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Pocas cosas son más detestables que la obligación al festejo cuando se siente que no hay nada para festejar. Una fiesta obligatoria no es una fiesta. Quizá lo era en la antigüedad, cuando las festividades eran el tiempo-espacio en el que además de observarse los rituales religiosos se permitían transgresiones a las actividades habituales para la supervivencia. El crítico Roger Caillois, que vivió en la casa de Victoria Ocampo a partir de 1939, publicó ese año su ensayo El hombre y lo sagrado en el que postulaba que la humanidad siempre repartió su vida entre lo profano y lo sagrado: el primero sería el horario común, ordinario, de la labor diaria y del respeto a las normas; el segundo, la hora del derroche.
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