
Kerouac construyó su leyenda de escritor vagabundo a partir de las notas que solía tomar en sus viajes y que luego tipeaba en casa de su madre, a la que siempre volvía luego de sus andanzas. De esas notas salieron sus novelas y también artículos que empezó a publicar a fines de los ‘50, cuando revistas como Playboy, Esquire y Holiday, entre otras, llegaron a pagarle hasta dos mil dólares por colaboración (una fortuna para la época). Viajero solitario es una recopilación de varios de estos últimos, seguramente reescritos y con algún título cambiado, y de otras notas inéditas.
El resultado es un libro-rizoma, al que se puede entrar y salir desde múltiples puntos y donde la velocidad de fuga se intensifica y dispara las conexiones hacia escenas de la noche beat de Nueva York, desde Ginsberg, Corso y Coltrane hasta los linyeras roñosos que toman la sopa sin hablar con nadie. Revelaciones en la montaña después de ver excrementos de oso alrededor de la cabaña y de sesenta y tres ocasos desde un puesto de guardabosques. Viajes en tren, a dedo y a pie por Francia y hacia Tánger en un carguero yugoeslavo que salía del puerto de Brooklin. Una sangrienta corrida de toros en México, historias de fogoneros y guardafrenos del ferrocarril en California, personajes de otros tiempos en los que era posible mandar por correo un revólver oculto dentro de un libro que había sido cortado, ahuecado y envuelto herméticamente en papel madera. La aventura y el sufrimiento, la ilusión y el desencanto del peregrino católico-budista, el santo bebedor que sigue siempre su camino.
¿Hay que viajar (vivir) para contarlo? Sí, pero viajar tiene sentido porque habrá invención de una lengua que lo cuente. Dice Kerouac al mirar las estrellas cada noche en la cima de esa montaña en la revelación que lo llevaría luego a Los vagabundos del Dharma: “Las estrellas son palabras”, y agrega que así sucede en todo el mundo, y poco importa si uno está en una pieza colmada de ideas o en una Vía Láctea infinita de montañas y estrellas.
O sea: Kerouac puede presentar su vida como un “deambular sin dirección”, pero el rumbo se mantendría firme bajo esa estrella que lo guiaba en su lucha por convertirse en escritor. Convencido de que su deambular recibiría recompensa, reconocimiento, protección social, aspiraba no solo vivir de sus textos, sino a ser recordado por su renovación en las letras gracias a esa “prosa espontánea”, que en verdad era espontánea en la primera versión, pero que demandaba reescritura. Una prosa cuya meta sería la poesía, la “descripción natural”. Algo que acontece más allá de la díada ficción-no ficción. Hasta la enumeración caótica, figura de cronista, aquí es llevada al punto de cruce entre información y poesía, como poesía-crónica, captada con maestría por la traducción de Pablo Gianera al castellano rioplatense, sin exageración.
Pero despístese quien pretenda leer claves de la vida real de un tal Jean-Louis Lebris de Kerouac dentro de la “Presentación del autor” en la introducción del libro. Dice que a los 18 años “leyó la vida de Jack London” (¿puede leerse una vida?) y resolvió volverse un aventurero como ese vagabundo de las estrellas de quien tomó su pen name de pila: Jack. ¿Casado? “Naa” (pero lo estuvo tres veces, dos de ellas antes de escribir esto mismo). ¿Hijos? “No” (pero en su segundo matrimonio, que duró seis meses, sí tuvo una hija no deseada, Jan, a quien sólo pudo reconocer tras un examen de ADN). También reitera que escribió En el camino en tres semanas de tipeo en aquel legendario rollo de papel de teletipo, pero esa versión fue la tercera. No importa. Viajero solitario es uno de los mejores libros de Kerouac, entre Los subterráneos y En el camino. Quien lo lea no podrá dudar de la verdad que encierra su frase: “Siempre entendi que la escritura era mi deber en la tierra”.
Versión en borrador de lo que terminaría siendo la reseña de Viajero solitario (Caja Negra), publicada en la revista Los inrockuptibles de noviembre de 2013.