mejor opción»: un cacique bebedor y contemplativo, un filósofo salvaje que no encuentra sentido en el trabajo, sea para construir obras, templos y otros monumentos del esfuerzo -como esos adornos de metal cuya extracción y elaboración consume las vidas de varias generaciones u otros adornos más delicados con plumas que exigen el máximo cuidado-, sea para fabricar relatos históricos o mitológicos que terminan siendo una red mental, una telaraña paralizante añadida sobre el peso de las cosas. El interlocutor de este cacique es un diablo demasiado humano, dedicado a hacer el mal pero que sin embargo tropieza, falla en sus intentos, a veces por factores externos, a veces por su propia conciencia, que no excluye la culpa: un diablo culposo en un mundo perfecto en su imperfección, donde el alma se asombra de su propia rareza. El estado de indolencia en el que vive la tribu peligra ante la aparición de este diablo que viene a pedir limosna y a “inocular cultura”, según propone Sergio Chejfec: “La necesidad vendría a ser la cultura en estado potencial, lo contrario del reino de lo innecesario representado por la toldería”. Ocurre que los indios de raza aira también son demasiado humanos; el cacique se ha pasado la vida soñando con utopías, escribe César Aira, aun sabiendo que «esas utopías eran imposibles, no porque alguien se lo impidiera sino porque él mismo no quería. Qué rara era el alma del hombre: no quería hacer lo que más deseaba. O dicho de otro modo: ponía lo que más deseaba en un lugar fuera de la realidad, en la ensoñación, donde pertenecía. Llevarlo a la realidad era un trámite que abría las puertas del sueño a las incomodidades de la acción». Chapeau!





Lala Toutonian me entrevista para Perfil Cultura, en una edición que incluye fotos del Lejano Oeste y del Cercano Sur porteño: la máxima periodística que indica «nunca dejes que la realidad te arruine un buen título» aquí fue aplicada con gran criterio, desmesura en el elogio, exageración y precisión simultáneas. Empieza así: