
Hace un par de meses la editorial Sigilo reeditó Arturo, la estrella más brillante, esa novela breve de Reinaldo Arenas sin puntos apartes ni seguidos en su frase única con subordinadas que se desencadenan a ritmo imparable de principio a fin. El realismo alucinatorio de Arenas, una de las cumbres estelares de la literatura hispanoamericana, invade con adornos neobarrocos el relato en primera persona de un joven internado en uno de esos campos de trabajo en los que el gobierno cubano encerraba a homosexuales y otros marginados para su “reeducación”. No es realismo “mágico” porque no está tentado por ninguna alegoría: los elefantes regios que irrumpen en estas páginas, entre otras figuras fantásticas, no representan otra cosa más que apariciones en la extensa llanura de una mente alucinante que se fuga, a través de una larga respiración discursiva, de la asfixia del campo de concentración. “Arturo” alucina climas y espacios, terrazas, bosques y palacios encantados, para recibir a un soñado y hermoso joven que llegaría como un dios radiante solo para él, mientras su cuerpo sufre las interminables jornadas de trabajo desde las cuatro de la mañana cortando caña al sol, empapado de sudor, vigilado por brutales soldados que lo humillan, le gritan “maricón”, lo provocan y cada tanto lo hacen adentrarse en el cañaveral para desahogar su sexo con violencia en ese cuerpo que ellos desprecian y al mismo tiempo desean.
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