
Siempre recuerdo su voz. Es una de las constructoras de ese conglomerado de prácticas y discursos que en Argentina llamamos rock. Ahora la tengo frente a un grabador, sobre la mesa que compartimos con un gatito que rasca sus uñas contra mi portafolios. Más que una entrevista es una charla, en la que cada tanto me descubro asintiendo con la cabeza ante ese sonido familiar que habla de la misma forma en que cantaba «No pibe» o «Para ser un hombre más», como si hubiese penetrado hace años en mi cerebro y dejado allí sus ecos. Una voz ortodoxa, áspera, negra, que habla del rock desde la vereda del blues, desde el escenario del tambor, desde el alarido amplificado en los parlantes. En una época de tantas interpretaciones, teorías y relatos sobre el rock, será inútil pedirle que defina el significado de esa palabra de cuatro letras. Es la voz de un músico, un operador de sensibilidades, no un fabricante de ideología. Y hablará de música. Dirá que el sentido rítmico le viene de familia: nacido en el ’46, en el barrio de Coghlan, de padre uruguayo, creció en contacto con el candombe y aprendió a tocar en tamboriles el borocotó, «que no es un comentarista deportivo», aclara, «sino la onomatopeya de uno de los ritmos del candombe uruguayo». Estudió industrial, hizo el ciclo básico y abandonó el secundario, para graduarse de drop-out, un título honorable en la época. Trabajó desde los doce años en una fábrica textil, haciendo repartos con un camión por las mañanas. También fue cadete de oficina y empleado en una casa de cambios de divisas en la City, «hasta que Krieger Vasena suprimió el cambio libre, nos eliminó a todos, y con la jugosa indemnización me compré mi primera batería, una Ludwig». En el ’67 preparó el trío Manal, con Claudio Gabis y Alejandro Medina. Su primer concierto fue en el teatro Apolo. Pero el sitio en que se lo empezó a conocer como rockero fue el Instituto Di Tella, a partir del ’68.
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