La voluntad de andar

Crotos (Argentina, siglo XX): monarcas de las vías del ferrocarril, miembros de una contracultura itinerante que quería sentirse libre, fluida e inasible frente al patrón y el estado. Libertarios y anti capitalistas: nada ni nadie estaría por encima de nadie; nada ni nadie estaría autorizado a someter, mandar, ordenar o dirigir a nadie. En julio de 2024 se hallará esta reedición ampliada de Blatt & Ríos en librerías argentinas.

El arte de no hacer nada para que nada quede sin hacer

En las grietas, las fisuras, los cortes entre la obligación a trabajar y la compulsión al consumo, entre la auto explotación y el cansancio, el ocio viene y va, interrumpido por el negocio (que lo niega), y estalla en miríadas de burbujas, pausas, intersticios.

En el tiempo libre después del trabajo, en el dormir, en el sueño (diurno y nocturno), en el soñar (dormido o despierto), en la fiesta y en el fin de la fiesta, en el juego por amor al arte y en el arte por amor al juego, el ocio encuentra su lugar y su promesa.

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Entre los airos

Dentro de la serie de novelas “indigenistas” de Aira (Emma la cautiva, El mensajero, Un episodio en la vida del pintor viajero, Eterna juventud, quizá Moreira), Entre los indios es aquella en la que aparecen en su forma más acabada, a mi entender, el pensamiento, la vida y las costumbres de esos indígenas que podríamos llamar airos: seres de vida invariable, ociosos, excepto cuando la guerra les ocupa todo el tiempo, incluido el tiempo de paz en el que relatan la guerra con sus leyendas y anécdotas. Entre ellos hay médicos brujos travestidos y adictos a la retórica, maestros del arte de la introducción, capaces de hablar durante horas antes de entrar en materia y de hacer de una razón diez mil razones, como herederos barrocos de los oradores ranqueles de Lucio V. Mansilla. La velocidad o la lentitud en el habla y en el movimiento hacen toda la diferencia. El jefe de la tribu de Entre los indios es un «distinguido guerrero, veloz como el viento cuando le conviene, lento como el aire en reposo cuando la velocidad deja de ser la mejor opción»: un cacique bebedor y contemplativo, un filósofo salvaje que no encuentra sentido en el trabajo, sea para construir obras, templos y otros monumentos del esfuerzo -como esos adornos de metal cuya extracción y elaboración consume las vidas de varias generaciones u otros adornos más delicados con plumas que exigen el máximo cuidado-, sea para fabricar relatos históricos o mitológicos que terminan siendo una red mental, una telaraña paralizante añadida sobre el peso de las cosas. El interlocutor de este cacique es un diablo demasiado humano, dedicado a hacer el mal pero que sin embargo tropieza, falla en sus intentos, a veces por factores externos, a veces por su propia conciencia, que no excluye la culpa: un diablo culposo en un mundo perfecto en su imperfección, donde el alma se asombra de su propia rareza. El estado de indolencia en el que vive la tribu peligra ante la aparición de este diablo que viene a pedir limosna y a “inocular cultura”, según propone Sergio Chejfec: “La necesidad vendría a ser la cultura en estado potencial, lo contrario del reino de lo innecesario representado por la toldería”. Ocurre que los indios de raza aira también son demasiado humanos; el cacique se ha pasado la vida soñando con utopías, escribe César Aira, aun sabiendo que «esas utopías eran imposibles, no porque alguien se lo impidiera sino porque él mismo no quería. Qué rara era el alma del hombre: no quería hacer lo que más deseaba. O dicho de otro modo: ponía lo que más deseaba en un lugar fuera de la realidad, en la ensoñación, donde pertenecía. Llevarlo a la realidad era un trámite que abría las puertas del sueño a las incomodidades de la acción». Chapeau!

Porque mi nombre no soy yo

Siempre recuerdo su voz. Es una de las constructoras de ese conglomerado de prácticas y discursos que en Argentina llamamos rock. Ahora la tengo frente a un grabador, sobre la mesa que compartimos con un gatito que rasca sus uñas contra mi portafolios. Más que una entrevista es una charla, en la que cada tanto me descubro asintiendo con la cabeza ante ese sonido familiar que habla de la misma forma en que cantaba «No pibe» o «Para ser un hombre más», como si hubiese penetrado hace años en mi cerebro y dejado allí sus ecos. Una voz ortodoxa, áspera, negra, que habla del rock desde la vereda del blues, desde el escenario del tambor, desde el alarido amplificado en los parlantes. En una época de tantas interpretaciones, teorías y relatos sobre el rock, será inútil pedirle que defina el significado de esa palabra de cuatro letras. Es la voz de un músico, un operador de sensibilidades, no un fabricante de ideología. Y hablará de música. Dirá que el sentido rítmico le viene de familia: nacido en el ’46, en el barrio de Coghlan, de padre uruguayo, creció en contacto con el candombe y aprendió a tocar en tamboriles el borocotó, «que no es un comentarista deportivo», aclara, «sino la onomatopeya de uno de los ritmos del candombe uruguayo». Estudió industrial, hizo el ciclo básico y abandonó el secundario, para graduarse de drop-out, un título honorable en la época. Trabajó desde los doce años en una fábrica textil, haciendo repartos con un camión por las mañanas. También fue cadete de oficina y empleado en una casa de cambios de divisas en la City, «hasta que Krieger Vasena suprimió el cambio libre, nos eliminó a todos, y con la jugosa indemnización me compré mi primera batería, una Ludwig». En el ’67 preparó el trío Manal, con Claudio Gabis y Alejandro Medina. Su primer concierto fue en el teatro Apolo. Pero el sitio en que se lo empezó a conocer como rockero fue el Instituto Di Tella, a partir del ’68.

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Viaje a través del duelo

Hay cadáveres. La genialidad de Néstor Perlongher centró en esa reiteración la cifra de una época que siempre amenaza con volver. Y no solo en Argentina. Para un reciente viaje a Italia llevé el libro Arboleda, de Esther Kinsky, publicado en alemán en 1918 y traducido al castellano en 2021. Me pareció que al viajar tendría tiempo de sobra para encarar un libro cuyo ritmo lento y sus largas descripciones de pueblos y cementerios italianos lo harían apto para acompañarme, pero en realidad lo terminé antes de llegar a destino. Luego comprendí mejor este relato del atípico periplo de alguien a quien recientemente se le ha muerto su pareja, designado solo con la inicial M., y que viaja a los lugares que planeaban recorrer juntos, lugares en los que además ella había estado también en la infancia junto a su padre, un hombre que tenía una afición por los vestigios y ruinas etruscas, sus ciudades mortuorias, sus ofrendas sepulcrales. 

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El tao de la literatura

Una exploración por las interpretaciones del «principio inamovible que permite el movimiento», ese «vacío que hay entre los rayos de una rueda», según aparece en la obra de escritorxs atraídos por esa palabra tan sonora y enigmática del Oriente. Porque ¿qué es el Tao? ¿Un conjunto de antiguos discursos y fábulas, una clave para la creatividad o una serie de consejos para vivir mejor? Leeremos textos de Barthes, Borges, Juan L. Ortiz, Diane Di Prima, Úrsula Le Guin, Allen Ginsberg y Gary Snyder, entre otrxs.

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Counter Culture

Contracultura es un término originado en la década de 1960 a partir de movimientos sociales juveniles que rechazaban los valores y modos de existencia dominantes. Su origen directo puede ubicarse en la lengua inglesa a fines de aquella década. Es discutible quién acuñó el término. Por un lado, el historiador estadounidense Theodore Roszak lo propuso en su libro The Making of a Counter Culture (luego traducido como El nacimiento de una contracultura), publicado en Nueva York por Doubleday & Co en 1969. Por otro lado, ese mismo año se publicó en Londres una antología de textos contestatarios titulada Counter Culture: el compilador fue Joseph Berke, un psicoterapeuta estadounidense emigrado a Gran Bretaña e instalado como colaborador en una comunidad terapéutica llamada Kingsley-Hall, dirigida por Ronald Laing, en la que se impulsaban cambios radicales en la relación desigual entre médicos y pacientes, cambios que llevaron al desarrollo de la llamada psiquiatría social y también de la antipsiquiatría.

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Sin pereza no hay poetas

La lectura de El alma de las colinas, primera novela de Derian Passaglia, me reactivó el deseo de volver a leer a Juan L. Ortiz, conocido por su apodo Juanele. Dos muchachos y una chica se lanzan a la búsqueda del viejo sabio retirado en el paisaje de montes acuáticos del Paraná. La visita mítica de poetas principiantes al maestro se convierte en un viaje de aventuras cuando descubren que una alianza de norteamericanos y franceses conspira para robar el talento de Ortiz y provocarle una rara enfermedad, utilizando a su supuesto amigo Juanjo (Juan José Saer), un robot programado para hablar y escribir en forma automática en largas frases interrumpidas por muchas comas y muchos verbos para hacer durar la atención y así distraer a los lectores de modo que estos no se den cuenta de que su literatura se perfecciona cada vez más a costa de la poesía de Juanele. Llevan a este en viaje en bote hacia el confín de las islas, en busca del jacarandá eterno que podría curarlo y salvarlo. Los movilizan las palabras del poeta que cantaba:

“Deja las letras y deja la ciudad…

Vamos a buscar, amigo, a la virgen del aire…

Yo sé que nos espera tras de aquellas colinas”

De hecho, Juan Laurentino Ortiz fue un caso atípico en la literatura argentina, un poeta que prefirió el retiro en sus paisajes de provincia antes que la vida mundana de los escritores que publican todo el tiempo, como si hubiese elegido una vida taoísta en su inmersión y fusión contemplativa en la naturaleza. Nacido en 1896 en un pequeño pueblo de Entre Ríos, parece haber sentido siempre una necesidad de regreso a entornos que le recordaran su infancia. Luego de terminar el secundario se trasladó a Buenos Aires para cursar la carrera de filosofía, pero no duró más que dos o tres años en esta ciudad, y volvió a su provincia, casi sin salir al exterior. Un único viaje a China en los años 50 le reafirmó su compromiso con los pueblos primitivos anteriores a la división del trabajo que habrían vivido en estado de comunión con la naturaleza, y su fascinación con una ética de “inactividad activa” frente a las demandas productivistas de la cultura occidental. La mayor parte de su obra la publicó cuando ya estaba jubilado de su empleo en el Registro Civil de Paraná.

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Ginsberg en viaje de ida

Resulta difícil imaginar que desencarnó -pese a su conversión al budismo- o que reencarnó -¿en quién o en qué?- porque cuando uno piensa en Allen Ginsberg piensa en cuerpo, piel, pura presencia de la carne, puesta en escena en vivo y en desnudo en recitales de poesía, en imágenes fotográficas que dieron la vuelta al mundo… La primera vez que leí «Aullido» también pude ver su imagen desnuda, todo un San Beatnik calvo de barba oscura, profético, transgresor, en la foto que ilustraba un artículo firmado por T.K. (Tamara Kamenszain) en la revista 2001, junio de 1973. Un año después pude verlo en persona en un recital de poesía en San Francisco junto a jóvenes Gregory Corso y Diane Di Prima, entre otros que no recuerdo, vestido con una larga túnica de colores. Ginsberg cantó sus propios poemas con una voz terrible, muchas veces fuera de tono, mientras tocaba lo que me pareció un organito y que quizá fuese su armonio, ese viejo instrumento que solía llevar a sus recitales, como si fuese un clown que se las arregla para no tomarse en serio a sí mismo hasta un punto tal en el que no hay más remedio que tomárselo en serio. Debo agregar que en ese tiempo mi conocimiento del inglés era tan pobre que apenas si podía distinguir alguna que otra palabra suelta de cada poema. Pero no importa: allí estaba en presencia del mito y con eso me bastaba.

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El 24 de marzo de 1976 ella descubrió que estaba embarazada

Un big bang paradojal: en su vientre crecía la vida al mismo tiempo que alrededor crecía la muerte, escribió años más tarde. Ese día no sabía qué hacer, su hijo nacería en un mundo literalmente de terror. Ni ella ni su compañero tenían indicios ciertos de que los estuvieran buscando, pero muchos periodistas estaban siendo asesinados o secuestrados. Ella trabajaba en la editorial Abril, en un suplemento especial de la revista Claudia Belleza. Y le resultaba inconcebible parir a su primer hijo lejos de su obstetra, en algún país extranjero. De modo que se quedaron todo aquel año en una Buenos Aires atravesada por las balas y los aullidos de las sirenas policiales, encerrados cada fin de semana cuando sus trabajos no los obligaban a salir, jugando obsesivamente un campeonato de TEG, el juego de mesa de moda en la época, hasta que nació ese hijo en diciembre del 76. Un mes más tarde, ella supo que era hora de partir. Su destino fue México, país al que llegarían entre ocho mil y diez mil argentinos y en el que “uno podía salir a la calle sin documentos”, según se sorprendería Carlos Ulanovsky, uno de los argenmex más célebres, cuyo libro Seamos felices mientras estamos aquí retrata ese exilio que en buena medida se instaló en Villa Olímpica, barrio del México DF construido para atletas y que luego fue hogar de exiliados del Cono Sur en los años ‘70. 

–La nota, publicada en el DiarioAR el 22 de marzo de 2024 bajo el título «La amistad es un magnetismo de las almas», se lee completa por aquí.